25

Los últimos rayos del día dieron con la patrulla en la que viajaba. El soldado a su diestra estaba deseoso de llegar a su destino. Las palabras del magistrado y lo siniestro de sus recuerdos la sumergieron en un bucle de pensamiento, uno en el que se había perdido y del que prefería no salir.

"Si nuestras sospechas son correctas, a tí y a tu hermano les quedan poco tiempo"

La patrulla se detuvo en seco frente a la casa de Astrid, la cual permanecía con sus puertas abiertas de par en par, las ventanas estaban cerradas y la vista al interior imposibilitada por unas cortinas amarronadas.

Ada abrió la puerta de la patrulla por acto reflejo. El periodista que la acompañaba la sujetó con cierto resquemor.

—No me toques—escupió con ira.

—No, no creo que esto sea buena idea. La puerta está abierta y no parece haber nadie. Esperemos un poco.

—¡Déjeme ir! Me tuvieron encerrada por casi seis horas, quiero estar con mi hermano—sentenció, antes de salir con pasos rápidos en dirección a la casa.

Una marejada furiosa de pensamientos caprichosos se aferró a su mente. El empedrado suelo vibró frente a sus apuradas zancadas. Deseaba hablar con su hermano, desahogarse y dormir un poco con la seguridad de que nadie la molestaría de nuevo.

Una pegajosa sensación detuvo en seco a la impetuosa muchacha. Había pisado algo, era un líquido, rojo oscuro y viscoso. Gotas resecas marcaban un sendero inconfundible frente a ella. Surcaba el pasillo, atravesaba la cocina y desembocaba en una pequeña laguna granate. Las sillas estaban desparramadas por la habitación, algunas hechas pedazos, como si las hubieran utilizado durante una lucha encarnizada. Un cosquilleo recorrió su espalda. Un ruido se oyó desde una de las habitaciones, acompañado por un gemido y un murmullo.

Una de las cortinas se sacudió y el viento vespertino hizo acto de presencia. George, el investigador, entró acompañado por un soldado. El guardia desenfundó un arma de disparo rápido, una rústica y anticuada pistola de un solo proyectil.

La alacena estaba desordenada y, sobre ella, una mano ensangrentada había dejado su impronta junto al almacén de cubiertos. Un cuchillo se lucía a un costado del camino. El grifo estaba abierto y una columna traslúcida se asomaba desde su orificio, acompañada por el rumor violento del agua. La mesa yacía partida por la mitad, y un grupo de masas fermentadas permanecían desperdigadas a lo largo del pasillo.

El soldado se acercó a la joven, sin poder decir ni hacer nada por ella. Su intención era simple: encontrar a la última persona con vida en esa casa, aquella que rezaba desde el dormitorio.

Un crujido seco se dejó oír, acompañado por un gemido lastimero que desapareció tras un suspiro tan triste como una lamentación. El oficial aceleró su paso, pero Ada logró adelantarse a sus acciones. En una esquina del dormitorio, una figura pálida descansaba con moribunda angustia, mientras su mirada danzaba entre puntos aleatorios en el techo de su habitación. Su cabello ondulado lucía humedecido y sus ropas impregnadas con un líquido escarlata que brotaba de su abdomen.

Ella cerró sus ojos mientras sus labios articulaban torpes palabras.

—¡Es Astrid! —gritó Ada—¡Tienes que hacer algo!

—I-iré a tañer la campana—respondió el soldado, justo antes de salir corriendo en dirección al pasillo central.

A pesar de haber escuchado su nombre, aquella mujer no se movió de su lugar y no se inmutó ante la desesperación de la hermana de Andrew.

—Perdóname si he fallado, perdóname si herí a un ser querido en el pasado. No me desampares en la oscuridad, ni dejes que se acerque la maldad. Ayúdame a vencer la tentación y disipa de mi alma toda maldición. Protege al desamparado, aleja al desalmado y bendice al bienaventurado...

