Acto I. Escena IV
[Una calle.]
(Entran Romeo, Mercucio, Benvolio, con cinco o seis enmascarados, portadores de antorchas y otros).
Romeo: ¿Diremos un discurso como excusa o entramos sin preámbulo ninguno?
Benvolio: Ya pasó el tiempo de esas ceremonias: con el compás que quieran que nos midan, ¡Bailemos un compás y nos marchamos!
Romeo: ¡No me hables de bailar! ¡Dame una antorcha! ¡La luz debe llevarla el apagado!
Mercucio: ¡No, Romeo! ¡Queremos que tú bailes!
Romeo: ¡No puedo, la verdad, ustedes llevan escarpines ligeros para el baile, mientras yo tengo el alma hecha de plomo: me clava al suelo y no puedo moverme!
Mercucio: ¡Estás enamorado! ¡Pídele alas a Cupido y remóntate con ellas!
Romeo: Estoy tan malherido por sus flechas que no me sostendrán sus leves alas. Y tan atado estoy por mis dolores que no podré elevarme y derrotarlos. ¡El grave peso del amor me abruma!
Mercurio: Si le caes encima lo lastimas, es harto peso para un ser tan frágil.
Romeo: ¿Un ser tan frágil, el amor? Es rudo, brutal, violento; ¡y clava como espina!
Merendó: Trata mal al amor si él te maltrata, clávalo si te clava y lo derrotas. Voy a guardar mi rostro en una caja, (Poniéndose una máscara). ¡Una careta sobre otra careta! ¡Qué me importa que vean mis defectos! ¡Llevaré estas mejillas de cartón que por mi cuenta deben sonrojarse!
Benvolio: ¡Llamemos y pasemos, y que adentro cada uno se valga de sus piernas!
Romeo: ¡Que me den una antorcha! Porque aquellos de corazón ligero harán cosquillas con sus talones a los juncos muertos, y como en el refrán de los abuelos iré y repicaré en la procesión, ¡pero no cazaré en la cacería!
Mercucio: ¡A ver si te sacamos de ese amor en que te hundes hasta las orejas! Quemando estamos ya la luz del día...
Romeo: No, no es así.
Mercucio: Quiero decir, señor, que con estas tardanzas consumimos nuestras luces en vano, como lámparas en día claro.
Romeo: De buena fe, sin duda, entraremos en esta mascarada, porque con buen sentido no lo haríamos.
Mercucio: ¿Por qué? ¿Puedo saberlo?
Romeo: Tuve un sueño...
Mercucio: Y yo también, anoche...
Romeo: ¿Cuál fue el tuyo?
Mercucio: Que nos mientan, a veces, los que sueñan.
Romeo: Pero, dormidos, sueñan cosas ciertas.
Mercucio: Ah, me doy cuenta que la reina Mab, partera de las hadas, vino a verte. Es pequeñita como piedra de ágata que brilla en el meñique de un obispo; tiran su coche atómicos caballos que la pasean sobre las narices de los que están durmiendo; rayos de luna hicieron los arneses y una arañita le tejió las bridas; es tan pequeño como un gusanito el cochero que guía la carroza, y trabajó una ardilla este carruaje en la concavidad de una avellana. Y así la reina Mab con su cortejo galopa noche a noche por las almas de los enamorados, y los hace soñar con el amor... Sobre los dedos de los sastres su séquito galopa y éstos sueñan que pagan sus deudores; otras veces, cabalga en la nariz del cura, y sueña el cura dormilón que sin duda muy pronto será obispo. ¡Ésta es la reina Mab! Es la que trenza en la noche la tuza del caballo y la que, cuando las muchachas duermen de espaldas, las oprime y les enseña por vez primera a soportar el peso que con el tiempo las hará mujeres...
Romeo: ¡Basta, Mercucio, basta! ¡No delires!
Mercucio: ¡Es verdad, es verdad, hablo de sueños que son los hijos de una mente ociosa, concebidos por varia fantasía, sustancia tan delgada como el aire, más inconstante que el cambiante viento!
Benvolio: ¡Démonos prisa, es demasiado tarde!
Romeo: Demasiado temprano, tengo miedo; mi corazón presiente una desgracia que aún está suspendida en las estrellas; comenzará esta noche con la fiesta este camino amargo que señala el fin que cerrará mi pobre vida que se encierra en mi pecho. Un golpe vil me llevará a la muerte prematura. Pero Aquel que dirige mi destino conducirá la nave de mi suerte. ¡Alegres compañeros, adelante!
Benvolio: ¡Que suenen los tambores!
(Marchan alrededor del escenario y salen).
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