16
Atribulado por sus pensamientos, aquel hombre se dejó caer bajo un árbol, encarcelado por la noche y envuelto en el frío vaho de la soledad. Un sentimiento absurdo no tardó en apoderarse de su mente, ¿sería culpa? ¿Miedo? ¿A qué?, no lo sabía, pero tampoco necesitaba averiguarlo en ese instante. El secretismo de los pueblerinos le abrumaba, la estafa del inmobiliario y el fingido silencio de aquellos a quienes creyó que podría considerar amigos. ¿De verdad nadie sabía nada sobre Walter?
Andrew deseaba disfrutar del frío solitario, aquel que siempre lo acompañó en los momentos difíciles. Solo así, podría pensar con claridad.
—No deberías estar aquí a esta hora, dicen que hay fantasmas—le reprendió una voz a sus espaldas.
Un escalofrío rozó la espina de Andrew, quien volteó de inmediato para detenerse frente al rostro impasible de la muchacha con la que había discutido hace poco tiempo. Ella lo vigilaba a escasos metros, con sus brazos cruzados y una mueca inquisidora capaz de inspirar miedo en el más valiente.
—Los fantasmas no existen—le respondió.
—Morgana tampoco, el dolor tampoco, el pasado tampoco, la culpa tampoco y...
—Espera, espera, espera—espetó confundido—. ¿Cómo que el dolor no existe? ¿Acaso es otra más de sus estúpidas creencias?
Aquella muchacha elevó su ceja izquierda y, de inmediato, cerro los ojos antes de proferir una tierna carcajada. Adivinar sus pensamientos resultó imposible para el doctor, pero sus intenciones eran evidentes: no buscaba pelear, tampoco discutir o cuestionar sus torpes acciones, solo charlar.
Con discretos pasos, ella se acercó hasta él y, sin preguntar, se dejó caer a su diestra. Su cálido cuerpo no tardó en invadir la frialdad de Andrew, quien se alejó de forma inmediata. Una sensación extraña, pero no por ello desconocida, invadió al doctor en ese preciso instante, una que traía consigo hermosos recuerdos envueltos tras una cortina de olvido y dolor. La muchacha no pareció notar lo que ocurría a su diestra.
Ella traía una roca en su mano derecha, un pedazo de amatista. La deslizaba entre sus dedos con ágil habilidad, como una niña capaz de construir un juguete todo lo que tuviera a su alcance. Se trataba de un collar, elegante y sencillo, misma que había transformado en una pulsera con un atisbo de su ingenio.
Al notar su fascinación en el colgante, ella centró su mirada en el confundido rostro de su acompañante.
—Te ves mal, ¿conocías a Melissa de algún lado?
A pesar de su pregunta, Andrew no pudo responder.
¿Aquella joven era Melissa? Él seguía estupefacto ante su abrumador parecido con alguien que solo existía en su pasado. Por su parte, la joven reservó sus palabras y regresó su mirada a la oscuridad que se alzaba frente a ella.
—De todos modos, en algún momento interactuaron lo suficiente como para que Melissa se interese en ti—concluyó, con una convicción tan firme que Andrew no se atrevió a responderle.
—En realidad, no la conozco, pero es una lástima que nos haya visto hablando de ella—admitió, mientras volteaba su mirada en dirección a la negrura del bosque.
—Estaba muy lejos como para haber escuchado algo—dijo ella—, ¿te contó sobre lo que le pasó?
—No.
—Seguro que tampoco tenía muchas intenciones. Meli era la novia de Walter, como recordarás.
—Imagino que debió ser horrible—dijo Andrew.
—Sí, bueno. No hablemos de algo tan terrible. Ella te contará cuando lo sienta conveniente, a mí esas cosas no me corresponden.
—Lo dices como si fuéramos íntimos, creo que no le caigo bien.
Con agraciada y dulce voz, Astrid dejó escapar unas breves y melódicas carcajadas.
—¿Qué trae a un exitoso médico a un pueblucho sin enfermos? Acá solo existe la gripe de la primavera y algún que otro problemilla aislado, ya sabes, niños que se golpean, granjeros golpeados por animales, en el peor de los casos algún intoxicado. Claro, sin contar los que refieren de otras ciudades.
—Un descanso quizá, necesitaba alejarme de la ciudad por un momento, frenar y reiniciar, buscar lo que en verdad quiero en la vida.
—Las personas como tú no se van por descanso. Si estudiaste medicina y decidiste meterte en la maldita selva para ser devorado por Arklays o acribillado por traficantes, entonces no creo que hayas venido buscando un descanso.
—¿Ah si? Te veo muy segura.
—¿Estoy equivocada?
Andrew prefirió guardar silencio. Astrid hablaba de cosas que no debería saber con demasiada naturalidad.
