2

Aunque los Cameron hubieran pretendido llevarse bien con sus vecinos, aquello era una pretensión muy apresurada. Sus cuerpos no estaban listos para continuar en actividad, lo cual se reflejó en aquel gran agotamiento que no tardó en asaltar a los dos jóvenes que, casi sin poder resistirse, cayeron víctimas del sueño y el cansancio. Andrew logró aguantar por un poco de tiempo más, y se disculpó con sus invitados por aquel improvisto. Jacob y Alessa, su hermana, comprendieron la explicación dada y abandonaron la casa con cortesía. Y allí debió terminar aquel lunes, de no ser por los extraños y acosadores sueños que persiguieron a uno de los nuevos residentes.

Andrew despertó de golpe y dejó atrás un suspiro, mismo que buscaba ahogar un grito. No fue una pesadilla, no podía considerarla como tal. Se trataba de aquel sueño, ese en el que pasaba una tarde con una persona muy querida para él. En ese mundo onírico, ellos almorzaron juntos y charlaron de temas triviales. Al final del sueño llegaba el anochecer y el mismo concluía con una gran desilusión y con la tristeza de saber que toda esa felicidad fue ficticia.

Andrew observó el techo mientras la luz lunar se colaba por la ventana junto a su cama. La cortina que había dispuesto frente a ella servía para poco, pues ya igual estaba despierto y sin intenciones de volver a cerrar los ojos.

Los años frente a un escritorio comenzaban a pesar sobre sus hombros; mucho tiempo sin hacer nada más que estudiar, trabajar, dormir, levantarse, desayunar y reiniciar su rutina. Así, por doce años, con cientos de ojos que fingían admiración hacia él, esos que le felicitaron por dedicar su vida a servir al prójimo, pero que, al mismo tiempo, se aprovechaban de él siempre que podían.

Pensar que no tendría que volver a enfrentar todas esas experiencias le tranquilizaba, pero a la vez lo desesperaba, pues lo que obtuvo tras tanto esfuerzo era mínimo. La idea de ser feliz aterrorizaba al joven porque, aunque lo deseaba con fuerza, no sabía cómo alcanzar tal ideal de forma concreta. El amor parecía una salida fácil que lo catapultaría a su destino, pero él era consciente de que un matrimonio no era garantía de nada. Su familia era un ejemplo perfecto y, por otro lado, la cantidad exorbitante de parejas separadas parecía empeorar todo pronóstico. Él tenía miedo, no quería repetir la historia de sus padres, pero tampoco deseaba vivir en soledad.

Andrew temía enamorarse otra vez de la persona equivocada, le daba pavor pensar que, mientras él era capaz de amar con locura, su pareja podría verlo como un pasatiempo hasta que llegara algo mejor. Porque, al final, el amor se había convertido en eso. Según Andrew, el amor solo existía para los bellos y de ojos azules, mismos que eran puro músculo, que no sabían sumar, porque ser ignorante también era un encanto. Ah, pero había una gran desventaja. Para ellos, el amor solo existía mientras prevaleciera la juventud.

A sus veintinueve años, Andrew ya estaba resignado, no quería saber nada con nadie, pero, por las dudas, consiguió una casa grande. No obstante, en ese corto lapso descubrió algo interesante: no necesitaba de una pareja romántica para sentirse bien, su hermana le regresaba el aliento a su alma y los vecinos, aunque fueran extraños, pintaban trazas de emoción en su aburrida vida. Pero ellos no estarían para siempre.

—Maldición, ni siquiera sé lo que quiero—murmuró entre carcajadas, pues su angustiante estado le causaba una irónica gracia.

