uno
Todos los viernes se repetía la misma historia: ella se levantaba mucho antes de lo normal, iba corriendo al baño, luego se vestía, cogía su celular y sus audífonos, los metía en la mochila y bajaba las escaleras de dos en dos. Se metía en la cocina y comía lo que tuviera a la mano que, por lo general, eran siempre un paquete de galletas de sal y la avena que cocinaba su madre la noche anterior antes de irse a dormir. Después de desayunar iba por última vez al baño y luego salía a la calle para caminar unas cuantas cuadras hasta el paradero donde esperaría el transporte que la llevaría a la universidad. Todos los viernes ella salía con prisa de su casa y llegaba casi sin aliento al aula donde escucharía clases, todo eso porqué ese año les enseñaba un profesor tan exigente con la puntualidad que no permitía a nadie entrar después de las siete de la mañana (aunque, según el reglamento, los alumnos tenían quince minutos de tolerancia).
Los alumnos se habían quejado, discutido e incluso amenazado con presentarse con el decano de su facultad, pero el profesor se mantuvo firme con su regla y ellos se habían resignado a llegar, al menos por ese día, mucho más temprano de lo que, para ellos, era habitual.
Y esa era la razón por la cual Samanta salía con tanta prisa. Y siempre la recordaba cuando estaba parada esperando el bus que ella tomaba para ir a la universidad. Y despotricaba de tal manera contra el profesor que si las dijera en voz alta más de uno de sus silenciosos acompañantes (profesores veteranos, dos oficinistas y un viejito que ella sospechaba por el traje que era abogado) se hubiera horrorizado.
Cuando llegaba el bus todos subían en fila y sin prisa a él. Llegaba casi vacío así que no había necesidad de ser el primero en subir para ganar asiento. Y ya cuando todos estaban arriba se acomodaban de tal manera en sus asientos como si buscaran recuperar un poco del sueño perdido.
Mientras el bus avanzaba la gente subía en cada vez mayor cantidad. Samanta solía guardar el asiento de al lado para Elizabeth, una de sus amigas, que era de las últimas en subir cuando ya en el bus no entraba ni siquiera un alfiler. Ése día no fue la excepción, cuando el bus se detuvo en la parada de Elizabeth ella fue una de las primeras en subir y, después de hacerse paso entre la gente, llegaba al asiento en el que estaba Samanta. Y Samanta quitaba la mochila, Elizabeth se sentaba a su lado, se saludaban y conversaban unos minutos y luego las dos seguían el camino en silencio.
Para su fortuna el bus las dejaba justo al frente de la universidad. Ellas, un considerado grupo de muchachos y un par de profesores bajaban de uno en uno. Luego todos ingresaban a la universidad juntos y después cada uno seguía su propio camino.
Elizabeth acompañaba a Samanta gran parte del camino, llegaban a su facultad y luego las dos se separaban: Samanta tenía que subir las escaleras y Elizabeth doblaba a la derecha. La razón era simple: Samanta y Elizabeth llevaban un curso en diferentes horarios. Luego ellas y el resto de su grupo se encontraban en la clase siguiente.
Después de despedirse de Elizabeth, Samanta respiro profundo para luego subir corriendo las escaleras. Estaba en el primer piso y tenía que llegar al cuarto antes de que dieran las siete y uno. Fue perdiendo velocidad a medida que subía y subía escalones pero no se detuvo aun cuando ya empezaba a faltarle la respiración. Siempre era un alivio para ella llegar a su destino, aunque aún tenía que caminar unos cuantos metros más para llegar a su aula.
Había unas bancas dispersas por el pasillo, solían estar ocupadas la mayor parte del tiempo pero aún era muy temprano para que alguien ya estuviera sentado allí. Aunque siempre había una excepción los viernes: desde hacía varias semanas que un muchacho gustaba de sentarse allí, mucho antes de que dieran las siete. Ella envidiaba la pulcritud de su aspecto, de cómo estaba bien vestido, peinado y que no tenía ojeras que delataran su cansancio. Ella a pocos chicos conocía que lucieran así tan temprano en la mañana. Le causaba curiosidad, varias veces pensó en sentarse a su lado para conversar pero debido al apuro que siempre cargaba aquello no era posible. Además, cuando se decidió por hablar con él una vez que saliera de clases, ya no lo encontró por allí.
Pero siempre volvía a verlo el viernes siguiente, sentado allí tan tranquilo, a veces con un cuaderno entre las manos, otras mirando sus pies y algunas pocas jugando con su celular. Al pasar por su lado Samanta le miraba y le sonreía; él le devolvía el gesto con alegría y luego cada uno seguía con lo suyo. Ella caminaba a su aula y él, sentado allí, esperaba. ¿Qué esperaba? Samanta no lo sabía.