—Antes te sorprendió que afirmara que el dolor no existe, omitiste a Morgana y la culpa. Llámame loca, pero, para mí, eso significa que vienes huyendo del dolor. A pesar de lo seductor que resulta pisotear a un religioso por ser hipócrita, mantuviste la boca cerrada cuando mencioné a Morgana. A pesar de que la culpa molesta más que el dolor, no reaccionaste cuando yo lo destaqué como inexistente. Pero no vengo a saberlo todo de tu vida, supongo que el que vino a hacer algo fuiste tú, ¿verdad?
—¿Qué quieres? —preguntó Andrew, confundido ante las rápidas deducciones de aquella mujer—¿Quieres interrogarme? Te diré una cosa, lo único que planeo decirte: ¡todo el maldito mundo actúa como unos locos! ¿Qué diablos les pasa?
—Supongo que te refieres a los que rezan. Ahora lo entiendo, no sabía que vivías en la casa de los Sheperd. Ellos piensan que eres un visitante, lo hacen por ti, por tu salud y todo lo que puedas imaginar. Los demás es por Walter. Supongo que sabes quién es, no creo que Jules no te haya dicho.
—¿Walter? —inquirió, confundido ante aquel nombre—Él nunca lo mencionó, pero antes dijiste algo sobre él, me hago una idea.
La mueca impasible de Astrid desapareció frente a la respuesta del doctor que, confundido, escondió su vista en la seguridad del vacío.
—¿Cómo qué no? ¿Tu hermana sabe algo de Walter? —preguntó, sin darle tiempo a respirar al confundido Andrew que no podía entender lo que ocurría frente a sus ojos—No puedo creer que no sepas nada.
—¿Por qué habría de saberlo?
Un crujido lejano rompió con la concentración de Andrew que, sorprendido, giró en dirección al sonido. El tiempo transcurrió, nada extraño se manifestó frente a sus ojos. Antes de poder retomar la conversación, un chillido ahogado irrumpió con el silencio una vez más.
Curioso, el doctor Cameron intentó acercarse a un arbusto, con la esperanza de hallar al responsable de tal intromisión. Con ambas manos, Andrew corrió la cortina de hojas y ramas tras las cuales se ocultaba el cadáver de un felino.
La sangre aún estaba fresca y los insectos todavía no se habían ensañado con sus restos. La escasa luz lunar no tardó en revelarle al doctor que una certera puñalada entre las costillas era la responsable de aquella atrocidad. Aquel fluido escarlata aún brotaba de su herida, lo cual le indicó una horrible verdad: alguien lo había matado hace unos segundos. Andrew apoyó su mano derecha sobre el lomo del gato y confirmó sus temores en cuanto notó que su cuerpo aún estaba tibio.
—Tenemos que irnos—ordenó, mientras volteaba en hacia ella.
Astrid se puso de pie y miró en dirección al forraje, donde solo la oscuridad se manifestaba con indudable seguridad. Sin embargo, un suspiro ahogado acabó con la calma que ambos intentaban recuperar.
Ella giró de inmediato, pero nadie se hallaba a sus espaldas. Andrew procuró vislumbrar algún indicio de actividad entre la inestable oscuridad, pero frente a sus ojos no había más que paz y silencio.
—Doctor, espero que sepa que, si usted tiene algo que ver, esta broma es de muy mal gusto—masculló, confundida ante lo que estaba ocurriendo.
—No, te juro que no tengo nada que ver—se defendió Andrew.
Una risa lejana respondió la duda que había emergido en la mente de Astrid, pero ya era tarde para conjeturas. Desde las sombras, una silueta se abrió camino entre el forraje, a paso lento, pero seguro. Una figura humanoide contorneó las tinieblas, con negras vestiduras y una mano en alto.
El cuerpo colosal de aquella persona se mantuvo envuelto por la noche, pero su camuflaje nocturno se desvaneció en cuanto alzó su mano derecha en dirección al cielo y la luz lunar brilló a través de la hoja de un cuchillo.
Sin mediar palabra, Andrew sujetó el brazo de Astrid con un manotazo y echó a correr en dirección a la catedral. En cuanto volteó hacia su persecutor, no pudo hallarlo.
Una sombra emergió a su derecha y el brillo de la daga se hizo presente de inmediato. Aquel hombre abalanzó su arma en dirección a la mujer que, por pura suerte, logró evitar la puñalada al recibir un tirón por parte de Andrew. El filo de aquel cuchillo se topó con la corteza de un árbol, donde se incrustó con la profundidad suficiente como para detener la persecución de una vez por todas.
Atemorizados, ambos continuaron la carrera en dirección a la iglesia, hasta que un destello cegador los detuvo en seco justo antes de salir a la calle principal.
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