Ruber

El joven de cabello oscuro estaba inclinado sobre la parcela de tierra en la que tenía la obligación de trabajar. Luego de terminar de retirar las malas hierbas que rodeaban a los nuevos brotes, enderezó su torso sin abandonar la posición en cuclillas, y se pasó la mano por la frente para limpiarse el sudor.

Paseó su vista alrededor, donde otros hombres estaban haciendo lo mismo que él. A la distancia, podía oírse el sonido de los animales en el sector de los corrales mientras eran alimentados por algunas de las mujeres, ayudadas por las niñas de mayor edad.

Se puso de pie con un suspiro y  se limpió las manos cubiertas de polvo en sus pantalones de trabajo. Caminó unos metros en dirección a un área de descanso donde podía conseguir algo para hidratarse y se encontró allí a algunos niños varones que parecían estar en edad de comenzar a trabajar. Posiblemente en algunas semanas se sumarían a su familia en la zona de cultivos.

Observó el cielo, que comenzaba a ponerse de un tono lila, y se percató de que ya se acercaba la hora de regresar a casa. Inmediatamente después, su mirada se poso en las colinas negras al este, cubiertas de pequeñas viviendas, entre ellas, su propio hogar.

En su camino de regreso junto al resto de sus vecinos pensó en la rutina que adquiría la vida en Adhara. En cuanto tuvo la edad suficiente, su padre lo llevó a trabajar con él en los campos, y lo mismo sucedería en poco tiempo con su hermana. Ara comenzaría a acompañar a su madre a los corrales para cuidar a los animales de la comunidad.

Los bienes eran comunitarios, pero cada quien tenía el usufructo sobre su parcela y sus animales, se quedaban con una parte para su subsistencia y entregaban el resto a la sociedad, como contribución para el mantenimiento de los mayores que ya no eran capaces de trabajar.

Él todavía vivía con sus padres y colaboraba con ellos, pero ya pronto debería buscar una compañera y formar su propio hogar. Trabajaría para mantenerlo y tendría hijos, a quienes incorporaría a la vida del trabajo a su debido tiempo y, cuando fuera demasiado viejo como para subsistir por sí mismo, viviría de los aportes de la comunidad. Así era como todo funcionaba, ya sabía por adelantado lo que sucedería. ¿Aburrido? No sabía el significado de esa palabra, solo conocía aquella forma de vida.

Los únicos que tenían la chance de algo distinto eran los miembros de la milicia, pero no cualquiera podía serlo. Debía tenerse un fuerte entrenamiento físico, una enorme capacidad de resistencia y, especialmente, contactos entre los dirigentes de la Ciudad Capital. Él no tenía ninguna chance de estar allí, y estaba convencido de que tampoco le interesaría.

Mientras hacía su camino en dirección al pueblo, algo llamó su atención. Proveniente del norte, el sitio donde se encontraba la capital, cerca de la costa, pudo ver una luz resplandeciente de un color anaranjado brillante. Aquello parecía…

—¡¿Eso fue una explosión?! —preguntó asombrado uno de los jóvenes que iba a su lado.

Otro de ellos se limitó a asentir, azorado.

A la primera explosión le siguieron algunas más, que lograban ser divisadas en la lejanía debido a que el poblado se encontraba relativamente cerca del centro administrativo. Fueron seguidas por espesas cortinas de humo que se elevaban en lo alto del cielo. 

En el momento en que llegaron a las residencias, los representantes de la milicia estaban alterados, oteando el horizonte para intentar distinguir algo más. Los habitantes pudieron ver cómo trepaban más alto en las pequeñas cumbres, buscando un punto panorámico que les permitiera tener al menos algún atisbo de algo de lo que sucedía. 

Desde más arriba lograron vislumbrar de forma más completa el denso humo negro, el cual fue bruscamente apagado por algo que, de tanta altura que tuvo, pudo verse sin mayor inconveniente: una enorme muralla de agua que parecía avanzar desde el mar.

El joven se enteró de esto dado que alcanzó a oír a unos soldados hablando entre ellos. Tenía toda su atención puesta en sus palabras hasta que, de pronto, sintió una mano colándose dentro de la suya, en búsqueda de su protección.

—Ruber…

Oyó el murmullo proveniente de una suave y trémula voz situada a su lado. Se giró hacia Ara y pudo ver reflejado en sus ojos rojos un temor creciente.

—Me he demorado en camino a casa viendo qué sucedía y cuando me volteé, nuestros padres ya no estaban.

—¿Por qué no continuaste hacia allá sola? —murmuró el joven.

—Me asusté —susurró su hermana menor, sin dejarle más chance que apartar su atención a regañadientes de los militares y regresar a su hogar junto con ella.

Una vez allí, se dispusieron a recobrar su energía. Todos los habitantes de Adhara debían cumplir dos etapas para recuperarse luego de un día de trabajo y quedar así en condiciones de afrontar el día siguiente. La primera era tener una buena alimentación. La segunda, la recarga energética.