*
Tres horas después los alumnos abandonaron el aula con prisa, escapando del profesor antes de que recordara alguna tarea que había olvidado mandar o algo parecido. La experiencia les había enseñado que se fueran de su vista cuando él hubiera dado por terminadas las clases porqué con él las sorpresas desagradables eran muy comunes.
Samanta se fue siguiendo a Matías, Cesar y Lucia, con ellos tenía la siguiente clase en el primer piso aunque eso dentro de una hora. Ellos estaban conversando y ella solo los escuchaba, se sentía demasiado cansada, anhelaba con fiereza que el día terminara para poder llegar a su casa, darse un baño y meterse a la cama. Aunque antes de todo eso tenía que almorzar o su madre iba a estar resentida toda la semana porque no quiso comer.
Estaba tan entretenida pensando en todas las cosas que le gustaría hacer cuando llegara a casa, que para cuando presto atención a su alrededor cayó en la cuenta de que hace mucho habían abandonado el edificio que comprendía su facultad. Rápidamente identifico el lugar al que se dirigían: el cafetín universitario. No le sorprendió demasiado, por lo general una de las consecuencias de llegar exageradamente temprano (al menos para ellos) era no desayunar. Así que era normal que aprovecharan esa hora libre para llenar sus estómagos y enfrentar con más ganas las horas de clase que faltaban.
Cuando los muchachos hubieron llegado al cafetín, se apresuraron a ocupar una de las muchas mesas vacías. Luego empezaron a buscar su dinero en la mochila o en los bolsillos de la ropa. Ya con eso venía la pregunta más difícil: ¿qué iban a comprar?
Cuando, al parecer, todos hubieran decidido que comer, se fueron levantando uno por uno para pedirlo. Samanta le pidió a Lucia que comprara en su lugar mientras ella procuraba dejar la mochila sobre la mesa en la posición más cómoda posible para echarse y, quizá, dormir unos minutos. Aunque aquello era peligroso, si sus amigos lograban tomarle una foto dormida iban a burlarse de ella un buen rato.
Sus amigos regresaron unos minutos después con las manos llenas de todo lo que habían pedido. Lucia le extendió una bolsa a Samanta que la aceptó gustosa. Ellos se sentaron y empezaron a comer con voracidad, haciendo parecer que no estuvieran masticando y tragaran sin más. Se tenían tanta confianza que podían permitirse comer como se les diera la gana, aunque sin caer en excesos o vulgaridades.
Samanta estaba en eso cuando vio cruzar al chico de la banca con otro grupo de muchachos que al parecer eran sus amigos. Ella casi se atora con la comida por la impresión, más porqué descubrió que el chico también la estaba viendo y había retirado la mirada, abochornado.
Lucía se apresuró en entregarle una botella de agua a Samanta, mientras que Matías le estaba dando suaves golpes en la espalda. Ellos se habían asustado pues vieron a su amiga toser y ponerse roja al instante, sin sospechar era por la vergüenza que sentía en ese momento. Después de unos pocos minutos Samanta al fin dejo de toser, aunque aún estaba roja como un tomate.
—Eso es porque no masticas cuando tragas—le reprochó Lucia, entre molesta y preocupada. Ella se había puesto blanca, más blanca de lo que ya era.
Samanta aún no podía hablar pero se encargó de mirar con fingida sorpresa a Lucia, queriendo darle a entender que ella no era la persona más apropiada para decir eso.
—Nada, se quedado zonza viendo al muchacho—dijo César, quien lo había visto todo y no tardó en llegar a una conclusión.
—¿Cuál muchacho?—preguntó Lucia.
—El muchacho, el que siempre está en la banca, arriba, por nuestra aula.
—Ya, ya... ¿El guapito?—Lucia se mostraba muy interesada.
Matías volvió a coger su hamburguesa y siguió comiendo pero sin dejar de prestar atención a la conversación que sus amigos tenían.
—Ajá.
—¿Él estuvo aquí? No lo vi.
—Ya, pero Samanta sí. Se sorprendió tanto que hizo todo este show para tener su atención.
—Aaah...—Lucía volvió su mirada hacía la de Samanta— ¿Te gusta él?
Samanta, que estaba tomando agua de su botella, casi vuelve a atorarse.
—No.
—¿Entonces por qué te pones así cuando lo ves?—cuestionó César.
—¿Así cómo?
—Así, pues. Casi te mueres cuando lo viste.
—Fue una impresión nada más.
—¿Impresión?
—Sí, me agarró descuidada, comiendo sin modales, como tú.
