24

El tiempo transcurrió y, mientras el investigador se ocupaba de solucionar aquel problema sin armar un gran alboroto, Astrid se limitó a vivir con los Cameron, buscando la tranquilidad en un pueblo paranoide acerca de su destino.

Los ancianos del culto fueron los primeros en testificar ante los tribunales de la inquisición, presentándose antes de que ellos pudieran tomar cualquier tipo de medida contra el culto. Se esforzaron por dar su propia versión de los hechos, misma por la cual Walter, un fanático desbocado, había decidido montar una encarnizada campaña de asesinatos por su cuenta.

La intervención de los ancianos terminó por obstaculizar el trabajo del investigador, mismo que todavía rondaba por el pueblo, interrogando y recabando pistas acerca del probable paradero de los desaparecidos Jacob, Alessa y Jules.

Aquella tarde, Ada había sido convocada a testificar con un magistrado que, en pos de agilizar la investigación, se había domiciliado en el pueblo. Andrew se había dedicado a pelear con el Señor Callaghan, mismo que se negaba a poner en venta la casa de los Garland bajo la excusa de obstaculizar la intervención policial. Lo cierto era que los detectives habían abandonado el lugar hace tiempo, quedando un destacamento de soldados para custodiar la zona, puesto que, se creía, Walter podía regresar en cualquier momento.

Astrid había decidido guardar silencio respecto a sus sospechas. Andrew, por su parte, prefería no pensar en ello, encerrándose en su habitación para estudio y planificación de sus clases en la universidad del pueblo. Rara vez lo veía, pero, dada su apariencia demacrada y ojerosa, asumió que no estaba durmiendo bien.

La rutina era repetitiva para ella: por la mañana preparaba el desayuno, salía a trabajar en el ayuntamiento y regresaba por la tarde para disfrutar de los platillos que Ada (o Andrew, dependiendo de su disponibilidad) solían preparar. Por la noche, de vez en cuando, tenía charlas bastante animadas con alguno de los dos. La chica era, por mucho, rebelde, pero deseaba encontrar la tranquilidad lo antes posible. El otro, por su parte, parecía estar afectado por un evento pasado, mismo del que se negaba a hablar.

Astrid estaba segura de que ella se parecía a alguien que él había conocido en el pasado. Los ojos de Andrew siempre reflejaban nostalgia, en especial cuando se cruzaban con su mirada. En ese momento, el solía perderse por un breve instante.

Ese día, ella no fue a trabajar. Sus servicios como cuidadora no eran requeridos en ese momento, pues el niño a su cargo había salido del pueblo junto con sus padres, según ellos, de pícnic. Caía la tarde cuando Andrew regresó de su trabajo, con insultos y murmullos entre sus labios, pues se había enterado que Ada había ido a testificar ante un magistrado. ¡Y como no estar molesto! En el pueblo, el clero seguía señalando a los hermanos como responsables intelectuales y materiales del incidente.

Andrew no conocía todos los detalles, hecho que apenaba a su hospedadora, quien se hacía una idea de lo que había ocurrido en el clero. Imaginó que los ancianos habrían pensado algo como "la inquisición vendrá por nosotros, ¿cómo podemos librarnos de la responsabilidad? Ah, denunciemos a un grupo sectario y culpémoslos de lo acontecido". Esa maniobra exoneraría a los hermanos Cameron, no obstante, el magistrado parecía intrigado por lo que Ada tendría para decir. Quizá, por tratarse de la única superviviente del incidente.

Astrid intentó decirle, sin mucho detalle, lo que ella pensaba que había pasado. Quería tranquilizarlo, pero sus ánimos no cedieron.

—Ese no es el problema—respondió—, ¿sabes todo lo que ella ha pasado?

—No me hago una idea—dijo Astrid—, parece una chica alegre.