—¡Astrid! No te preocupes, todo irá bien, lo juro—masculló Ada, con el pánico escénico plasmado en su voz—. No reces más, no te vas a morir, de verdad.

La muchacha, malherida, miró de reojo a la muchacha. Sonrió.

—¿Siempre fuiste tan... simpática? —inquirió el periodista.

—No toques... el cuchillo —balbuceó Astrid, antes de procurar propinar un suave empujón a la muchacha frente a ella—. No pierdas tu tiempo conmigo.

Ada tragó saliva.

—¿Te refieres a Andrew? ¿Dónde está, qué paso?

El soldado entró a paso rápido, con su arma en mano y una temblorosa afirmación entre labios:

—Parece que el vigía que custodiaba la casa ha desaparecido.  Todos los guardias del destacamento han muerto. Debemos volver al cuartel lo antes posible.

—No me llevarás a ningún lado—lo enfrentó Ada..

—¡N-no! ¡No vayas por él, es lo que quiere! —exclamó Astrid, interrumpida por un alarido desgarrador que emergió desde su vientre—No lo hagas... por favor. Ve y busca... refugio.

Astrid dejó caer su cabeza sobre la pared, con sus ojos paralizados en un punto ciego mientras una última exhalación se abría paso a través de su boca. 

Ada apoyó la palma de su mano sobre el pómulo de Astrid, el cual yacía empapado por lágrimas y un sudor mortuorio tan frío que parecía propio de un témpano. Aterrada, se alejó a sabiendas de que su hermano podría estar padeciendo un destino idéntico o tal vez peor. Las últimas palabras de Astrid le hicieron saber que, quizá, todo estaba planeado.

—Vamos—ordenó Ada, mientras marchaba en dirección a la calle.

—¿Disculpa? —respondió el periodista—No me moveré de aquí, lo último que pienso hacer es entregarme en las manos de un demente.

—Solo quiero ver a mi hermano una vez más... aunque ya sea tarde.



Recuperó la consciencia, pero no supo distinguir el lugar en el que estaba, ni el tiempo que había pasado. Reconoció un pasillo, la puerta al sótano y los peldaños cada vez más cercanos de una escalera. Un dolor punzante en su pecho lo inmovilizó. Su brazo rebotó en el suelo tras un impacto brusco y el aire escapó de sus pulmones. Podía sentir sus heridas, algunas sobresalían con punzante calidez y rozaban contra su ropa. Andrew temió haberse roto alguna costilla, pero ese era el menor de sus problemas. Un corte en su muslo derecho no dejaba de sangrar. Su arteria femoral podía estar lesionada, aunque se trataba de un tajo pequeño.

Su vista ya no era la de antes. Una nube traslúcida parecía desplegarse ante él, vislumbró la sombra de un hombre alto y de largos cabellos, marchaba rumbo a la puerta destrozada del sótano. Su rostro era abominable, pero humano. Percibió una barba tupida acompañada por rulos voluminosos enmarcando su cadavérica facie.

Con su pierna sana, procuró arrastrarse en dirección a una de las paredes. No tardó en chocar con algo en el intento. Lo embistió por accidente, este no emitió ningún sonido. Alzó su mirada y logró ver una figura humanoide apoyada contra la pared. La persona a su diestra no era otra que Melissa. Yacía inconsciente sobre la pared, respirando con ritmo agónico.

Andrew intentó acercarse a ella, pero una fuerza desopilante se apoyó sobre su pecho. Aquel hombre le propinó una patada contundente en la boca de su estómago y le arrebató el poco aire que aún conservaba. El velo traslúcido regresó enseguida a sus ojos, pero esta vez se negó a quedar inconsciente. 

Un hombre alto y de barba tupida le observaba, con el rostro pálido y una expresión vacía en sus ojos. Guardaba cierto parecido con el niño del cuadro, pues tanto los ojos como el cabello coincidían en su color. Andrew supuso que se trataba de Walter, su captor.

Otra sombra de gran tamaño emergió desde las lejanas escaleras, humanoide.

