10

Su mirada estaba perdida en el ventanal de su comedor, mientras una jovencita pelirroja balbuceaba frente a ella sin llamar su atención ni siquiera por un breve instante. Su mente atribulada le expuso un sinfín de problemas que deseaba olvidar. Le preocupaba pensar en la salud de su madre y la seguridad de su padre, pero no había nada que pudiera hacer. La desconfianza estaba muy arraigada en ella, tanto, que ni siquiera podía creer con plenitud en su hermano, quien alegaba tener intenciones puras detrás de aquel viaje. Su silencio aparente, en realidad, guardaba dudas y secretos.

Alessa detuvo su monólogo en cuanto se percató de que Ada no le prestaba atención y, en su afán por continuar la charla, se mordió la lengua al comenzar una frase y aspiró saliva por accidente, lo cual devino en una tos implacable que logró recuperar el interés de la anfitriona. Preocupada, la dueña de casa renunció a sus pensamientos para enfocarse en Alessa que, desesperada, sujetaba su cuello con ahínco mientras su rostro se tornaba cada vez más rojo.

---¿Te encuentras bien?

---Sí, sí, no fue nada---alegó la muchacha, mientras contenía la tos que amenazaba con volver.

Ada ofreció agua a su invitada, ella aceptó.

---Creo que hablas demasiado rápido, deberías controlar un poco ese ímpetu---le sugirió.

Con su rostro aliviado, Alessa sonrió y recogió su cabellera rojiza para formar un rodete sencillo.

---Perdón, intentaré calmarme—alegó de inmediato.

—No fue con maldad, solo procura ir despacio—agregó Ada, justo antes de recostarse sobre el asiento de su silla.

—No te preocupes, te entiendo—profirió, con una sonrisa cálida en su rostro—. Oye, ¿ya pensaste qué hacer hoy?

Ada clavo su mirada sobre su invitada y, con incredulidad, le respondió:

—No, dime tú qué haremos hoy—le regresó la pregunta.

—¡Ya se! Conozco un lugar muy bonito cerca de aquí, ¿quieres venir?

—Ni que tuviera algo mejor que hacer.

Alessa le había prometido enseñarle el pueblo, algo que no pudo hacer antes debido a sus múltiples ocupaciones. Abrió la puerta, y la suave brisa vespertina se coló en el interior de la casa. Ada se cubrió la vista del fulgor matutino, su acompañante permaneció frente a la puerta, curiosa por ver el cuadro que se lucía junto a la entrada principal.

—Oye, ¿esto lo trajeron ustedes? —preguntó.

—¿Eso? Mi hermano lo encontró en el sótano y decidió colgarlo junto a la puerta, es bastante llamativo, pero no soy experta en arte. Creo que lo hizo para tapar una mancha de humedad.

Alessa miró aquella imagen, primero confundida, pero luego fascinada.

—¿Crees que pertenezca a los viejos dueños? —inquirió, sin quitar sus ojos del pequeño niño que sonreía en el centro de aquel lienzo.

Ada se detuvo al escuchar aquellas palabras y, curiosa, decidió indagar un poco más al respecto.

—¿Los conocías? —se animó a preguntar.

—Eran dos ancianos, la señora Dalia y el señor John. Ella era muy simpática, hacía galletas deliciosas—alegó, mientras se aproximaba hacia ella—, ¿será que este cuadro es de cuando eran jóvenes?

—No lo sé, ¿se parecen?

—Un poquito.

—Y... ¿qué les pasó?

La sonrisa jovial de la joven desapareció en cuanto Ada profirió aquella pregunta y una mueca desesperanzadora se apoderó de sus labios.

—Fallecieron—sentenció de forma abrupta.

La pelirroja dejó aquel cuadro atrás y comenzó un camino cuesta abajo. Ada tragó saliva al escuchar aquellas palabras y, siguiéndole el paso, cerró la puerta de su casa. La siguió al trote, no tardó en alcanzarla.

—Lo siento mucho, ¿fue por la vejez?

—Todos mueren en algún momento—le interrumpió de cuajo—. Hablar de los muertos no es de buen gusto, si los rememoramos una y otra vez, ellos no podrán descansar en paz.

Ada guardó silencio, en Terrasylva no existía ninguna costumbre semejante, pero aquel respeto por la muerte parecía relacionarse con una tradición local. Volteó a observar su casa, consternada por pensar en lo que hubo de ocurrir antes de su llegada. Se detuvo, un peatón intransigente yacía frente a la casa de Ada postrado frente al portal. Ada, prefirió ignorarlo y caminó con más velocidad cuesta abajo.