César le hizo una mueca de burla y volvió a comer de su galleta. Lucía, por su parte, tenía la cabeza en otro lado, pensando en quien sabe qué.
Samanta volvió a comer de su hamburguesa, aunque con mucha más calma que antes. Aún se sentía avergonzada por lo que había pasado aunque debía reconocer que tuvo suerte de que casi ni hubiera gente en el cafetín.
Poco tiempo después llegó Elizabeth, arrastró una silla a la mesa donde estaban sus amigos, los saludo y se sentó. Luego fue comiendo un poco de todo lo que había en la mesa, incluso llegando a quitarle la hamburguesa a Samanta de las manos para darle un buen mordisco. A Samanta no le molesto, con todo ya había perdido el hambre.
—Eli, ¿tú conoces al chico que se sienta en la banca? La que está por nuestra aula—preguntó Lucia.
—¿El guapito?—preguntó Elizabeth y Lucia asintió—La verdad no, pero Bruno me comentó algo, ¿por?
—¿Qué te dijo Bruno?
—Que el chico estudia con una de sus amigas y que no habla mucho pero es buena gente.
—¿Y que estudia su amiga?
—Derecho creo, ¿por?
—¿Derecho? Si estudia derecho, ¿qué hace en nuestra facultad?
—Quién sabe, es muy callado.
—Bueno, quizá esté ahí porque quiere ver algo... o a alguien.
—¿Ah?
—Mira, te voy a contar...
Samanta sabía lo que Lucia quería hacer y cómo esta iba a exagerar tanto los detalles que hiciera parecer la "relación" del chico de la banca y ella como un idilio amoroso y desenfrenado solo para molestarla. Así que ella trato de desviar la atención de la conversación a algo que había observado en el momento en el que Elizabeth había llegado. Así que, antes de que Lucia empezara a contar la historia, Samanta preguntó a Elizabeth:
—¿Y Diana?
—No ha ido a clases—la respuesta no sorprendió a Samanta pero siguió indagando.
—¿Por qué? ¿No te ha dicho nada?
—Por su cumpleaños—dijo Matías—Es hoy—añadió al ver las caras de sorpresa del resto de chicos—Se los estuvo recordando toda la semana. ¿No se acuerdan? Hoy también será su fiesta.
*
Muchas horas después los chicos estaban sentados en una mesa, ya con varias copas encima.
La fiesta había empezado hace mucho y ya se encontraba en el clímax. Así que, por consecuencia, ya varios chicos habían cedido ante el poder embriagante del alcohol y encontraban cierta dificultad de mantenerse en pie sin tambalearse.
Una de esas personas era Lucia, que se picaba con bastante facilidad. Así que el resto de sus amigos habían insistido y usado incluso la fuerza para mantenerla sentada en una silla de plástico. No la dejaban pararse porqué temían que pudiera ocurrir algún accidente. Elizabeth estaba sentada a su lado y tenía fuertemente agarrada una de sus piernas, para asegurarse de que Lucía no se fuera de allí.
Samanta no estaba muy lejos y veía el espectáculo un poco divertida. Ya se esperaba que algo como eso sucediera en cualquier momento así que no estaba nada sorprendida y prefería tomarse la escena con humor.
—No la voy a perdonar si arma un espectáculo aquí—dijo Diana a Samanta, ellas dos estaban sentadas juntas—Eli, agárrala bien. —añadió, levantando un poco la voz, dirigiéndose a Elizabeth.
—Deberíamos llevarla a su casa.
—Ya. Pero primero al baño, hay que intentar que se le baje un poco la borrachera.
Sin muchos ánimos, Diana se levantó y fue hacía donde Lucia, jalando a Samanta por uno de sus brazos. Elizabeth se sorprendió al verlas pero rápidamente entendió la razón y entre todas intentaron levantar a Lucia de la silla con cuidado para que no se caiga. No querían hacer nada bochornoso, sabían lo crueles que podían llegar a ser algunos de sus compañeros de clases cuando algo similar ocurría.
—Ya no te voy a dar de tomar nunca más—dijo Elizabeth a Lucia, mientras caminaban hacia el baño. Ella no respondió, pero soltó una débil risita.
—¿Quién está en su casa ahorita?—preguntó Diana.
—Su mamá—contestó Samanta—No creo que se sorprenda.
El resto estuvo de acuerdo. Su pobre madre estaba tan acostumbrada a esas cosas que a muchos aún les sorprendía que dejara a Lucia salir a fiestas.
Luego de quince minutos en que las chicas casi obligaron a Lucia a vomitar, todas salieron del baño, contentas de conseguir que Lucia se viera mejor que antes. Ahora ya podía mantenerse en pie sola, aunque Elizabeth la tenía agarrada del brazo.
