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—¡Es El Rojito!

—¡Mierda!

En medio segundo me acomodé la mochila, que llevaba cargando sólo con un hombro, y sin pensar hacia dónde, pegué la carrera. Corrí entre las calles. La noche comenzaba a caer. A las seis de la tarde, ¡maldito horario de invierno!

Pensé en esas viejas historias en las que al obscurecer los monstruos despiertan hambrientos, y cuyo plato favorito son los niños; cuando era pequeño me imaginaba seres fantásticos, enormes, con colmillos afilados y raspados de comerse hasta los huesos de sus presas. Tu familia te crea miedos a lo que no existe, en lugar de advertirte de lo real.

¿Acaso me advirtieron que una bola de bestias, que para lo único que usan el cerebro es para ordenarle a los pies que persigan y a los puños que golpeen, me estarían correteando en Nochebuena, cuando apenas puedo correr por traer la mochila llena de encargos?

No.

Te enseñaban que a los monstruos los puedes vencer: con magia, con engaños, con paciencia, con un espejo, con sal, con balas de plata o estacas... ¿Cuál de esos métodos me serviría ahora, para evitar que me partan la madre?

Empieza a hacer frío. El aire entra por mi nariz y mi boca, resecando mi garganta. Me urgen unos tequilas. Me urge estar con mis amigos y no aquí, corriendo como un idiota.

Pero me lo he ganado, me lo he ganado, me lo he ganad...

Las suelas de mis tenis rechinan al detenerme de golpe. No sé cómo carajos terminé en una calle cerrada. Pinche ciudad sin planificación urbana.

—Ni para correr sirves, Rojito.

Ya valí madres.

Pienso en la razón por la que estoy metido en todo esto: por andar de fiesta se me olvidó ir a cuidar a mi abuela, quién se las ingenió para caerse de las escaleras; así que mis fiestas decembrinas que imaginaba llenas de amigos, chavas y alcohol sin vigilancia, se fueron al hoyo porque mis papás ya no podían llevar a mi abuela a sus vacaciones; y como castigo debía salir hacia su casa saliendo del trabajo cada noche desde hoy hasta su regreso.

Sólo era cuidarla UNA noche, qué manera de joder todo.

—Igual y te dejamos ir, si traes algo interesante en la mochila.

—Pues váyanmela partiendo, nomás traigo un pavo raquítico de la rosticería que me voy a terminar comiendo sólo, porque mi abuela tendrá gases o migraña o algo.

"Un guajolote entero para mí sólo, siñor."

Me voy al otro mundo y mi último pensamiento habrá sido una referencia a López Tarso. Me imaginé a mi mismo en la gruta infinita, repleta de velas, con fotografía de Gabriel Figueroa; mi velita debe estar en algún lugar, agotando su último resplandor.

Cerré los ojos. No pensaba ni meter las manos.

—¡CHING...

Por un instante pensé que lo que me recibiría sería el infierno: un ruido de llantas quemando el pavimento y un escape zumbando endemoniadamente, acompañado por gritos y maldiciones, embotó mis oídos y sentí como si mi cabeza fuera una televisión a la que le cambiaron el canal a una sintonía inexistente, con la estática a todo volumen.

—¿Vas a quedarte ahí, o qué?

Alcancé a escuchar entre el ruido que ya me estaba mareando. Era una voz humana, la voz de una chica.

El diablo era mujer, o estaba casi meándome de miedo enfrente de una chava. Tenía que abrir los ojos para averiguarlo.

—Pues vaya... hello.

Descubrí a la dueña de la voz, montada en nada menos que una motocicleta, de esas tan grandes que ocupan el espacio de estacionamiento de un auto: una chica con cabello castaño, jeans negros y una chamarra de motociclista rosa. Sus ojos color miel me examinaron de la cabeza a los pies. Eran iguales a los de mi abuela.

¿Estaba comparando a mi abuela con una chava de mi edad? Estoy muy dañado. La estática se fue apagando poco a poco.

—Hola— respondí —. ¿Qué pasó con los otros?

—¿Tus valientes amiguitos?— preguntó sonriendo —No pudieron contra mi bebé.

—Tu bebé— recalqué con ironía —. Es un Bebesaurio.

Ella rió. Su risa hacía cosquillas.

—Entonces soy su alfa. — completó con altivez.

Entendí la referencia y me reí un poco.