—¡Eso! ¡Ella nunca ha dicho nada sobre todo lo que vio! Pero no importa ya, lo importante es que nosotros vinimos aquí para olvidarnos de todos esos problemas. ¿Por qué nos tenía que pasar esto?

Ada, antes de salir de viaje con su hermano, había tenido una vida complicada. Sus padre era alcohólico, su madre violenta. Buscar alojamiento en Terrasylva era complejo y, aunque se había alejado de ellos, los numerosos problemas que provocaban en soledad le persiguieron. No fue hasta la muerte de su madre que contactó con ella, mientras que su padre terminó internado en una institución criminal.

Andrew no conocía los detalles, ni quería saberlos. Podía imaginarlo con tranquilidad: su padre asesinando a su madre, no importaba quien hubiera iniciado la pelea o quien hubiera sacado el cuchillo primero. Lo cierto era que esos dos, algún día, iban a matarse. Al final, la suerte determinó que fuera él quien terminara con su vida.

—Fue mala fortuna, solo eso—respondió Astrid.

—¡Y yo! Fui un tonto, pensé que podría empezar de nuevo, tener una nueva vida, lejos de la acción y el peligro. ¡Y mira con qué me vengo a encontrar! Un loco viviendo en mi sótano, lo que necesitaba.

Ella se vio invadida por su curiosidad. A sus ojos, Andrew era un médico y profesor de la universidad central, nada más. No obstante, sus palabras delataban que, en realidad era más que eso.

—¿Fue tan malo vivir en Terrasylva? No me malinterpretes, yo lo entiendo. Todo el mundo piensa que en las ciudades más "tranquilas y prósperas" no hay problemas. Es curioso, siempre hay algo por lo cual amargarse.

—Ah, sí, obvio. Mírame a mí, vine a este lugar pensando que estaría todo bien y terminé investigado por los magistrados, ¿puedes creerlo?

—Y no olvidemos a los pueblerinos.

—Ni a la iglesia—dijo Andrew—, hablé con uno de los ancianos. Un tipo con mala cara, no puedo creer que, a pesar de haberme conocido, me hayan querido inculpar en esto.

—No lo tomes personal, ellos piensan que la inquisición los va a matar.

—¡Y que los maten! De paso, también que se lleven a ese tipo. ¿Cómo se llamaba? Ah, Walter.

Sorprendida, Astrid observó al doctor con atención.

—¿A todos? Te recuerdo que, hasta hace no mucho, era parte del culto.

—Eres una excepción.

—Como yo, hay muchos otros pueblerinos que viven la religión a su manera, sin involucrarse con los ancianos o las enseñanzas más profundas del culto.

Andrew suspiró.

—Bueno, perdón. Pero... No lo entiendo, ¿por qué eres tan distinta a los demás? Nunca hiciste un altar en mi casa, ni me trataste de forma distinta por ser extranjero.

—Yo nací aquí, la religión es parte de mi, pero mis padres eran del norte. Quizá, por eso nunca fui tan "cerrada" como los otros.

—Es una suerte, no sé que hubiera hecho si me hubiera quedado solo en una situación como esta.

—De nada—le respondió Astrid, con una brillante sonrisa que hacía destacar sus prominentes paletas.

—¿Dónde están tus padres? —preguntó Andrew.

—Ah, antes vivía con ellos, pero decidieron volver al norte. Allí tienen una casa, la de mis abuelos, fueron a disfrutar su vejez en su tierra natal. ¿Y los tuyos?

Ella no lo sabía, pero había tocado una fibra sensible.

—Fallecieron.

Astrid se mordió la lengua y luego relamió sus labios. Desvió la mirada a un costado, pero Andrew le sonrió con simpatía.

—Lo siento mucho.

—Todos mueren, en algún momento—dijo él.

—¿Y qué fue de tu vida en Terrasylva? —preguntó—Me intriga saber qué fue tan complicado como para hacerte cruzar la selva.

—¿Tanta curiosidad te da?

—¡Mucha! Todos los meses llega un boletín con los muertos reportados en la selva. En su mayoría, traficantes.