Sus pensamientos turbulentos y revoltosos se vieron interrumpidos de cuajo por un sonido extraño que venía del piso inferior. Él oyó el inconfundible rechinido de una suela nueva y el crujido de la madera a la distancia, como un eco que lo llamaba para ver lo que ocurría. "Debe ser Ada, ¿qué está haciendo?", pensó él, antes de intentar sumergirse una vez más en sus tristes y solitarias emociones, pero aquel ruido retornó a sus oídos una vez más. No pudo evitar sentirse intimidado, sin embargo, se convenció a sí mismo de que no podía tratarse de un ladrón; después de todo, ya no estaba en la ciudad. Pero no se detenía, eran pasos, claros y audibles, seguidos por un extraño jadeo y un rechinido lejano. Ada estaba en una habitación del piso inferior, lo había elegido por sus muebles y el color de las paredes: un bello azulado que parecía imitar el mismísimo cielo.

Él bajó las escaleras y echó un vistazo al pasillo central, pero no vio nada. Aquel pasadizo terminaba en la habitación de su hermana, la cual estaba cerrada a cal y canto. Ella dormía, las sibilancias de su nariz eran audibles a la distancia. No quería creerlo, pero había alguien más en su casa.

Rumbo a la cocina se topó con otras escaleras, descendían unos cuantos metros y desembocaban en una habitación vieja, polvorienta y vacía. Andrew pensó usarlo como un cuarto de cine o un laboratorio secreto para añadirle algo de sabor a su vida. Un traqueteo se sucedió por un rechinido semejante a un arañazo.

«Debe ser un maldito mapache, solo espero que no haya ninguna conexión eléctrica o tubos de agua ahí abajo», pensó Andrew, entretanto encendía las luces del pasadizo rumbo al sótano.

Paso a paso, él se aproximó hacia la puerta y, mientras bostezaba, la abrió de un tirón, pero se encontró con un cuarto casi vacío.

Había un cuadro apoyado contra la pared en el cual se escondía un mapache que, con ruda devoción, se aferraba a un trozo de madera que roía una y otra vez. Antes de que Andrew pudiera acercarse, aquel animal echó a correr.

El cuadro abandonado era bastante particular. En él se podía ver la fachada de su casa, en tiempos mejores, con su hermoso jardín bien cuidado y en su máximo esplendor. Sus lilas lucían un color espléndido y chillón, mezclado con otras flores al óleo que apenas eran distinguibles por sus oscuras tonalidades. En él se veían retratadas tres personas: una mujer muy bella, con un peinado extravagante y un hombre asqueroso como pocos, con su piel oscurecida por la suciedad, su dentadura amarillenta y rota, y un cabello destartalado que parecía intentar disimular su calvicie. Entre ambos se lucía un adolescente, de bellas facciones, con rizos descontrolados y armónicos con su rostro.

Había un suave desenfoque sobre la cara de pareja, no obstante, el muchacho mostraba detalles y contrastes magníficos, precisos, dignos del mejor artista de la época. Impresionado y seducido por lo extraño en la pintura, Andrew tomó aquel cuadro y se dispuso a subir las escaleras, pero se detuvo una vez más por un ruido a sus espaldas. Tras la imagen había una puerta, cerrada a cal y canto, una que reconoció de inmediato.

Los agentes inmobiliarios le dijeron que una de las habitaciones estaba sellada a causa de lo extraño en su cerradura y no dudaron al argumentar que la llave original se había perdido. Era muy conveniente, pero lo entendía.

El último ruido pareció provenir de aquella habitación.

—No, esto es mi imaginación, creo que me vendría bien una pequeña siesta—balbuceó, antes de retirarse en dirección a los pisos superiores.

Una risueña carcajada pareció resonar junto a la oreja de Andrew. Volteó espantado, con sus piernas listas para comenzar a correr, pero no había nadie a sus espaldas. Permaneció allí, desconcertado, con sus ojos clavados en aquel enigmático pasadizo. El muchacho regresó, cerró la puerta del sótano y llevó el cuadro hasta la entrada principal, con la intención de no olvidarse de colgarlo a la mañana siguiente.

Cansado, apagó las luces y marchó en dirección a su dormitorio, listo para luchar una vez más contra la pesadilla de la desilusión.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top