Luego de cenar, Ruber se dirigió a su pequeña habitación de descanso, donde había un colchón suave y mullido, con un agujero en la mitad. Se desnudó y se recostó sobre él, cubriéndose con una manta. Procuró que el espacio vacío quedara justo sobre la parte final de su columna y respiró profundo. Al momento de cerrar los ojos, sintió cómo las ondas se liberaban de él.

Todos los adharenses tenían ondas como las suyas. Eran unas pequeñas ramificaciones de su sistema nervioso que salían a través de la piel de la parte baja de su espalda, en un sitio entre el coxis y el perineo. Recordaban a las raíces de los árboles cada vez que se tenía la posibilidad de ver cómo se internaban en la plataforma oscura que se elevaba debajo del colchón, la cual estaba construida con la misma piedra de la que estaban hechas las montañas sobre las que se localizaban los poblados: ónix

Cuando Ruber abandonó su casa a la mañana siguiente, notó mucho movimiento en el lugar. Los militares corrían de un lado al otro en plenos preparativos para partir hacia la ciudad capital. En su camino hacia las plantaciones, oyó algunos comentarios que hablaban acerca de la llegada de invasores, justificando de ese modo que llamaran a los soldados de todas las ciudades de los alrededores. Oyó murmuraciones que hablaban acerca de unos seres muy extraños, cuyos pies eran diferentes por tener membranas entre los dedos, y poseían unos ojos tan azules y profundos como los océanos que rodeaban la tierra.

El joven procuró no oír las habladurías y centrarse en su trabajo, algo difícil de realizar cuando solo percibía murmullos y susurros a su alrededor, desconcentrándolo. Debido a ello, olvidó en el acceso a los campos algunas de las herramientas que necesitaba, por lo que se apresuró a regresar por ellas.

Avanzó entre sus compañeros hasta alcanzar el sendero bordeado de árboles que marcaba el ingreso hacia el área de trabajo y, mientras recogía los utensilios, una joven mujer apareció desde detrás de los troncos. De belleza deslumbrante, piel resplandeciente, cabello rojizo y unos hipnóticos ojos ámbar. 

Mientras ella se le acercaba manteniendo la vista fija en él, Ruber no pudo evitar quedarse estático en su sitio. Una mezcla de temor e intriga lo abrumaron. Resultaba evidente que aquella desconocida no era de la zona debido al aspecto de sus ojos. Donde todos los residentes tenían ojos carmesí, el brillo amarillento de los de ella contrastaba visiblemente. Lo mismo sucedía con su piel; la de quienes vivían en Adhara y trabajaban diariamente bajo la luz del sol tenía un tono más oscuro que la de aquella joven, que de tan pálida hubiera podido pasar por transparente si la luz que la tocaba no la hiciera despedir unos suaves brillos, como si tuviese pequeños fragmentos de piedras preciosas incrustados sobre ella.

Inmovilizado por la presencia de aquella mujer, no reaccionó hasta que la tuvo justo a su lado, su profunda voz vibrando a través del aire al dirigirse a él.

—Buenos días, Ruber.

Sus ojos se abrieron ampliamente al oírla llamarlo por su nombre. No la había visto nunca en su vida, ¿cómo era posible que supiera quién era? Casi como su fuera consciente de lo que se cruzaba por su cabeza, se apresuró a responder.

—Es posible que no me conozcas, pero yo sí sé acerca de ti. Mi nombre es Vatis y he venido desde muy lejos a hablar contigo. Soy Hija del Fuego, proveniente de Agní, y he sido enviada hasta aquí para revelarte algunas cosas que pueden ser de vital importancia.

—¿Son ustedes los que están destruyendo nuestras ciudades y asentamientos? —cuestionó algo asustado, recibiendo por respuesta una efusiva negación con la cabeza.

—No. Si bien es cierto que todos hemos sido alguna vez hijos del mismo suelo, tanto los habitantes de Agní como los de Vahini, quienes son sus visitantes no deseados, hemos sido expulsados de aquí, debiendo retirarnos a otras áreas.

—¿Cómo que expulsados? ¿Por quién?

—Por ustedes, Ruber. Es por eso que los Hijos del Agua están aquí, para reclamar lo que una vez ha sido suyo.

—Eso no es posible. Nosotros somos una población pacífica, no nos agrada la guerra ni el conflicto.

La mujer que se había presentado a sí misma como Vatis le dirigió una sonrisa enigmática.

—Tal vez ahora sea así, pero hace miles de años las cosas fueron diferentes. Tu gente nos atacó y nos dominó, forzándonos a abandonar todo lo que conocíamos, y aventurarnos hacia lugares deshabitados. Hoy, quienes fueron exiliados a Vahini han regresado a reclamar su derecho sobre Adhara y solo tú serás capaz de salvarlos.

—¡¿Yo?! —se alarmó Ruber.

—Así es. El éxito o el fracaso en tu búsqueda decidirán el destino de quienes te rodean. Pero no estarás solo. Yo te ayudaré a obtener lo que todos ustedes necesitan.

—¿Lo qué necesitamos? ¿Una búsqueda? ¿De qué estás hablando?

—Tranquilo, todas las explicaciones llegarán en el momento debido. Por ahora, solo he venido a advertirte que pronto la lucha por la supervivencia se volverá implacable, los entrenados en la milicia no serán suficientes y mandarán a buscar al resto de los hombres. Cuando eso suceda, será señal de que nuestro camino comienza.

