12
Su nueva rutina de ejercicio resultó extenuante y su cuerpo había comenzado a demostrarle sus límites. Un día de trabajo liviano terminó agotando su energía, algo inaudito para él, pero lógico si tenía en cuenta la cantidad de horas que pasaba sentado.
Sin hacer mucho, Andrew había forjado una sólida reputación como médico, profesor y persona. Los transeúntes volteaban a verlo, las damas le sonreían, sus compañeros de trabajo se interesaban por él y disfrutaban de oír sus experiencias en la frontera (aunque él intentara ignorar aquella faceta de su vida). Todo marchaba a la perfección, pero el día no había terminado. Aún quedaba algo de fuerza en su cuerpo, la justa y necesaria para salir a ejercitarse.
A pesar de su tan preciada fama, aún tenía un pequeño problema que no podía resolver en solitario. Y esto era, por supuesto, a causa de la extraña costumbre de algunos pueblerinos por rezar frente a su hogar.
Un hombre robusto mantenía su vista clavada en dirección a su casa; una gruesa gabardina negra cubría su diminuto cuerpo y un sombrero circular escondía parte de su rostro. Su semblante era enfermizo, tan asqueroso que le resultó familiar. Andrew se detuvo a observarlo con más detalle y se sobresaltó en cuanto aquel hombre volteó en dirección a él.
—Ah, usted—murmuró con malicia, justo antes de que sus colmillos se asomaran de forma pretenciosa—. Me alegra verlo de nuevo, doctor.
El periodista yacía frente a su puerta, con aquella sonrisa nefasta que tanto asco le producía. Sus palabras desprendían un hedor insufrible que, a pesar de la distancia, ostentaba una toxicidad capaz de dopar al más fuerte de los leones. Impresionado, Andrew retrocedió y tapó su nariz. Aquel hombre se burló con una carcajada.
—Es un gusto, licenciado. ¿Qué lo trae por aquí? —se apresuró a preguntar.
Complacido, el periodista volteó en dirección a su casa y la señaló con su dedo índice.
—Dicen que ahí vive un señor honorable y su esposa chiflada, la gente piensa que la mujer practica la brujería y, bueno, digamos que esta casa es una carnada perfecta para cualquier morboso. ¿Conoce al dueño de este lugar?
—Yo vivo aquí—se apresuró el doctor.
Burlonas carcajadas emergieron de la garganta de aquel hombre. Andrew retrocedió, asqueado al sentir las espesas gotas de baba que salían de la pútrida boca de aquel hombre. Una repulsiva sonrisa se dibujó en su rostro, se mostraba burlón, pues sus sospechas se hacían realidad, una por una y no pensaba estar equivocado.
—Interesante, al doctor le gustan las mujeres exóticas. ¿Puede usted presentarme a vuestro primor? Necesito hacerle unas preguntas.
—No estoy casado, es mi hermana—le corrigió Andrew, quien se mantenía lejos debido al olor que desprendía el periodista.
—¡Ah, esto se pone mejor aún! ¿Usted está en relación conyugal con vuestra hermana? ¡Maravillosa estrategia! En este pueblo es difícil que te arresten con un delito así.
—Creo que su sentido del humor está un poco fuera de control. Solo vivimos juntos y ya—aclaró el doctor, esta vez sin contener su enojo.
La sonrisa del periodista se borró y su mirada volvió a clavarse en dirección a la casa.
—Mis fuentes han fallado, doctor. Le pido disculpas—profirió, con disgusto—. ¿Puedo hacerle unas preguntas?
Deseoso por escapar, Andrew deseó negarse de inmediato, pero no había escapatoria de aquel periodista. Después de todo, ya sabía dónde vivía y cómo encontrarlo.
—Adelante, pero que sea rápido—le respondió enseguida.
—Muy bien, doctor. Yo supongo que usted sabe lo que ocurrió en esa casa, ¿verdad? ¿La compró por algo en especial o el morbo lo llevó a tomar esa decisión?
—No tengo idea de lo que está diciendo—rebatió Andrew—. ¿Eso es todo? ¿Puede irse?
—No, y no creo que usted no sepa nada. En verdad, es imposible—insistió aquel hombre—. He seguido vuestros pasos hasta el despacho de Callaghan, trabaja en la universidad del pueblo y lleva un buen tiempo en este lugar, ¿cómo es que nadie le ha dicho nada?