—Interesante—se burló aquel hombre—. Resultaste ser bastante... eficiente, supongo que en esa bolsa está lo que necesito. ¿Todo va según lo planeado?

—Sí—dijo, mientras lanzaba un saco oscuro junto a la entrada del sótano—. ¿Falta algo para comenzar el ritual?

—No—aseguró el asesino—, podemos empezar.

El encapuchado miró de reojo hacia sus costados.

—Ya habíamos hablado de esto, Walter. El ritual requiere de seis sacrificios—dijo el invitado—, nos faltan varios, ¿quieres hacernos perder más tiempo? Hemos sacrificado mucho por tí. Si quieres, puedo salir por los cadáveres de los soldados.

Sus palabras y su expresión ansiosa delataron un malestar interno, mismo que parecía ser de larga data.

—Ya tenemos seis—le corrigió el asesino.

Él se paralizó al oír sus palabras. Miró de reojo al cuerpo de Melissa, el cual lucía tendido y magullado tras una evidente paliza. 

—Parece que tuviste algo de acción—dijo él, sin quitar su mirada del cuerpo de Melissa—, ¿fueron los viejos?

—Llegué tarde—respondió Walter.

Se concentró en los cadáveres embolsados al fondo de la habitación, buscando el faltante.

—Yo solo veo cinco—le respondió, sin comprender lo que Walter intentó decirle—. ¿Me estás tomando el pelo? Faltan cinco...

Walter se acercó a su amigo y, tras aproximar sus labios a su oreja izquierda, le susurró:

—Tú eres el único sacrificio que falta.

Sobresaltado, retrocedió a largas zancadas. La luz iluminó su rostro. Andrew alzó su mirada, topándose con el sombrío rostro de Jacob, cuyos dientes rechinaban de terror ante la ominosa presencia de Walter.

—¿Cómo? Walter, no digas...

Jacob fue interrumpido una vez más por su amigo, quien no dudó en asestar una veloz puñalada en su vientre. Cayó de rodillas, con sus manos dispuestas alrededor de la terrible herida. Antes de que pudiera levantarse, fue alcanzado por Walter, quien lo sujetó del cuello y estampó su cabeza contra el suelo. Una expresión sádica se apoderó de su rostró.

—¡¿Qué estás haciendo...?!

—Aún necesito uno más... Jacob. Lo sabes muy bien, seis pecadores y el transmigrante, ¿es lo que recordabas? ¿O de verdad pensabas que nunca iba a darme cuenta de lo que buscabas?

Los ojos de Jacob se abrieron de pánico, derramaron lágrimas al suelo, sin que esto significara nada para Walter. Gritó, pero nadie vendría por su ayuda.

—No... ¡No, por favor! ¡Hice todo lo que pediste! ¡¿Acaso no somos amigos?!

La sonrisa en el rostro de Walter desapareció.

—No finjas. Sé lo que tenías en mente, ¿de verdad pensaste que me sacrificaría para completar tu estúpido ritual?

—¡No! ¡Yo sólo...! ¡Soy tu amigo! ¡Todo lo que hice fue para que fueras libre de tu maldición!

—Sí, sí, ¿puedes dejar de actuar? Sé tú mismo, al menos por un maldito segundo. Admítelo, te harás un favor. Además, no soy tan estúpido como para cumplir los sueños de otro.

Walter aproximó el filo de su cuchillo dentado en dirección a la garganta de Jacob, quien se paralizó al sentir el cortante metal sobre su frágil piel. Tragó saliva y guardó sus palabras. Una sonrisa cruel emergió en su rostro.

—Si no haces lo que acordamos, no obtendrás la absolución que tanto buscabas—le amenazó—. No sabes lo que haces, los rituales de sangre no son algo con lo que puedas jugar.

Walter ignoró sus palabras y, con sadismo, se acercó a sus oídos para susurrarle por última vez.

—¿Y quién dice que estoy jugando?

Y dichas esas palabras, Walter deslizó el filo de su cuchillo por el cuello de su víctima.

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