Tras decir aquello, se alejó de él, desapareciendo entre los árboles. Ruber recogió las herramientas que había dejado caer al suelo y regresó sobre sus pasos, internándose en los campos de cultivo. Se dijo a sí mismo que aquella mujer estaba demente. Procuró evitar pensar en la mirada que le había dirigido, la cual le había parecido muy lúcida, y en el humo de las explosiones que veía aparecer entre las montañas.

Pasaron un par de días sin grandes cambios mientras las noticias corrían por el poblado. Al parecer, aunque las milicias ofrecían algo de resistencia, las fuerzas invasoras conseguían superarlos. A pesar de que los habitantes intentaban continuar con su rutina, la excitación y el miedo eran fácilmente palpables en el ambiente.

Luego de una pesada jornada laboral, Ruber y sus compañeros se acercaban al pueblo cuando fueron interceptados por un mensajero. Tal y como lo había predicho aquella extraña mujer, desde la capital estaban llamando a todos los hombres para sumarse al combate, sin importar que tuvieran o no preparación previa.

El sitio se vio pronto envuelto en el caos, resultado de los preparativos para la partida, la cual se produciría al día siguiente, combinados con el temor de aquellos que se sentían enviados al matadero y la angustia de sus familias, que se quedarían a la espera de noticias, rogando para que sus seres amados regresaran a su lado.

Ruber sintió un pánico paralizante. ¿Realmente creían que él podría hacerlo? Jamás en su vida había tocado un arma ni había luchado. Apenas había discutido con alguien en alguna oportunidad. Sentía pocas esperanzas de salir victorioso de algo como aquello.

Mientras se sostenía a sí mismo en el área de cocina dentro de su casa, intentando juntar la fortaleza que sentía que le faltaba, oía el llanto de su madre y su hermana en la habitación de al lado, mezclándose con el mismo sonido procedente de las casas vecinas y alguna ocasional explosión en la distancia.

Se sobresaltó cuando una figura se asomó por su ventana, haciéndole un gesto para que saliera. Debió mirar dos veces antes de que el cabello rojizo se le hiciera familiar y decidiera obedecer a su pedido, encontrando a la mujer en la parte trasera de su casa.

—Tenías razón.

Aquello fue lo que Ruber se apresuró a decir en cuanto estuvo junto a Vatis. Ella solo asintió, sabía perfectamente que él estaba hablando acerca del llamado a la batalla.

—Lo sé, y por esa razón estoy aquí. Debes venir conmigo.

Sin esperar, lo tomó de la mano y procuró arrastrarlo con ella, algo a lo que él no estaba dispuesto. Usó toda su fuerza para permanecer clavado al piso, ocasionando que ella se llevara las manos a la cadera y lo mirara algo molesta.

—Que hayas acertado con el llamado no quiere decir nada. ¿Por qué quieres que me vaya contigo? ¿Adónde?

—A las Montañas Rojas.

Ruber la contempló un momento, sin entender de lo que estaba hablando.

—Allí está su única salvación —afirmó la mujer—. En una de esas montañas se oculta una piedra que les dará más energía de la que jamás hayan podido imaginar. Si se recargan con ella, serán capaces de enfrentarse a los Hijos del Agua de forma más efectiva que hasta ahora.

El joven se alejó varios pasos, negando con la cabeza. Una vez más, no lograba dejar de pensar en que aquella mujer estaba loca; la energía de quienes vivían en Adhara se recargaba con aquella roca oscura que conocían como ónix, todos lo sabían y así se lo recordó a ella, quien comenzó a hablarle como quien se dirige a un niño.

—¿Por qué crees entonces que tus ojos son rojos? —le refutó—. Yo tengo ojos amarillos, ¿lo has notado? —preguntó, acercándose a él y mostrándole sus propios iris, que parecían brillar con la luz del atardecer—. Si mi gente, los que venimos de Agní, nos alimentamos de cuarzo citrino y tenemos mirada de color amarillo. Si quienes vienen de Vahini, del reino de las aguas, lo hacen de piedras marinas y tienen ojos de un color azul profudo. ¿Por qué los de ustedes no son negros como la noche si están naturalmente destinados a alimentarse de esta piedra oscura? ¿Por qué son, en cambio, de un rojo brillante?

Ruber fijó su mirada en la mujer, quien se había acercado más a él y le hablaba con vehemencia.

—Yo te diré por qué. Es porque este no es su alimento real. Les permite sobrevivir el día, sí, pero no libera en realidad todo su potencial. El verdadero, el que necesitan, se encuentra bajo tierra, debajo de las Montañas Rojas, en nuestro territorio. Aquel al que fuimos expulsados por ustedes hace tanto tiempo.

—Lo que dices no puede ser verdad. ¿Cómo es posible que si esta maravillosa piedra se encuentra allí nosotros le hayamos dado la espalda, desaprovechándola?

—Porque tu gente no sabe de ella, y tampoco nos dieron la oportunidad de revelarles su existencia antes de expulsarnos de aquí. Durante un tiempo estuvimos demasiado enfadados como para hacer algo al respecto, pero decidimos que ya era momento de mostrarles su ubicación.

