19

Llovía, un aluvión de gotículas impregnaba su espalda de forma continua, mientras que él sostenía aquella mano carente de vida. Su otro brazo había rodeado su espalda, pero este no tardó en ceder frente al peso muerto. Sus ojos yacían perdidos, fijos en un objetivo distante e inespecífico; su boca estaba abierta, como si alguien la hubiera detenido a mitad de una palabra. Su rostro mostraba la palidez de un papel, no era más que un resquicio que lo que alguna vez fue una mujer fuerte, soñadora y valiente. Ximelia había muerto y Andrew no pudo hacer nada.

Una lesión masiva en su brazo derecho delataba la causa: una mordida de araña Valew, la más peligrosa en la selva, cuyo veneno necrosaba en minutos la zona afectada y, casi en el acto, ejercía un efecto tóxico sobre cada uno de los órganos del cuerpo.

Se oían los disparos de los guardias fronterizos, gritos desgarradores y alaridos desesperados. Pedían socorro, necesitaban un médico, pero Andrew no iría por ellos. Ximelia descansaba frente a él, como una muñeca de trapo que se había roto.

Andrew se intentaba engañar a sí mismo, deseaba en su interior que aquella criatura no fuera una araña Valew. Añoraba haberse confundido, podía ser una araña Kravt, la desmayaría, pero no la mataría. Sin embargo, sus ojos no le fallaron en esa ocasión.

—¡Ximelia!

Andrew despertó con un grito desgarrador y un sobresalto estremecedor. Su cuerpo yacía cubierto de sudor y sus ojos inundados por lágrimas. Las pesadillas habían regresado, pero eso no era lo peor. Lo que más lo afligía era recordar la realidad.

—Esto no puede ser... —masculló entre lágrimas, mientras escondía sus ojos tras la palma de sus manos—, otra vez ese sueño.

Todo ese dolor desapareció de cuajo al emerger otra sensación más abrumadora: el miedo.

Pasos y un gemido lastimero se oyeron desde las escaleras. Alguien estaba en su casa, esta vez no había lugar a dudas. Eran pasos, firmes y claros, acompañados por quejidos cansados y esforzados. Se trataba de un hombre, de voz áspera, escondía un jadeo apenas perceptible. ¿Estaba extenuado? ¿Cuánto tiempo llevaba en su casa?

Andrew se puso de pie de inmediato y, con sigilosos pasos, se dejó caer sobre una de las maletas que aún no había desempacado desde su mudanza. El cierre del saco cedió y un uniforme elegante se lució en su interior. Sobre él, una foto enmarcada descansaba. En ella, él se hallaba rodeado por soldados y una versión joven de la difunta Ximelia.

Ambos sonreían, con la inocencia de la juventud y la esperanza que caracterizaba a los adolescentes. Una pistola de boca ancha descansaba a su derecha, con su cargador dispuesto debajo de una ranura vacía.

El doctor titubeó antes de tomarla, pues los recuerdos azotaron su mente como un remolino devastador. No obstante, alguien estaba en su casa y no tenía tiempo para discutir con el pasado.

Sin importar quien fuera el invasor, no saldría indemne de su hogar. Andrew no se molestó en ser sigiloso y, de un golpe, abrió la puerta de su habitación. El pasillo recto frente a él parecía conducirlo en dirección a la entrada. Había manchas de sangre en el suelo y se extendían desde el sótano hasta la puerta principal.

Nervioso, él asomó su cabeza para observar los escalones al piso inferior y se detuvo ante un río sanguinolento que ya se había estancado. Este se expandía hasta la puerta, donde se reducía a unas simples gotas. Un detalle despertó la curiosidad del doctor, quien no pudo evitar bajar su arma y observar, atónito, el cuadro de los viejos dueños de aquella casa.

La mujer hermosa junto al niño ya no existía. En su lugar, una desfigurada silueta que aparentaba ser humana se alzaba sobre aquel infante, con sus ojos poseídos por la sangre y sus facciones esbozando una mueca iracunda y amenazante. El niño a su diestra lloraba, con un gesto desesperanzador pasmado en su rostro.

Por otro lado, el hombre desagradable que antes vio junto a él ya no estaba, había desaparecido, como si nunca lo hubieran colocado en aquel lienzo.

La puerta principal de la casa se estremeció tras un golpe demoledor y, en ese instante, una luz cegadora apuntó a los ojos de Andrew, quien retrocedió en dirección a la cocina mientras mantenía su arma en alto.

—¡Oye, tranquilo, es el doctor!

Los minutos transcurrieron con velocidad y los invitados del doctor no tardaron en internarse dentro del gran salón, atraídos por el sendero sangriento. Astrid observaba el camino al sótano con pavor. El periodista no dejaba ni un respiro de paz al oficial, pues lo bombardeaba con preguntas ante la realidad absurda: Andrew no sabía lo que pasaba.

—Entonces... ¿Despertaste y viste eso?