—Por si las dudas—había dicho ella.
La fiesta ya estaba terminando y todos se iban retirando, solos o en grupos de tres o más personas. Elizabeth se habían ofrecido (o casi resignado) a acompañar a Lucia a su casa. César también las acompañaría. Samanta iría con Matías y otros dos de sus amigos, Rocío e Irvin. A Diana la había llegado a recoger su hermano.
Después de despedirse, el grupo se dividió y todos tomaron caminos diferentes.
Samanta no había llevado reloj y hace bastante rato que se le había apagado el celular, no tenía manera de ver la hora pero calculaba que ya debían ser las dos de la mañana. Eran poquísimos los autos que pasaban a esa hora y, de cierta manera, ellos se sentían más seguros yendo a pie. Se entretuvieron conversando que, para cuando estuvieron frente a la puerta de la casa de Irvin, les pareció que solo habían dado un par de pasos. Irvin se despidió de los demás y luego entro en su casa. El resto continuó su marcha.
—Vamos a dejar primero a Rocío y luego te dejo en tu casa—dijo Matías.
A Samanta no le gustaba mucho la idea, quería llegar lo más pronto posible a su casa y acompañar a Rocío solo la haría tardarse mucho más. No quiso expresar su idea en voz alta por temor a sonar maleducada, así que dijo:
—Vayan ustedes, ya yo iré sola. Seguro que me están esperando en casa y no quiero que se preocupen.
—Pero es peligroso. —dijo Rocío.
—No. Ya estoy cerca, a tres cuadras, no me va a pasar nada.
Los dos chicos se quedaron callados, pensando en lo que Samanta les había dicho y ella tuvo que insistir.
—En serio, estaré bien. Les avisaré cuando llegue.
—¿En serio?
—Sí.
—Ten cuidado.
—Y avísanos cuando estés en tu casa.
—Ya, ustedes también.
Se despidieron después de eso y tomaron diferentes direcciones, Matías y Rocío doblaron a la izquierda mientras que Samanta siguió de frente. Su casa no estaba muy lejos así que apresuro el paso para llegar lo más rápido posible.
La avenida estaba casi desierta, salvo por un par de muchachos no mayores a ella que estaban fumando en una de las esquinas, ellos la llamaron entre silbidos y risas pero Samanta los ignoro y camino aún más rápido. Quería llegar a casa.
Estaba atenta, prestando mucha atención a su entorno. Escucho que alguien corría detrás de ella y pensó si el potencial ladrón le permitiría sacarle el chip y la memoria a su celular antes de entregárselo. Para su sorpresa la persona que corría no la jalo ni se detuvo a su lado amenazándola con un cuchillo, pero si paro en seco dos metros más adelante.
—¡Rosa, cuanto tiempo!
Samanta se sorprendió, el muchacho la estaba confundiendo con otra persona ¿o ése era un nuevo método de robo? Cómo fuera, él se acercaba a ella y ella sentía el fuerte impulso de salir corriendo, pero dudaba que pudiera llegar muy lejos.
—Sígueme la corriente, un auto te está siguiendo—le susurró él, acercándose a su oreja, aunque de lejos parecía que le hubiera dado un beso en la mejilla.
Samanta estaba asustada, no se había dado cuenta de eso, miro hacia atrás con disimulo y comprobó que él no le estaba mintiendo. Trago saliva y miro al muchacho, apenas podía distinguir su cara por la oscuridad de la noche. Sin embargo, su rostro se le hacía conocido, aunque no recordaba haberlo visto antes. De hecho, no recordaba muchas cosas con todo el miedo que estaba sintiendo.
—Te acompaño, ¿está bien?
Ella tenía la boca seca y no contestó, pero se aferró con fuerza al brazo de aquel desconocido.
Ambos caminaron rápido y en silencio, de vez en cuando él giraba la cabeza con disimulo para comprobar si el auto los seguía y se alegró al comprobar que al cabo de un rato había desaparecido. Le comunico esto a Samanta en un susurro y ella se sintió más tranquila al recibir esa información, pero no relajo su agarre sobre el brazo de él.
—¿Es aquí?—preguntó el chico, después de que hubieran caminado un buen rato y Samanta se detuviera en una casa.
—Sí—confirmo ella. —Yo...
—Perfecto—el muchacho sonrío otra vez—Cuídate mucho, ¡hasta luego!—Y se fue.
La puerta se abrió y por ella apareció Karen, su hermana, con cara de sueño.
—¿Viniste sola?
—No—Samanta dudo un momento—Pero creo que vi un ángel.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top