—¿Y justo ahora deciden contactarnos? Me resulta sospechoso.

—Es que si los Hijos del Agua tienen éxito, nosotros también nos veremos perjudicados. Esta piedra es su única oportunidad de defenderse de ellos. El ónix que usan actualmente los obliga a alimentarse de su energía todas las noches y durante mucho tiempo para que resulte efectivo. Si en una ocasión no lo hacen, ya sienten las consecuencias el mismo día siguiente. Sienten sus fuerzas flaquear y acaban enfermando. A nosotros eso no nos sucede, y definitivamente tampoco a los invasores. Necesitan esto para derrotarlos. Necesitan nuestra ayuda.

Ella alargó el brazo hacia él una vez más, quien la miraba reticente.

—¿Por qué yo? —preguntó finalmente.

—Porque eres la persona elegida. Naciste para cumplir este rol, esta es tu función, serás el salvador. Tu nombre marca tu destino, Ruber. —Él la miraba sin comprender, hasta que ella tiró suavemente del brazo de él para acercarlo. El joven se dejó mover sin oponer resistencia. Cuando tuvo su oído pegado a la boca de Valitis ella susurró—. Esta piedra de la que te hablo, Ruber, se llama rubí. 

  

Luego de aquella revelación, el muchacho no pudo más que acceder a irse con ella, pero acordaron que lo harían una vez que la familia de él se hubiera dormido. De esa manera, podría preparar sus pertenencias como si fuera a partir hacia la batalla.

Él insinuó que podría aprovechar a conectarse en el ónix por un rato, pero ella no se lo permitió.

—Sé cómo funciona esa piedra para ustedes, no lograrás despertar cuando lo hagas y no podremos marcharnos. No puedes hacerlo.

—Pero si no lo hago, no resistiré todo el viaje.

—No te preocupes, yo me ocuparé de eso —había afirmado ella, y vaya si lo había hecho.

Al parecer, los cuerpos de seguridad contaban con cierta tecnología desconocida para Ruber pero no para Vatis, quien no explicó dónde la había conseguido exactamente. Cuando se pusieron en marcha, ella le entregó algo para que lo llevara entre sus cosas. Al principio había creído que era un cinturón, pero al verlo con más cuidado notó que tenía espacio para pasar las piernas, convirtiéndolo en una especie de pantalón muy corto que tenía cosido en la parte interna un camino de ónix. No demoró en comprender su función, sin necesidad de que ella le explicara: cuando se lo pusiera, podría liberar sus ondas y alimentarse durante el viaje en algún momento de descanso. Con seguridad no sería lo más confortable del mundo, pero lograría hacer el camino que ella le pedía sin desfallecer en el intento.

Comenzaron a caminar juntos, aprovechando el velo que la noche les ofrecía para escabullirse sin ser vistos. Cuanto más se alejaban del poblado, la vegetación se volvía más abundante , señal de que se alejaban de toda la civilización que Ruber había conocido alguna vez.

—Vamos hacia el oeste —le informó la mujer luego de su pregunta—. Hacia mi tierra.

Las horas pasaron, el sol salió y ellos continuaron avanzando un poco más, de forma algo más lenta, mientras esquivaban las gruesas raíces de los árboles, los anchos troncos y el espeso follaje. Ruber seguía a Vatis como un autómata, aunque en algunos momentos, cuando caía en la cuenta de qué tan lejos se encontraba de casa, no podía evitar preguntarse en qué había estado pensando cuando decidió aceptar todo aquello. Después de todo, él era solo un hombre. ¿Qué podría hacer en realidad para poder salvar a una raza entera de la aniquilación? ¿Qué garantías tenía de que lo que decía aquella mujer era cierto? Solo era una historia acerca del color de los ojos. Algo desanimado y desconfiado, continuó viaje, porque ya se había alejado bastante de su pueblo.

Para las primeras horas de la tarde, la pelirroja se volteó hacia él y notó que avanzaba prácticamente dando tumbos, algo encorvado y sosteniéndose de cada tronco que se cruzaba en su camino. Estaba un poco pálido, con ojeras debajo de sus ojos. Ella supo inmediatamente lo que le sucedía, necesitaba obtener algo más de energía. Le propuso que hicieran un breve descanso para sentarse y comer algo, luego seguirían viaje. Sin embargo, no tendría tiempo de utilizar su preciada ropa cubierta de ónix, la cual por aquel entonces Ruber anhelaba, hasta que fuese de noche y se dispusieran a descansar.

Vatis le indicó que permaneciera junto al camino en que se encontraban mientras ella se alejaba un poco para traer algo de agua. Él se quedó sentado sobre la hierba con la espalda recostada sobre el tronco de un enorme árbol durante un lapso de aproximadamente quince minutos. Luego de no tener noticias de ella, se preguntó si se trataría de una trampa. Pensó que quizás ella lo hubiera dejado abandonado allí intencionalmente.

Se puso de pie, sintiéndose extenuado, y se movió unos metros. A través del sonido del viento meciendo las ramas pudo oír el rumor del agua corriendo. Decidió dirigirse en aquella dirección, persiguiendo el líquido que tanta falta le hacía.