—Pero bueno, basta de plática— me regañó —. ¿Qué tal si tus amigos regresan?

—¿Puedes llevarme? No sé ni dónde estoy. — pregunté, sin saber si tenía más ganas de subirme a la moto, o de subirme a ell... que ella me acompañara.

—Claro que no, tontis— se burló —. Vivo aquí y es Navidad. Bueno: es Nochebuena, whatever. No voy a llevar a un loser que no sabe ni defenderse a la casa de su abuelita.

Apreté los labios, sintiendo cómo la sangre se me subía al rostro. Encima de todo, había escuchado.

—Mis buenas obras tienen un límite diario— explicó, sacando un celular —. Para cumplir mi límite, puedo decirte cómo llegar a casa de tu abuela. A ver, ¿dónde vive?

Le dicté la dirección, y muy tarde me di cuenta de que tal vez no era la mejor idea darle ese dato a una extraña.

—Con que me digas cómo llegar a Insurgentes está bien. — balbuceé.

—Entonces no estás tan perdido— recuperó su sonrisa —. Saliendo de la cerrada te vas por la izquierda, y en el segundo semáforo a la derecha hasta que llegues a Insurgentes.

—Okey, gracias. Adiós.— dije tan rápido cómo pude, demasiado avergonzado para seguir en esa situación. Me fui sin mirarla.

Resultó que todo fue fácil hasta el segundo semáforo, a partir de ahí, caminé más de media hora hasta que llegué a Insurgentes y un poco más buscando alguna estación del Metrobús.

¿De verdad me había desviado tanto?

El frío me golpeó la cara al salir del andén, me tapé la cabeza con la capucha de mi sudadera, sólo a mi se me ocurre salir nomás con eso para taparme, para que mi abuela vea que me pongo la sudadera roja que me regaló hace mil años.

Al frío se le sumó por un instante la preocupación por si mis papás hubieran llamado para checar si ya había llegado, pero se disipó con los olores a pozole que salía de un patio y pólvora de los cuetes que tronaban los niños a media calle, valiéndoles gorro las indicaciones de que no son juguetes porque algún hijo de fulano se quemó o explotó el tanque de gas de su casa, y que hasta están prohibidos.

"Ah... ¡viva México!" Pensé mientras los niños echaban a correr al grito de "¡COOOOCHEEE!".

¿Cuándo había cambiado los cuetes por alcohol? ¿Correr en la calle gritando como loco por brincotear en un antro hasta el copete de gente y ruido? ¿Comer en familia lo que había ayudado a cocinar por hamburguesas y tacos de la esquina?

Todo era tan fácil entonces, y ahora todo tan difícil. Y apenas estaba comenzando la adultez. ¿Qué iba a hacer cuando me mudara solo? ¿Cuándo me casara? ¿Cuándo tuviera hijos? ¿Dejaría de hacer las estupideces que hago ahora, como abandonar a mi abuela para que se rompiera los huesos?

¿Porqué estaba pensando toda esa mierda en Nochebuena?

Parecía hacer pasado una eternidad cuando llegué a mi destino. Al menos había pasado la parte helada de la noche. Faltaba la parte aburrida.

Abrí el zaguán y descubrí que cruzando el patio, las luces estaban apagadas. A lo mejor estaban en la habitación al fondo, donde mi abuela se instaló cuando le hartó el ruido y la luz que venían de la calle. "La habitación del pánico" como la llamaba a espaldas de mis padres.

—¡Olga, ya vine!— llamé al abrir la puerta. Nadie contestó.

¿Se habrían quedado dormidas? Dejé las llaves y encendí la luz de la sala, ocupada por el silencio. Caminé a la cocina, para dejar el pavo raquítico y sacar el ron que había escondido la última vez, antes de que costara un huevo por fin de año.

—¡OOOOOOLGAAA!— repetí, más fuerte —¡Perdóname por llegar tarde! ¡Ya sé que es súper mala onda atrasarte tanto para ir con tus hijos en Navidad! ¡Pero no fue mi culpa!

En retrospectiva, sí lo fue, pero bueno: detalles. Saqué el celular para revisar si me había dejado algún mensaje.

Nada.

"Lamento haber llegado tarde. Por favor no vuelvas a dejar a mi abuela sola sin avisar." tecleé en el Whatsapp.

—Hijo, ¿llegaste?— escuché la voz de mi abuela desde el fondo de la casa.

