3
Aunque procuraba ignorarlo, el extraño episodio de aquella madrugada seguía presente en su memoria, pero Andrew sabía que se trataba de un delirio más que solo existía en su imaginación. Después de todo, no era la primera vez que le pasaba.
Al amanecer, el mapache que lo había perturbado se coló en su cuarto y, con picardía, tironeó de sus sábanas hasta dejarlo indefenso frente al frío matutino. Ada preparó el desayuno con anticipación. Su apuro era evidente, tenía sus propios planes. Había pactado salir con los vecinos para conocer el pueblo.
Ada estaría pululando entre las calles y negocios de la ciudad, lo cual tranquilizaba la sobrecargada conciencia de Andrew. Su hermana ya era mayor, sabía cuidarse sola, pero un extraño instinto le hacía sentir escalofríos ante aquella idea. Quizá, se debiera a sus malas experiencias. No obstante, el pueblo era pequeño, los pobladores se conocían entre ellos; los asaltos y secuestros eran cuento viejo. Debía relajarse, disfrutar del aire fresco y las bellas vistas que lo rodeaban.
Salió con dirección al poblado. El centro de enseñanza universitaria quedaba en el corazón del pueblo y todos los caminos parecían conducir a él. Las veredas, cubiertas por el manto sombrío de varios árboles, lucían desoladas. De vez en cuando, algún que otro pueblerino se asomaba para limpiar las verdosas hojas que se precipitaban sobre sus jardines. Ni bien se alejó lo suficiente, aquellas sombras antipáticas voltearon con dirección al forastero. Andrew lo sabía, estaba atento a ellos, a sus ojos, a la forma en la que cubrían su rostro para no cruzar miradas.
En pocos minutos arribó al centro del pueblo: un pintoresco espacio verde, con una plazoleta gigante y circular, rodeada por negocios de comida, ropa y productos esenciales. Un edificio blanquecino se alzaba entre todos ello, dotado con ventanales cristalinos y sedosas cortinas en los pisos superiores. Un símbolo semejante a una cuña brillaba desde el concurrido estacionamiento de la universidad.
Parecía un buen lugar para trabajar, tranquilo, con justa paga y unas horas estándar a las que planeaba aferrarse. Una sombra llamó su atención desde la plazoleta central, una que se deslizó con velocidad y que captó su interés enseguida. Había una muchacha recostada sobre un árbol, lejos de otros jóvenes, con su mirada perdida en el lago que se alzaba frente a una catedral. Su semblante era como el de un árbol viejo al comenzar el invierno, con sus hojas marchitas, sus ramas maltratadas y su tronco encorvado. Algo en ella despertó, además, su curiosidad. Quizá fuera su mirada perdida, la melancolía que transmitía su semblante o lo desprolijo de su atuendo.
"Tal vez otro día", pensó. Después de todo, su reunión comenzaría en poco tiempo.
Antes de abandonarla en la lejanía, vio como aquellos tristes ojos se posaban sobre él para perderse entre pensamientos y dudas. Convencido de que no debía distraerse, se adentró en la magnificencia de aquel edificio.
Andrew había llamado un par de semanas atrás, buscaba obtener una fecha fija para su entrevista laboral, pero el jefe le indicó que podía pasar cuando quisiera, pues no tenía nada planificado en su calendario. Fue así que acordaron ese día y hora, sin mayor complicación.
Una recepcionista lo recibió, una mujer bien parecida y de facciones delicadas, ojos pequeños y labios finos. Su maquillaje mostraba una dedicación especial, no tenía fallos, imitaba una espontaneidad tan natural que, de no ser por su agudeza visual, habría pasado desapercibido. Lucía un traje de oficina bien cuidado, con su corbata ajustada al cuello y con unos guantes de algodón en cada mano. Ella hablaba con un hombre, aunque no parecía estar cómoda con aquella charla. Él modulaba con la seguridad de un detective y se expresaba con la fluidez de un periodista, hacía gestos con ambas manos y, de vez en cuando, dejaba escapar burlonas carcajadas ante alguna respuesta inesperada por parte de la recepcionista. Llevaba un traje bastante anticuado y viejo, pero elegante a la vez; no obstante, su porte se veía eclipsada por sus mugrosos zapatos y su escaso cabello, mismo que lucía desarreglado y grasiento.
Curioso, Andrew se acercó con lentos pasos en dirección al sujeto que parloteaba ante la cansada recepcionista, con intención de husmear en sus asuntos e intentar evadir la molesta espera.
—Su único trabajo es estar aquí todo el día, ¿aun así dice no haber visto nada? —le preguntó, con visible disgusto.
—Señor, por favor, si desea más información puedo comunicarle con el licenciado Bard. No es necesario ser grosero.
—¡Ah, la grosería! ¿Acaso se ofendió? En ese caso, le pido disculpas, pero me parece terrible que, siendo usted una estatua bonita que todo lo ve, no haya visto nunca al pobre Adam Walker.
La recepcionista resopló con furia ante las últimas palabras de aquel hombre y deslizó su vista hasta encontrarse con la entretenida mirada de Andrew. Sus ojos se iluminaron al cruzarse con él y una sonrisa ingeniosa se dibujó en su rostro.
—¡Muchacho! ¿Desea usted algo? —preguntó ella.
—Vengo por una entrevista laboral—le respondió.
—El licenciado me habló de usted, lo está esperando, déjeme buscarlo para comprobar si se encuentra disponible, vuelvo enseguida.
Sus últimas palabras fueron tan rápidas como sus pasos, pues aquella mujer no tardó en esfumarse entre los pasillos de la recepción.