Cuando podía precisar por la intensidad del ruido que no faltaba demasiado para alcanzar lo que él suponía sería un arroyo, se detuvo, sobresaltado. Frente a él, en mitad del camino, había una criatura alargada, de piel escamosa y sin ningún tipo de patas, que lo observaba con ojos brillantes y de pupila vertical.

Su primer instinto fue huir de allí, pero, dando un paso al frente, se percató de que el animal estaba enrollado. Su cuerpo daba vuelta sobre sí mismo tres veces y media, esta última utilizada para poder reposar con mayor comodidad su cabeza triangular sobre el resto de su cuerpo. Pudo notar que, a pesar de que su mirada apuntaba en aquella dirección, en realidad no lo estaba observando, sino que parecía estar como ausente. Como si estuviese durmiendo con los ojos abiertos.

Ruber permaneció algún tiempo mirando a aquella criatura mientras la envidiaba en cierto punto. ¡Qué agradable sería si él también pudiese descansar un poco! Pronto, todo su cansancio pareció evaporarse en el momento exacto en que oyó un rugido proveniente de su espalda.

Se giró velozmente para encontrar a otro animal a algunos metros de sí, uno inmenso, de color claro y con abundante pelo alrededor de la cabeza. Mientras lo miraba, gruñía mostrando unos enormes colmillos. A pesar de no haber visto nunca algo así con anterioridad, supo exactamente de qué se trataba en cuanto lo divisó, era un simha, y su presencia allí implicaba que tenía los minutos contados. Los rumores en Adhara afirmaban que si alguien se encontraba cara a cara con uno de ellos, no saldría con vida. 

El simha comenzó a avanzar en su dirección mientras él intentaba retroceder. Al chocar de espalda con un tronco, se preguntó si ya sería momento de salir huyendo de allí. ¿Sería útil intentar esconderse en medio de la selva?

Cuando el animal, cada vez más cerca, rugió otra vez, no pudo evitar que el pánico lo dominara y lo llevara a gritar. Aparentemente, aquello no le agradó a la bestia, porque aceleró su paso, luciendo amenazante. Justo en el momento en que Ruber perdía toda esperanza, un grito femenino atrajo su atención.

Vatis apareció frente a él, descolgándose de un árbol, y se acomodó ante el simha. Ella murmuró unas palabras desconocidas hacia el animal y este detuvo su marcha, mirándola. De pronto, varios cráteres se abrieron en el suelo en lugares clave alrededor de la bestia, que miraba a su alrededor, desorientada. De aquellos agujeros en la tierra comenzó a brotar un humo blanco, similar al que surgía de las ollas cuando se  calentaba la comida.

El animal retrocedió unos pocos pasos, aún reticente a irse. Cuando de uno de los cráteres surgió un enorme chorro de agua, expulsado hacia la superficie y rodeado de vapor, él se alejó por lo menos dos metros. Lo mismo sucedió con otro cráter ubicado un poco más a la izquierda que el primero; luego, con otro, y uno más. El animal, aterrorizado, se escapó del lugar.

Cuando se vieron libres de peligro, Vatis suspiró y relajó los hombros. Luego, se volteó y miró a Ruber con fiereza.

—Te dije que te quedaras allí. ¿Qué estás haciendo en este lugar?

—Creí que me habías abandonado —murmuró él, aún asustado.

—¡Pero si me fui por poco tiempo!

—Buscaba agua.

—¿Por qué te quedaste aquí parado entonces? ¿Acaso no oyes cómo corre el agua a pocos metros de aquí? Estaba justamente en ese lugar, llenando esto —le dijo, mostrándole dos cantimploras. Le arrojó una y él la atrapó con destreza.

—Sí, lo oí. Pero me detuve mirando eso —agregó, señalando hacia al animal que continuaba durmiendo en mitad del camino, como si no se hubiera enterado de nada de lo que había sucedido allí.

La mujer se aproximó y lo contempló.

—Eso es una sarpa.

Aquello fue todo lo que dijo antes de hacerle una seña para que se alejaran juntos de aquel lugar. Lo bueno de aquel percance fue que, luego de lo asustado que había estado, Ruber ya no tenía ganas de detenerse a descansar, por lo que continuaron avanzando hasta que llegó el atardecer.

La caída del sol los encontró, según lo que dijo la joven mujer, cerca de la salida de la selva, de hecho, ya había disminuido bastante la espesura de la vegetación.

Vatis indicó el lugar sobre el que descansarían y juntos comenzaron a recoger hojas secas y ramas para hacer un pequeño fuego que no pusiera en riesgo los árboles. Una vez que lo acomodaron, ella apuntó el montón de madera sobre el suelo y, poco después, una llama encendió la fogata.

Comieron algunos de los alimentos que ella había traído para el viaje, al parecer obtenidos en el poblado del que habían partido, e inmediatamente después, Ruber se refugió detrás de unos arbustos para quitarse su ropa y ponerse en su lugar el pantaloncillo con ónix.