Andrew arqueó las cejas al escuchar aquella palabra.

—Son una maldita plaga—respondió—. En Terrasylva, los médicos deben brindar servicio militar por dos años en la selva, creéme, conozco muy bien a esos traficantes.

—Vaya.

—Ellos mataron a mis amigos, ¿sabes lo que es ir a la selva siendo médico y militar? Debes jugar a las escondidas, quitarte todo distintivo que permita que identifiquen como un sanitario. Si ellos ven la cruz roja, te apuntan y disparan como si fueses un blanco andante.

—Maldición, no pensé que fuese tan... Intenso.

—Ah y los bichos de la selva, esos malditos bichitos. ¡Son gigantes! Si no te aplastan te muerden y te envenenan. Y si no son ellos son las malditas enfermedades del agua, los mosquitos o algún animal salvaje que te deja la rabia. ¡Es terrible! Luego se preguntan por qué los mejores médicos son de Terrasylva, ¡sobrevivimos a una maldita odisea!

Astrid estaba paralizada. La voz de Andrew desentonaba con sus muecas. Él se veía alegre, sonriente, pero su tono estaba lleno de ira. Sus muecas, la gesticulación que hacía con sus manos, todo le sugería una gran ira reprimida. Y, en el último momento, vió el decaimiento en sus ojos. Tristeza. No sabía qué le pasaba, no llegaba a comprenderlo del todo. Por alguna razón, su voluntad había cambiado por completo.

—Supongo que pasaste por muchas cosas terribles—dijo Astrid—, pero no pasa nada, ya terminó.

La mirada de Andrew se llenó de ira una vez más.

—¡No acabó nada! ¡¿Acaso no te das cuenta?! ¡Ada está testificando sobre...!

—Nadie piensa ya que ella está involucrada, es para saber bien lo que pasó... Solo eso.

Andrew quedó paralizado. Astrid estaba intentando que pudiera sentirse seguro, ¿era eso posible? Quiso enojarse con ella por su incapacidad para comprenderlo, sin embargo, su parecido con Ximelia lo detuvo en seco. Frente a ella, solo podía sentir tristeza.

—Escucha, no dejes que esto te afecte, ¿dale?

—No pidas algo imposible.

—Me refiero a que no deberías martirizarte, no hay nada que puedas hacer. Además, si te apresuras y te dejas llevar, podrías tomar una decisión estúpida.

Un recuerdo surcó su mente. Sí, esas fueron las palabras de Ximelia tiempo atrás. Pudo verlo con total claridad. Sintió la sangre del soldado en sus manos, el sudor de su rostro, el nefasto hedor de la selva. El muchacho había muerto por un error suyo y Ximelia, quien lo había asistido, se esforzaba por hacerlo entrar en razón.

¿Cómo era posible que pronunciaran las mismas palabras si nunca se habían conocido? Ni siquiera tenían la misma edad, ¿o acaso eran contemporáneas? ¿Cómo podían parecerse y pensar de una forma tan similar?

—Tienes razón—dijo él—, debo tranquilizarme.

Astrid le sonrió y se puso de pie enseguida.

—Buen chico. Te traeré algo para que comas, así al menos te alegras un poco el paladar.

—¿Qué? No, por favor, deja que yo cocine.

—Lo haces todo el tiempo desde que llegaste, ¿yo también me aburro, sabes?

Una llamada inesperada los interrumpió. Tres golpes consecutivos sobre el madero del portón se hicieron oír enseguida, llevándose la atención de los presentes. Ambos mantuvieron el contacto visual por un momento.

Astrid le hizo una seña a su acompañante. Le indicó que guardara silencio y que la esperara sentado en el comedor. Dudosa, ella caminó a paso lento en dirección a la puerta de su casa y, tras desperezarse entre bostezos, giró el pomo para encontrarse con un invitado inesperado.

—Hola, Astrid.

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