—S-sí, acaba de suceder, lo juro—se defendió el doctor, con su arma aún firme en su mano derecha.

George guardó silencio y, nervioso, hizo anotaciones en una libreta que llevaba consigo. Mientras el interrogatorio progresaba, Astrid aseguraba cada habitación del cuarto, con un cuchillo de cocina en su mano como defensa personal, pero la casa estaba despejada. Ella se detuvo en cuanto se topó con el cuadro junto al portal, con aquella imagen horrible plasmada sobre su lienzo.

—¿Esto es tuyo? —preguntó, algo asqueada por la deforme mueca de la mujer en el cuadro.

—No, es del viejo dueño—le respondió de inmediato.

—¿Por qué lo tienes aquí? Es un poco... inusual—masculló, sin saber bien cómo referirse al gran lienzo frente a sus ojos.

—No me creerías, pero no era así antes—argumentó—. Lo juro, ese cuadro tenía la imagen de un niño con sus padres. Ahora... no sé qué es esto.

—Eso no importa—le interrumpió George—. Debemos bajar, ¿dices que nadie ha abierto esa puerta antes?

El doctor asintió con la cabeza, pero el periodista no creyó en sus palabras.

—Hay sangre. Tenemos que ir a ver.

—¿Qué? ¿Has enloquecido? No sabemos qué puede haber ahí, hay que llamar a la guardia militar.

George y Astrid se miraron de reojo, pues compartían la misma opinión sobre la iniciativa de Andrew.

—No es buena idea—dijo George.

Incrédulo, el doctor dejó escapar un quejido indignado. Al mismo tiempo, Astrid cerraba todas las puertas y ventanas, como si deseara esconder lo que ocurría en el interior de la casa.

—Tenemos que ver lo que hay allá—acotó el periodista—. Derribaré esa puerta, aunque no te guste.

El hedor que desprendía el cuerpo de George se hizo evidente en cuanto las ventanas fueron selladas, lo cual obligó al doctor a tomar distancia mientras tapaba su nariz con incredulidad. Astrid parecía estar de acuerdo con las ideas del maloliente periodista y, sin pedir permiso, bajó las escaleras rumbo a la puerta que separaba la sala principal del sótano. Incrédulo, Andrew se negó a consentir el vandalismo de aquel recinto sin llamar a la guardia militar.

El periodista lo abandonó y, en cuestión de segundos, la pareja que se había presentado a en el momento justo descendió en dirección a la puerta que no podía ser abierta.

—Llamaré a la milicia, no me importa lo que ustedes digan—les desafió Andrew desde la sala principal.

—Si lo haces, ellos te matarán—aseguró Astrid, mientras un golpe atronador emergía desde las profundidades de su sótano.

Aquella conclusión tan abrupta terminó por convencer al doctor de no hacer nada y, confundido, prefirió bajar junto al periodista para comprobar en persona lo que había detrás de aquella puerta.

La puerta tambaleó ante la última patada y cedió tras un empujón por parte del periodista que, intrigado, se asomó en dirección al interior del sótano. El recinto era pequeño, contaba con tres muebles muy puntuales: un almacén, un librero y un escritorio. En el centro del cuarto, descansaba un cadáver que aún no poseía el color de la muerte.

Curiosa, Astrid se acercó para contemplar los restos mutilados de aquel muchacho que, a pesar de sus heridas fatales en la boca, aún era reconocible.

—Es el chico que estaba buscando—masculló el periodista, mientras inspeccionaba el cuerpo con experta maestría—. Aún está tibio, no lleva mucho muerto. ¿No escuchaste nada?

—No—respondió estupefacto—. Desperté al oír pasos, no es la primera vez que ocurre.

—¿De verdad? —espetó George, incrédulo ante las palabras del doctor—Tenías a una persona merodeando en tu casa y no hiciste nada.

—Lo intenté, pero no imaginé que... hallaría esto—admitió, mientras observaba con resquemor el cadáver del muchacho—. Bien, no puedes negarme llamar a la milicia.

—No lo hagas—ordenó el periodista—, yo me ocuparé de eso.

—Si lo haces, nos matarán a todos—añadió Astrid—. ¿Estabas dormido? ¡Te dije que vendríamos hoy! Tenemos que hablar de lo que pasó la otra noche, no podemos seguir por nuestra cuenta.

Cansado, el doctor suspiró y se rascó la nuca con culpa, pues había olvidado aquel compromiso.

—Disculpa, desde la otra noche no puedo dormir bien, siento que él vendrá de nuevo.

—¿Él? —preguntó George—¿Hablamos de la misma persona?

Astrid asintió con la cabeza y el periodista suspiró cansado. El doctor no comprendía lo que sucedía, pero estaba seguro de que ambos podrían ayudarlo a zanjar la cuestión. Después de todo, había un muerto en su casa y lo último que deseaba era añadir más problemas a su lista.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó Andrew.

—Creemos que Walter está vivo—le respondió ella. 

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top