Una vez que se hubo acomodado en el sitio en el que pasaría la noche, se relajó y permitió que sus ondas fluyeran con libertad, alimentándose de la energía que le proveía la piedra. Vatis, por su parte, descansó por breves lapsos de tiempo, pasando, en cambio, la mayor parte de la noche vigilando. Se consoló pensando que, de cualquier manera, ya pronto estaría en casa.

El día siguiente transcurrió mucho más tranquilo que el anterior, sin contratiempos. La vegetación se fue haciendo cada vez más espaciada, baja y reseca, hasta que, de pronto, pareció desaparecer, dando paso a grandes extensiones de llanura de pastos cortos

Continuaron el camino por allí, y aquella planicie verde se fue convirtiendo en un terreno cada vez más árido, con césped más reseco y amarillento, y la vista de algunas montañas en el horizonte. En un momento determinado, en lo que Ruber estimaba que sería media mañana, Vatis se detuvo, miró a su alrededor y suspiro sonoramente.

—Acabamos de dejar las tierras de Adhara —reveló en voz suave y satisfecha—. Bienvenido a Agní.

A medida que caminaban en dirección a aquellas montañas que se veían a la distancia, la tierra comenzaba a tomar tonalidades rojizas, al igual que las cumbres, las cuales, aunque había creído que estaban a una distancia considerable, lograron alcanzar a finales de la tarde.

Una vez que se encontraron lo suficientemente cerca como para tocar las Montañas Rojas, su compañera lo hizo bordearlas hasta alcanzar un punto que, según dijo, era el ingreso al mundo subterráneo. Se aventuraron dentro de una cueva oscura y, en medio de las tinieblas, la mujer extendió una de sus manos frente a ellos, haciendo crecer una llama sobre la misma, iluminando el recinto.

Con un gesto de la mano que tenía libre, le indicó al joven que la siguiera y juntos se adentraron un poco más. Descendieron varios metros por una escalera irregular y empinada hasta que alcanzaron un sector mucho más amplio. Ella se movió por delante, marcando el rumbo directo hacia una parte de la caverna donde el fuego rebotaba sobre las paredes, regresando un llamativo destello.

Ruber tardó varios minutos en acostumbrar sus ojos a la oscuridad, pero cuando finalmente lo hizo, no daba crédito a lo que veía. Dentro de aquel lugar, justo debajo de las montañas rojizas, las paredes eran de una piedra brillante y carmesí.

Se acercó a uno de los muros y posó su mano sobre él, palpando y golpeando la superficie. Se sentía fría y muy dura al tacto.

—Es rubí, una de las piedras más resistentes que se pueden encontrar.

Ella se acercó a uno de los laterales y tomó un pequeño farol, el cual encendió. Fue avanzando alrededor del recinto, repitiendo la operación hasta que nueve lámparas iluminaban el lugar en su totalidad. Ruber pudo ver que el suelo, que había percibió fresco y resistente, estaba hecho de la misma piedra roja.

—Sé que estás cansado. ¿Por qué no aprovechas y compruebas que todo lo que te he dicho acerca de esta piedra es cierto?

Sin darle tiempo a responder, Vatis se retiró en dirección a la escalera, dejando al joven solo allí abajo. Mientras lo hacía, le aseguró que estaría en la parte superior.

Él se desnudó y se dejó caer sobre el suelo, relajándose y permitiendo que las ondas salieran por la parte baja de su espalda, enterrándose en aquella piedra rojiza sobre la que estaba apoyado.

Quedó enormemente sorprendido cuando, tras diez minutos de exposición energética al rubí, se notó no solo revitalizado, sino mucho más fuerte de lo que se había sentido alguna vez en la vida. Sin poder creerlo, se desconectó, se vistió y subió al sitio en que lo esperaba Vatis. Se acercó a ella, mirándola anonadado.

—¿Ya está? —preguntó ella. Cuando él se limitó a asentir con la cabeza, incapaz de hablar, ella solo sonrió—. ¿Ahora me crees lo que te digo? Esto es lo que necesitan.

Dedicaron el resto de la tarde a extraer parte del rubí y cortarlo en algunos fragmentos más chicos y transportables. Luego, tras cenar algo, se fueron a descansar.

Cuando amaneció, Ruber despertó y se encontró solo en la cueva, y aunque buscó a su compañera por todos lados, no pudo hallarla. Revisó sus cosas, todo estaba allí, junto a una nueva bolsa en la que había más pantalones cortos como el que había usado con el ónix, solo que esa vez el interior estaba recubierto por algunas filas de rubíes. Tenía también algo de comida y una nota en la que Vatis le decía que debía regresar a Adhara, dirigirse a la capital y cumplir su destino: salvar a su gente de la invasión. Los Hijos de la Tierra dependían de él, y no podía fallarles.

Algo temeroso de hacer el camino de vuelta por sí mismo, y además con peso extra, acomodó sus bártulos y se dispuso a salir. Se sorprendió al darse cuenta de que podía llevar todo aquello mucho más fácilmente que lo que llevaba algunas cargas de su trabajo, que debían pesar lo mismo. Para su desconcierto, encontró que le resultaba más sencillo orientarse para regresar e incluso se cansaba mucho menos. Para el final del día, aún le quedaban fuerzas para continuar. De cualquier manera, decidió parar a descansar hasta que volviera a haber luz ya que, sin su compañera del viaje anterior, carecía de fuego.