—Mire, señor, no tengo idea de lo que intenta decirme. No lo sé, si quiere iluminarme, puede hacerlo ya.
El periodista tomó un bozal de su bolsillo y, sin pensarlo mucho, se lo ciñó con destreza. Aliviado, el doctor Cameron se permitió dar una bocanada de aire, pues el aliento de aquel hombre ya no lo podía asfixiar.
—¿No sabe nada? Mire, señor, no es buena costumbre comprar propiedades sin investigar a los viejos dueños—le reprendió, como si estuviera dirigiéndose a un niño.
—Sé que un par de ancianos vivían aquí, murieron, ya está. Todos mueren, ¿qué tiene de raro?
Aquel hombre se cruzó de brazos e, incrédulo, solo un par de carcajadas ante la respuesta del doctor. Sin embargo, la seriedad del señor Cameron le indicó que, lejos de ser una broma, sus palabras eran certeras y veraces.
—¿Cómo que no sabe? —inquirió una vez más—¿En verdad es usted tan torpe?
Andrew guardó silencio una vez más y, tras contemplar su confusión, el periodista pudo entender lo que sucedía.
—Una casa es una casa—dijo—, linda, barata y en un pueblo de transición entre Terrasylva y el resto de naciones. Era perfecta.
—Doctor, es un irresponsable—le reprendió, mientras clavaba su mirada en dirección a la casa.
—Y usted demasiado impertinente, ¿hay algo que deba saber? Si es así, deje de dar vueltas y dígalo de una vez.
—Bueno, sí, pero yo no tengo la respuesta que busca. Traigo las mismas dudas que usted arrastra, sé que dos ancianos han muerto, solo eso. Esperaba que me ayudara a entender lo que pasaba, pero creo que lo sobreestimé.
El doctor giró en dirección a su casa, sin poder olvidar los extraños episodios que no lo dejaron dormir varias noches atrás. El comportamiento de los pueblerinos no ayudaba mucho, pues, incluso en ese momento, se detenían frente a su casa para rezar. Una niña corrió delante de él, acompañada por su cuidador que, ni bien se cruzó con el portal de su hogar, agachó la cabeza y profirió un rezo en una lengua desconocida.
—¿Siempre hacen eso? —preguntó el periodista, mientras caminaba en dirección al cuidador.
—¡Espere! No quiero problemas—le interrumpió el doctor.
Sin embargo, aquel hombre no prestó atención a su pedido y caminó con largas zancadas en dirección al muchacho que, al estar concentrado en la niña que vigilaba, no se percató de la presencia de su perseguidor. Las frías y ásperas manos del periodista se aferraron a sus hombros y, sobresaltado, volteó confundido para toparse con la máscara horripilante de aquel desconocido. Un quejido sorprendido escapó de entre sus labios y una mueca torcida por el miedo se apoderó de su rostro.
George sujetó las correas de su bozal y, tras aflojarlas, reveló su cara frente al joven que, tan pronto pudo ver su rostro, palideció hasta volverse tan blanco como una mota de nieve. La pequeña, que había logrado alejarse lo suficiente, distinguió la mortuoria piel de aquel hombre y, aterrorizada, observó boquiabierta a su hermano mientras retrocedía con el miedo clavado en sus ojos.
—Saludos, pueblerino. Mi nombre es George Anand, periodista insigne de la liga...
—U-usted... —masculló, justo antes de caer presa del pánico—¡Un forastero! ¡Ali, corre!
Y, tras pronunciar aquellas palabras, huyó junto a la pequeña que había estado vigilando. Una sonrisa destelló malicia en el rostro del periodista, acompañada por una carcajada insípida que no tardó en ocultarse tras un bozal. Andrew, confundido, observó la huida de los pueblerinos, quienes se alejaban a gran velocidad como si hubieran visto a un monstruo.
—¿Forastero? —se preguntó el doctor—Veo que tampoco se llevan bien contigo. Aunque, si tengo que serle sincero, no me sorprende en lo más mínimo.
El periodista volteó en dirección a su acompañante y profirió burlonas carcajadas ante la pregunta que había formulado.
—¿No lo comprende? ¿O es una especie de broma?
Andrew guardó silencio por un breve instante, pero, antes de cederle la palabra al periodista, lo interrumpió con la respuesta que George esperaba.
—No. Mejor olvidemos esto—dijo Andrew.
—No podrá huir de su realidad por siempre, forastero.
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