Aquel hombre zapateaba contra el suelo con impaciencia y, de vez en cuando, echaba una furiosa mirada al reloj del lugar. Su interés pareció desviarse de forma transitoria, con dirección al responsable de su aburrimiento. Andrew intentó alejarse con lentos pasos de aquel hombre, pero este lo siguió con la mirada.
—Parece ser que el licenciado habló de asuntos personales con la recepcionista, típico, alguien recibe pagas extra por aquí—se burló entre carcajadas—. Por cierto, usted no es de este pueblo, su timidez y su... prolijidad, me dicen que viene de una de las ciudades del sur ¿o acaso mi perspicacia me falla? —preguntó, antes de que su gruesa lengua se deslizara con aspereza sobre sus labios.
Andrew no pudo evitar el contacto visual con aquel hombre, el cual parecía querer saciar su curiosidad. Era robusto, no muy alto y de apariencia enfermiza. Su piel denotaba un tono amarillento y la esclerótica de sus ojos compartía aquella tendencia inusual. Su gesticulación extravagante le resultó asquerosa.
—En efecto, su perspicacia no le falló. Llegué ayer, soy de Terrasylva —respondió enseguida.
—¡Oh, la ciudad entre los bosques! Es bueno saberlo, pero me resulta extraño. ¿Por qué alguien se iría de la hermosa Terrasylva?
—No lo sé, supongo que me aburrí—le respondió, sin intenciones de profundizar en sus motivos.
—Es muy interesante, caballero. Yo nunca fui a parar por esos lares, pero aun así no puedo entenderlo. ¿Te imaginas un adefesio como yo andando por ahí entre tanta elegancia y formalidad?
—Sería muy divertido—confesó Andrew.
—Ya es muy extraño estar aquí, rodeado de gente ermitaña, pero limpia, como para empeorarlo yendo en un lugar donde todos huelen a jabón y flores.
Y tenía razón, pues Terrasylva era una ciudad apacible y hermosa; sus pobladores vivían acorde a las costumbres sureñas, pero eso no significaba que la vida allí fuera feliz. Detrás de la belleza y el lujo, se ocultaba la injusticia, una inseguridad intolerable y un sinfín de luchas personales.
—Digamos que Terrasylva no es para cualquiera—sentenció de inmediato—, lo mejor es verlo así.
—Es entendible, Terrasylva no deja de ser una ciudad metropolitana, con todo lo que eso implica, pero muy pocos deciden irse a vivir a un pueblo lleno de fanáticos conservadores del viejo mundo. ¿Qué lo trajo por aquí? ¿Son los paisajes, la religión, algún interés sentimental?
—No soy alguien muy exitoso con las mujeres—confesó.
—Las damas de este lugar son unas ermitañas de mucho cuidado, espero, por su bien, que no sea por una de ellas.
Andrew fingió una sonrisa y desvió la mirada.
—Los pueblerinos se conocen entre ellos y se respetan, no se traicionan, ni se chantajean. Puede llamarlos incivilizados, pero al menos aquí se vive en paz—respondió.
—La paz tiene un límite, señor... ¿Cuál es su nombre?
—Andrew Cameron, ¿usted?
—George Anand, periodista del portal nacional de noticias—alardeó—. Mire, entiendo a la perfección lo que dice, aunque no creo que sepa a quién o qué adoran estas personas. Yo tampoco lo sé y no me interesa el parloteo sin sentido, pero un fanático es la razón por la cual estoy en aquí. Por lo tanto, puedo afirmar con total seguridad, que este lugar no es tan tranquilo como usted cree.
—Ajá, ¿se puede saber que investiga? —le preguntó Andrew, intrigado.
—Un estudiante desapareció hace poco, se llamaba Adam Walker, pero nadie sabe nada al respecto, es casi como si nunca hubiera existido, demasiada casualidad para mí.
—Por lo que vi, son pocos los que se interesan por los extranjeros en estos lares. La mayoría de estudiantes son de ciudades limítrofes, más que nada por las facilidades.
—Sí, lo he notado—se quejó con resentimiento—. Pero no lo entiendo, un alumno de esta universidad desaparece y nadie se percata, ni amigos, ni profesores, ¿no te resulta raro?
—¿Y qué sospecha? —preguntó Andrew, con curiosidad—Acaba de admitir que a los pueblerinos no les importan los extranjeros, tiene sentido que nadie sepa nada, en especial si el chico no era el más sociable. ¿Pensó que tal vez simplemente se fue? Suele pasar, sobre todo en alumnos universitarios.
El periodista resopló, como si Andrew hubiera hecho un comentario poco sofisticado, y esbozó una sonrisa victoriosa. Sus dientes lucían corroídos por el tiempo y la suciedad, con un tono amarillento que se disimulaba tras las capas de sarro que los recubrían. Andrew retrocedió impresionado, pues la paupérrima higiene de aquel hombre le resultó repulsiva. Asumió que, por su profesión y su descuidada apariencia, venía de las ciudades del norte, más allá del desierto negro.
Aquellos pueblos eran un poco más civilizados en cuanto a tecnología, pero las costumbres de sus pobladores resultaban muy arcaicas.
—Por desgracia, usted no parece ser muy inteligente, señor...
—Doctor Andrew Cameron, para ti—dijo él.
—Bien, doctor. Supongo que usted vino a este lugar para... buscar una vida tranquila, ¿o acaso me equivoco?
—Lo que yo hago aquí no es su problema—dijo, mientras dirigía su mirada a la recepcionista, misma que recién regresaba al recinto.
—Tal vez, esperemos que sus problemas no se vuelvan de mi interés—sentenció, antes de retirarse bajo la atenta mirada de aquella mujer.
Terrasylva: la ciudad natal de los hermanos Cameron. Se dice que allí todavía se practican las costumbres del viejo mundo.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top