A pesar de que aún se sentía algo intimidado por la abundante vegetación de aquella selva que había recorrido en su viaje de ida, notó que, de forma algo extraña, ya no sentía tanto miedo.

En cuanto la nueva luz iluminó el cielo, Ruber se despertó y reanudó su camino. No había vuelto a cargar su energía en el rubí y, aún así, se sentía estupendamente. También el viaje iba totalmente encaminado, en especial con su nuevo sentido de la orientación. Al menos hasta que volvió a cruzar su camino con la sarpa.

La vio justo al lado del sendero, cercana al tronco de un árbol, enrollada igual que la primera vez. No estaba seguro de si sería la misma o no, pero lucía muy similar. Creyó que estaba dormida, sin embargo, cuando se acercó un poco más a ella, el animal alzó la cabeza y centró sus penetrantes ojos amarillos sobre él, emitiendo un silbido y sacando su lengua al exterior repetidamente.

Poco a poco desarmó su posición, retrocediendo sobre sí misma, para luego comenzar a trepar el tronco del árbol que se encontraba tras ella, enredándose alrededor de él en forma de espiral hasta quedar completamente extendida, con su cabeza colocada sobre una rama.

Debió desviar su vista de la sarpa y aquella posición que se le hacía tan incómoda cuando, al igual que en la ocasión anterior, un simha se apareció ante él.

Su primera reacción fue de temor, pero un sonido sibilante cerca de su cabeza, proveniente del árbol, le hizo considerar las cosas de manera distinta. Notó que su instinto en aquella ocasión ya no era huir, sino enfrentar a aquella bestia frente a él, que lo miraba enseñando los colmillos y rugiendo.

Ruber recordó la serenidad con la que había actuado Vatis y procuró imitarla. Se dijo a sí mismo que era capaz de vencer en aquella ocasión, que saldría con vida de la situación. Cerró los ojos, pensando en qué podría hacer, y sintió de pronto una conexión con la naturaleza que lo rodeaba, como si la tierra murmurase junto a su oído “úsame, yo puedo ayudarte”.

Decidido a hacerle caso, se concentró en lo que intentaba lograr, y el instinto tomó el control. La tierra comenzó a temblar en el lugar donde el simha se encontraba, desestabilizándolo, mientras que los árboles extraían sus raíces, dirigiéndolas hacia el animal de forma amenazadora.

La bestia, completamente atemorizada, se alejó de allí a toda la velocidad que sus piernas se lo permitieron, y Ruber, quien apenas podía creer lo que acababa de pasar, se volteó para mirar el árbol donde unos momentos antes se encontraba la sarpa. Estaba vacío.

Cuando Ruber ingresó a la ciudad capital, se desesperó ante la imagen que recibió. La mayoría de los edificios estaban rotos y les faltaban pedazos, los caminos estaban destrozados, y las plantas y árboles que decoraban la ciudad estaban muertos. En cuanto los observó en mayor detalle detectó la causa de su muerte: se habían ahogado, producto de haber recibido demasiada agua. Las marcas dejadas en la pared por las constantes inundaciones que habían tenido lugar durante la última semana se lo terminaron de confirmar. Al parecer, los Hijos del Agua se estaban tomando muy en serio su invasión.

Avanzó por las calles de la desolada ciudad, viendo la destrucción a su paso, y sintió una mezcla de furia y dolor crecer en su interior, potenciada por los cuerpos de aquellos que habían muerto durante los ataques.

En su recorrido, se cruzó con un grupo de soldados que estaban evaluando los daños, aprovechando un momento en que los atacantes habían tomado un descanso. Al verlo, se acercaron a él, algo desconfiados por su presencia en aquel lugar. Luego, al descubrir que era uno de los suyos, se enfadaron al creer que había escapado a su obligación de proteger a sus hermanos.

Fue llevado por la fuerza al cuartel donde se encontraban recluidos los profesionales de la milicia y todos aquellos pobres hombres que habían acudido en su ayuda. Lo arrastraron junto con sus cosas hasta llevarlo a una oficina oscura, donde se enfrentó a un hombre que se veía temible e imponente, aunque con el rostro cansado.

Descubrió luego que aquel era quien estaba a cargo de la defensa, y debió darle muchas explicaciones por su huida. Cuando llegó a la mención a la piedra roja, el hombre no le creyó.

—Le juro que es la verdad, señor. Esta piedra no se parece a nada que hayamos visto antes. Actúa tan rápidamente que casi parece magia. Yo mismo lo experimenté, hizo por mí en diez minutos lo que el ónix no logra en una noche entera.

Tras una constante insistencia, rebatida de muchas formas diferentes, el militar accedió, finalmente, a probar aquella “maravilla” de la que Ruber tanto hablaba. Se calzó para ello uno de los pantalones cortos recubiertos en su interior por la piedra en cuestión y se relajó sobre el suelo.