—¿Por qué hacen eso? —preguntó, mientras Alessa procuraba seguirle el paso.

—¿Podrías ir un poco más lento? —le rogó la muchacha.

—Eres muy aburrida.

—¡Caminas demasiado rápido! —rebatió ella.

—Era por el bien del señor. Si me quedaba un segundo más, me iba a encargar de apedrearlo personalmente.

Horrorizada, la muchacha desvió su mirada en dirección al camino. Ada sintió culpa frente al miedo de la pequeña Alessa. Se acercó y le propinó un suave codazo.

—Lo siento, no quería asustarte.

—¿En Terrasylva apedrean a los fieles? —inquirió con terror—¡Morgana me libre de un infierno así!

—¡¿Qué?! No, no, no es así, lo juro—se defendió Ada—. Fue una expresión, nada más...

—¡¿Cómo puedes bromear con algo así?! —le recriminó, con su voz aún temblorosa—¡Eres cruel!

—Solo fue una expresión—insistió Ada.

—Apedrear religiosos me parece muy puntual como para ser una simple frase.

Asustada, Alessa tomó distancia y aceleró el paso, mientras Ada Cameron observaba estupefacta a su sensible amiga. Esta vez, ella quedó atrás con rapidez, pero no le costó seguir el paso de aquella muchacha. La pelirroja mantenía su mirada perdida en el suelo, como si buscara evitar a toda costa a su acompañante.

—Oye... creo que ya lo dije, pero lo lamento mucho—masculló la señorita Cameron, cansada de disculparse de forma cíclica—. En Terrasylva no apedreamos religiosos, o al menos yo nunca lo hice.

Alessa se detuvo y, consternada, suspiró ante la insistencia de su compañera.

—Yo... Lo sé, pero por un momento lo creí—respondió con pesar—. ¿Cómo es allá? Ya sabes, afuera, lejos de aquí.

—¿Terrasylva? Ni lo pienses, es un infierno de locos, histéricos y bichos gigantes, este pueblo me gusta más—se apresuró a contestar.

La muchacha sonrió al escuchar sus palabras y dejó escapar una alegre carcajada. En un pueblo tan apacible como ese, pensar en insectos gigantes y en histeria colectiva era demasiado surrealista.

—¿En verdad es tan peligroso? He buscado fotos y libros donde hablan de los Arklays, pero nunca he visto uno.

Los Arklays eran insectos colosales, similares a saltamontes, omnívoros.

—Que siga así, no son nada lindos—bromeó Ada.

—Sabes... Siempre he deseado salir de aquí, conocer nuevos lugares y, de ser posible, conseguir un hogar lejos de este agujero. Aunque, por lo visto, esos lujitos no son para las personas como yo.

—¿Y eso a qué viene? —inquirió su acompañante—Si quieres irte a revolcarte en el lodo con los mugrosos del norte, ve y hazlo, que nadie te diga lo contrario. Eso sí, ojo con la lluvia, dicen que deja quemaduras permanentes.

Alessa soltó una risotada ante el comentario predecible de su acompañante y, sin quitar su vista del camino, explicó sus motivos reales.

—Ahí fuera nos odian, no me sorprendería que me apedrearan solo por pensar distinto—masculló.

—Ah, pero los pensamientos no pueden saberse, al menos que andes gritando a los cuatro vientos que adoras a una deidad rara llamada Morgana—se burló Ada—. Por cierto, es la primera vez que escucho sobre esa diosa, quizá nadie la tome en serio.

—No busco llamar la atención por lo que creo, solo deseo poder hacer amigos sin que ellos piensen que los quiero convertir—admitió, justo antes de alzar su mirada en dirección a la iglesia frente al lago—. A estas alturas, Morgana es parte de mí, no puedo renunciar a ella.

—El mundo es libre, puedes hacer lo que quieras.

—Libre para ti, que no estás atada a ningún culto.

—Si no te gusta, entonces deberías dejarlo—le interrumpió Ada—. Puedes ser feliz por ti misma.

La pelirroja miró a su acompañante de reojo.

—No es tan fácil.

Ada tuvo la impresión de que Alessandra no estaba siendo sincera. Tampoco buscara que lo fuera. Si quería irse, podía hacerlo, el mundo no era violento con los religiosos, solo con los fanáticos. ¿Por qué ella pensaba que la sociedad era intolerante? Quizá tuviera algo de razón, después de todo, ciertas religiones estaban prohibidas. No obstante, no era su caso. El culto del pueblo era nuevo para ella, nunca antes había oído de él, era muy difícil que existiera algún antecedente negativo que los marginara.

Quizá, lo mejor era terminar el tema.

—Bueno, en eso tienes razón.

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