ONE SHOT
ROTUNDO SECRETO MORTAL
Desde que quedé viudo, realizo el ritual.
Recuerdo haber estado emocionado mientras la veía caminar hacia mí. Faltaban segundos para llegar al altar y finalmente reclamarla como esposa.
Las lágrimas se me iban saliendo una a una por la emoción; al parecer ella sí podía sonreír, en lugar de temer que algo saliera mal.
Entonces vi el frondoso ramo de rosas. Lo raro fue que ni siquiera llegó con ese ramo al altar, sino con otro muy distinto: de pálidos claveles.
Quise preguntarle, pues tenía dudas, que me tuve que callar. Era el mejor día de mi vida, y no podía "descolocarlo" con algo tan insignificante como unas preguntas acerca del ramo.
Por ello, nadie supo sobre mi incomodidad.
Hasta que llegó la luna de miel. Justo en esa precisa noche, que creía quedarme junto a ella para descansar.
Entendí que no iba a ser así cuando la vi muy sigilosa, callada, rara y bien vestida, saliendo por la puerta principal, sin siquiera avisar o dejarme una nota cerca, como acostumbrabamos.
Un lado de mí, decía: “No te preocupes, no es como si no fuera a regresar jamás”, mientras el opuesto, cuestionaba: “¿Adónde rayos va?”.
Quise permanecer dormido; en cama. Pero la conciencia me lo impedía, estaba intranquila, y me mantenía incapaz de recuperar el sueño. La curiosidad e incertidumbre me atacaba haciéndome millones de ideas una y otra vez.
Ese fue suficiente motivo para ir tras ella.
Cuando pude vestirme y salir, encontré el carro estacionado afuera de la casa.
«¿Significa que no planea ir lejos?», pensé al decidir volver adentro de la casa, a por las llaves del vehículo.
Una vez frente al timón, manejé con cuidado entre las carreteras de la ciudad. De repente, una corazonada me indicó lo cerca que estaría de encontrar a mi ahora esposa.
Tuve que frenar, pues me topé con la sorpresa. El lugar al que ella se había dirigido: era la estación de trenes.
Ahí la vi, bajaba por esa entrada, justo donde estaban las escaleras.
Por mi parte, salí del auto pensando: «¿Me va a dejar?, ¿esto es lo que quiere?, ¿la volveré a ver?, ¿no le importa nuestro matrimonio?, ¿esta es la luna de miel que planea?». Atemorizado, bajé escalón tras escalón. No quería dejar que se fuera. La consciencia me gritaba que me sentiría más seguro en cuanto la detuviera.
Fue cuando me di cuenta de que... aunque quisiera, no podría.
Observé, escondido desde un rincón de la entrada, cómo corría a los brazos de otro hombre, que evidentemente era un turista; lo dejó claro en sus palabras.
─¿Estás segura de que ésta despedida no es un riesgo? ─preguntó el turista mientras la abrazaba con calidez, como si conociera de toda la vida a mi esposa.
«¿Un amigo? Ella nunca me habló de amigos turistas. ¿Será algún pariente?», sospechaba mi conciencia.
─No te preocupes, no tiene ni idea. Se ha quedado en casa, está bien dormido. No puede interrumpirnos.
Mis ojos fueron los terceros testigos de ese profundo beso que se dieron, como si así sellaran, en un fragmento de tiempo, un gran amor y una fuerte complicidad.
Mi corazón se quebró en mil pedazos, mis lágrimas fueron más abundantes que aquél día de la boda. Mis instintos me hacían reaccionar sin medir mis actos. Temblaba, pero a la vez rabiaba; me sentía ardiendo en las llamas de una furia tan ardiente que jamás conocí, hasta ese momento. Comprendí que no conocía a esa mujer con la que iba a compartir casa, cama y pertenencias… exactamente lo único que le importaba.
─¿Y qué te ha dicho de sus bienes? —interrumpió el turista con algo de prisa, como si finalmente el beso previo le hubiese significado nada. Aquello me hizo pensar en cuán falso había sido el perfecto roce y encuentro de labios.
─Está solucionado, cariño. Me casé con él ayer por la mañana, nuestro futuro está asegurado con su dinero. Pronto seremos felices, gracias a sus bienes raíces.
─Perfecto —intervino el turista, antes de darle un beso menos prolongado, y empezar a borrar su ternura antes destilada—. Hasta entonces, no podremos vernos.
─Sabes que voy a esperar por ti, no hay nada más que quiera de regreso que a mi único hombre.
Mi quebranto fue haciéndose más duro de calmar, después de oír esos tres últimos términos. El control de mis manos había desaparecido; temblaban a pesar de estar presionadas, palma con palma, pues le rogaba al cielo que lo visto fuese solo un mal sueño.
─Tranquila, todo estará bien. Prometo no tardar tanto tiempo, voy a volver solo por la mujer que más fortuna me dará en esta vida.
Nunca me había sentido tan usado. Mi mayor deseo siempre había sido el de complacerla, durante todo este tiempo. Nunca me dijo nada, como para saber lo poca cosa que yo era para ella.
Me enamoré de mi peor enemiga, y no pensaba dejar que siguiera así por más tiempo.
─Ten.
─Oh, cariño, tus flores de siempre ─susurró mi esposa, llena de alegría cual niña premiada.
«¡Me ha estado viendo la cara!», grité en mi interior, mientras corría hacia el auto. Mi traidora esposa estaba retornando el camino a casa; luciendo una cara tan libre de culpa.
Observé a todos los sentidos de la carretera, y me aseguré de que no hubiese nadie cerca. Fue así como encendí el motor del auto y me encontré con el rostro de mi esposa. Ahora se mostraba confundida, frente a las luces que resaltaban toda su belleza.
No la dejé así. Aceleré sin pensar.
No tenía intenciones de frenar; ese freno de mano nunca fue alzado por mí. La velocidad fue tanta, que el auto tomó su propio impulso, además de fuerza... y así la atropellé.
No sólo fue arrollada, sino también lanzada hacia las escaleras, donde fue cayendo, al igual que ese ramo de rosas en sus manos.
Ese ramo de rosas se marchitó con el pasar de los años. Los mismos que llevo haciendo el ritual.
En cada mañana nublada y gris, me aseguro de volver al lugar. Cuando bajo por las escaleras, me coloco de espaldas y quito uno a uno los pétalos que pueda comprar. Una vez abajo, puedo girarme para, finalmente, verla frente a mí como si nunca se hubiese marchado. Pero siempre es la misma historia: ella no se deja ni abrazar, pues está muy resentida por mis actos.
Me arrepiento una y mil veces.
Desde aquella noche, no hay instante en que no la piense y en el que no recuerde cuándo debo hacer ese ritual:
cada veinte de cada mes, a las veinte horas y veinte minutos, pues ese fue el preciso momento en el que la perdí para siempre; tanto en la vida como en la muerte.
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