Una vez que hubo verificado el abrumador resultado del rubí, la noticia de que un hombre acababa de llegar sosteniendo que poseía la clave para vencer a los habitantes de Vahini se esparció como pólvora por el cuartel. Los pocos pantalones cubiertos de rubíes que había fueron repartidos entre todos los presentes durante el transcurso de la noche, lo cual no fue un problema dado que todos se sentían completamente repuestos luego de un corto período de tiempo de usarlos.

Mientras los soldados hacían aquello, Ruber le explicaba a un asombrado general lo que había sido capaz de hacer una vez que hubo utilizado el rubí, algo que nunca antes había visto hacer a ningún otro habitante de Adhara.

Dispuestos a verificar si con los demás sucedía lo mismo, aprovecharon la noche para hacer unas leves prácticas, descubriendo que, gracias al uso de la piedra, todos ellos eran capaces de hacer temblar la tierra. Algunos, incluso, lograban resquebrajar paredes.

Para el momento en que la noche acabó, los Hijos de la Tierra tenían una nueva confianza que no habían experimentado desde que aquel ataque comenzara, y se apresuraron a aguardar en las calles la llegada de sus oponentes, como venía sucediendo todas las mañanas desde hacía una semana.

En cuanto el sol brilló con esplendor en lo alto del cielo, un grupo de hombres apareció ante ellos, accediendo a la superficie desde las aguas. Todos ellos tenían manos y pies planos, unidos por una membrana; unas hendiduras en el cuello, que se movían tanto cuando hablaban como cuando respiraban; como así también unos temibles ojos azules.

—Hijos de la Tierra —clamó el hombre-anfibio que se colocó al frente de aquel enorme batallón—, ¿están listos para rendirse? Solo queremos que nos devuelvan lo que es nuestro, el derecho sobre esta tierra. Cuanto antes lo hagan, menos de ustedes morirán.

Ante la violenta negativa de los habitantes de Adhara, se desató un caos de una magnitud tal que parecía a punto de derrumbar lo que quedaba de las ciudades. Los hombres de Vahini comenzaron arrojando unos artefactos que, al entrar en contacto con el suelo, explotaban, destruyendo lo que encontraran a su paso, fuesen edificios o personas. Varios focos de incendio comenzaron, arrancando pedazos a las construcciones ya abandonadas tras la evacuación de cientos de familias y elevando un humo denso e intoxicante que se llegaba a ver a la distancia debido a la altura que alcanzaba.

Varios de los atacantes amagaron hacer un gesto que generó que las aguas del mar comenzaran a elevarse. Sin embargo, no lograron demasiado con ello, dado que quienes se encontraban defendiéndose hicieron temblar la tierra bajo sus pies, ocasionando que perdieran el equilibrio y se aflojaran partes de los edificios que los rodeaban, que al caer dejaban fuera de combate a varios de ellos. De esa forma, evitaron que consiguieran lo que buscaban.

Otros lograron aprovechar los pocos árboles que permanecían con vida para hacer que sus raíces agredieran y ahorcaran a sus enemigos, mientras que sus ramas los arrojaban fuera de su alcance, golpeándolos contra las construcciones.

Aquella defensa tomó por sorpresa a los Hijos del Agua, quienes intentaron escapar. Pero algunos de los locales, aquellos que resultaron más poderosos y con mejores reflejos, consiguieron partir algunos sectores de la tierra a la mitad, haciendo que muchos de los atacantes cayeran en el enorme agujero, con destino desconocido.

Quienes se encontraban a cargo de la operación intentaron inundar la ciudad una vez más, aprovechando la distracción de los hombres frente a ellos. Aunque no contaban con Ruber, quien en aquel momento se encontraba libre y, tras percibir sus intenciones, permitió que fuese su instinto quien tomara las riendas una vez más.

Se concentró intensamente, mientras el suelo frente a él comenzaba a levantarse cada vez más alto, rivalizando con la ola que se avecinaba y creando un muro de contención para el agua, frustrando de esa manera el intento de inundación. Pero no se limitó a ello, la tierra alrededor de estas nuevas montañas no solo temblaba sino que también se hundía, atrapando a muchos de los que buscaban atacarlos.

Cuando un enorme edificio se desplomó como consecuencia de los terremotos y aplastó una enorme cantidad de invasores, incluidos los dirigentes principales de Vahini, quienes aún seguían con vida huyeron aterrados de allí.

Los festejos en Adhara se vieron empañados debido a todas las vidas que se habían perdido y por la destrucción masiva de varios asentamientos. Sin embargo, los agradecimientos hacia Ruber fueron efusivos, en especial cuando, un par de jornadas más tarde, una delegación proveniente de Agní arribó a la ciudad capital, proponiendo un acuerdo. Querían trazar una nueva delimitación de fronteras que le diera a los habitantes de Adhara acceso a los yacimientos de rubíes.

El acuerdo fue firmado, la cooperación entre ambos pueblos, cortada por miles de años, se reanudó, y los Hijos de la Tierra descubrieron que eran mucho más capaces de protegerse a sí mismos de lo que habían creído. Las armas dejaron de ser necesarias para protegerse en caso de nuevas invasiones. Y a los Hijos del Agua nunca se les ocurrió regresar otra vez para reclamar sus derechos, permitiendo de esa manera que la paz reinara en Adhara durante miles de años más.

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