De cómo Bella cazó a la Bestia

Laurent llamó a la Bestia con urgencia aquella tarde. No había podido desaparecerse del pueblo esa semana, pero tenía que decirle algo a su amado antes de que Belle llegara. El actor le contó a Baudelaire todo lo que sabía sobre los planes de la joven. Le dijo que había convencido a la gente de levantarse en su contra, y que ella iría a matarle esa misma noche.

La Bestia escuchó a Laurent sin perder detalle. Lo tranquilizó, pidiéndole que se preparara para marcharse pronto del palacio, e insistió en que dejara todo en manos suyas. Apenas terminó de pronunciar esas palabras, el sonido de la puerta al cerrarse inundó el palacio.

Baudelaire recibió a Belle con ademanes de alivio. Tomó su mano, guardando la distancia, y le dijo cuánto la había echado de menos, insistiendo en que no habría podido soportar un minuto más en su ausencia.

—He de celebrar tu regreso, Belle —mencionó la Bestia antes de que ella pudiera decir nada—. En tu habitación encontrarás un vestido precioso. Me harías el hombre más dichoso si aceptaras ponértelo y me concedieras una pieza en el salón de baile.

Belle complació a la Bestia, sin encontrar nada que atendiera mejor a sus propósitos. Antes de dirigirse al gran salón, ocultó entre los pliegues de su vestido una aguja impregnada de veneno suficiente como para matar a diez hombres, y escondió bajo su falda una pistola de chispa, por si necesitaba rematar a su presa.

La Bestia la esperaba en el centro de la pista de baile, vistiendo un magnífico traje adaptado a la medida de su monstruoso cuerpo; le dedicó una reverencia, y al tomar la mano de Belle, comenzó la música, de manos de un par de sirvientes. Cazadora y presa danzaron con la misma gracia de las flores al mecerse con el viento, hasta que a través de los amplios ventanales del palacio se asomó, entre las nubes, la luna llena, que observaba cómo aquellos enemigos se abrazaban cual par de enamorados.

En ese momento, Belle se dispuso a tomar la aguja en cuya punta yacía la chispa de la rebelión. Antes de que lo lograra, empero, la Bestia sujetó sus manos y se arrodilló frente a ella. Le pidió matrimonio una vez más, acompañando su súplica con el discurso de un amante apasionado.

Belle pensó un momento. La Bestia jamás había dejado de pedir su mano durante su estadía en el palacio. Tras las primeras veces, sospechó que algo dependía de su respuesta. Ella moría de ganas de saber qué era.

Aquella noche, con la seguridad de que sería la última, Belle se permitió saciar su curiosidad.

Aceptó casarse con la Bestia.

Inmediatamente después de que Belle respondiera, una luz cegadora inundó el salón. Llovieron pétalos de rosa, con la suavidad de los copos de nieve que caían fuera del palacio, y a los pies de Belle, en lugar del horrendo ser que bailó con ella, apareció mágicamente un joven hermoso.

La Bestia se valió del asombro de Belle para acercarse a ella con seguridad, tomarla en volandas y agradecerle por romper su hechizo. No soltó sus manos, pues sabía que eran peligrosas. Besó una de ellas y se despidió de la joven, hablándole de bodas y festejos para el día siguiente.

Aunque Baudelaire sabía que jamás sucedería ninguna boda. Él y Laurent se encontrarían lejos del palacio al amanecer.

La Bestia entró triunfal a su habitación. Laurent lo esperaba con ansias. Dejó salir un par de lágrimas al ver a Baudelaire, humano, sonriéndole con renovado cariño. Luego le besó, sintiendo que un peso enorme desaparecía de sus hombros. Quien había sido liberado en realidad era Laurent, y no Adrien; él lo amaba, y lo habría amado aunque el hechizo nunca se rompiera, pero Baudelaire nunca logró entenderlo; aquello lo atormentaba.

Los amantes se permitieron descansar un rato, abrazados, antes de irse del pueblo. Todo estaba listo, pero para Baudelaire era difícil desprenderse de la comodidad de su palacio para siempre. Insistió en quedarse un rato más, incluso a sabiendas de que Belle podría atacarlos en cualquier momento.


Belle siguió a la Bestia con cautela hasta su habitación, pistola en mano. Esperó afuera varios minutos, para asegurarse de que la Bestia estuviese dormida, antes de abrir la puerta sigilosamente.

¡Qué sorpresa se llevó Belle al encontrar a Baudelaire arrellanado sobre un amplio diván junto al cazador que, en el pueblo, intentaba inútilmente conquistarla!

Adrien y Laurent se sobresaltaron. El actor fue el primero en reaccionar, al ver el arma que Belle sostenía en su mano izquierda. Se levantó rápidamente, con la intención de desarmarla o conseguir una pistola antes de que ella pudiese atacar, pero un disparo lo detuvo. El dolor lo hizo caer.

Baudelaire, al mismo tiempo, tomó de un cajón cercano un arma con la que disparó hacia Belle. La diferencia fue que su bala falló, permitiéndole a la joven huir por el pasillo. Con el corazón en un puño, la Bestia miró a Laurent; su herida no era grave, y viviría. Sin embargo, era preciso detener a Belle. Si lograba escapar, sus planes quedarían arruinados, pues ni él ni Laurent podrían salir del pueblo a tiempo.

Con urgencia, el noble se dispuso a buscar a la doncella. No la halló muy lejos. Entonces, comenzó la cacería. Se escucharon disparos a través de todo el palacio, acompañados del sonido de cristales rotos, golpes y exclamaciones. Después de unos minutos, empero, reinó el silencio.

Laurent, que había recobrado fuerzas, siguió los rastros de la contienda en busca de Adrien. Recorrió el palacio, sin importarle el agotamiento ni el escozor de su herida, hasta llegar finalmente al jardín. No necesitó leer las huellas en la nieve para conocer el desenlace de la batalla, pues pudo divisar a Belle cabalgando por el camino que llevaba al pueblo, donde la gente que la apoyaba se le uniría; seguramente volverían al palacio para liberar a los esclavos.

No obstante, todo aquello dejó de importar cuando Laurent notó que, frente a sus ojos, sobre la nieve, yacía sin vida la Bestia.

El corazón de Laurent sangró dentro de su pecho. El joven cayó al suelo, y tras derramar un mar de lágrimas concluyó que su belleza había sido la causa de aquella tragedia. Deseó no haber cautivado jamás a Baudelaire con sus ojos hermosos y su encantadora sonrisa. No quería morir, pero tampoco soportaría seguir viviendo entre las desgracias que invocaba su hermosura.

Mientras Laurent se lamentaba, junto a él apareció el hada Jaspe. La misma que había hechizado a Baudelaire.

—¿Las personas viles también sufren, Laurent? —se burló—. Lamento que tu corazón, tan noble, haya sido envenenado con la misma ponzoña que tenía el corazón de Baudelaire. Mereces la oportunidad de ser honesto, y advertir a todos del peligro que conlleva la belleza cuando el alma está podrida.

Mudo de dolor, Laurent no respondió. El hada esbozó una media sonrisa. Se inclinó y besó la cabeza del joven, haciéndolo caer sobre la Bestia, sumido en un sueño profundo. Momentos después, los cuerpos de ambos amantes se convirtieron en las crecientes ramas, plagadas de espinas, de un rosal con flores rojas como el jaspe.

Satisfecha, el hada caminó con dirección al bosque. Estaba convencida de que los humanos no tenían derecho a disfrutar de la belleza. Los corrompía. Nunca iban a comprender que no debía usarse para disfrazar el mal. El hada Jaspe opinaba que los humanos debían de aprender de las rosas: ellas eran honestas. ¿Por qué, si no, tendrían espinas? 

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⚜ 1252 palabras

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