—¡Sí, Abue, soy yo! ¿Estás bien? ¿A qué hora se fue Olga?— respondí sacando el pavo y poniéndolo en un refractario para calentarlo.

Abrí el horno y descubrí un guisado de carne, bañado en salsa roja. Olisqueé un poco para tratar de reconocer qué carne era. Dejé el pavo a un lado del guiso y metí el dedo en la salsa que se había chorreado en la charola para hornear. Sabía agridulce, un tanto amargo, con un dejo a herrumbre. Se habría quemado un poco, pero estaba delicioso.

—¡Déjame dormir un rato!— ordenó.

—Okey— respondí, pensando que si se dormía toda la noche, sería mejor —. ¿No tienes hambre?

—¡No, quiero dormir y hacer apetito!— cerré el horno, decepcionado, aunque se me hacía agua la boca tendría que esperar para cenar —¡Pero cena sin mí si ya tienes hambre! ¡Olga dejó algo en el horno!

No me lo tuvo que repetir. Saqué el miserable pavo, no fueran a mezclarse los sabores, y encendí el horno.

Revisé mi celular una vez más, envié algunos "Hola!" por si acaso alguien estaba tan solitario como yo, pero no recibí ninguna respuesta.

¿Quién iba a estar disponible para chatear? Nadie era tan patético. Estarían con sus familias o de fiesta. La fiesta en la que debería estar.

Saqué el ron y me serví un poco, le di un trago y me quedé mirando el vaso, generando onditas al girarlo lentamente. ¿Me daría un coma alcohólico si me tomara toda la botella? Tal vez era lo mejor, y ya acabar con todo, no tendría que crecer y llegar a la adultez y sería mi última gran estupidez.

¿Qué tan estúpidos pueden llegar a ser tus pensamientos cuando estás aburrido?

Revisé de nuevo el celular.

Más bien, me le quedé mirando como si contuviera la respuesta a todos los misterios del universo.

El pitido de mensaje recibido me sobresaltó, ¿era realmente la respuesta a todos los misterios, llegándome por Whatsapp?

"Wey! Escápate! Marta vino sin su séquito de esclavas!"

Pues no, era mi amigo Edgar.

Carajo. Marta iría a la fiesta, lo había olvidado.

Marta, la mujer perfecta: con su cabello rubio natural, o tan bien teñido que no noto la diferencia, ¿qué me importa? Cayéndole en ondas perfectas enmarcando su perfecto rostro, al que ningún barrito ni cicatriz ha osado mancillar, con sus perfectos ojos azules que hasta media mañana están todavía adormilados antes de brillar con todo su esplendor.

Y había ido sola, sin la nube de moscas muertas que la rodean siempre, esperando recibir un poco de su gracia y encanto al tocar el borde de su falda. Sin ningún resultado, por supuesto.

Recordé a la chica de la motocicleta. Le había sido infiel con el pensamiento a la mujer perfecta. Ni siquiera le había dicho que me gustaba y ya le había sido infiel con el pensamiento.

Ella estaba en la fiesta y yo estaba solo en la cocina de mi abuela, con un ron en la mano y el celular en la otra, pensando en que le había sido infiel con el pensamiento.

Sí, escaparme era la mejor opción. Tal vez si ponía música suave, mi abuela pensaría que estoy aquí, y se volvería a dormir.

El olor del horno asaltó mi nariz, y escaparme dejó de ser la mejor opción. Al menos hasta después de comer algo. Tenía hambre y la fiesta era lejos, y no quería desperdiciar la cena que había dejado Olga.

¿Qué rayos? ¡Me moría por probarlo!

Abrí el horno y saqué la charola. Busqué plato y cubiertos y corté un enorme trozo de carne, pensando que mi abuela posiblemente no lo había visto y no se daría cuenta de qué tanto había comido.

"Muchacho goloso y tacaño" me la imaginé regañándome. Y tendría razón.

Pero tacaño... no tanto. Pensé en Marta. Pensé que sería más agradable estar con ella en esa cocina, compartiendo la cena, ella y yo, escuchando música y platicando de todo y de nada; en lugar de una ruidosa fiesta con todos los compañeros borrachos compitiendo por quién hacía la tontería mayor.

Después nos abrazaríamos viendo una película, compartiendo una cobija en el sillón, olvidándonos del frío y del mundo y de las tonterías y de las moscas muertas y de los misterios del universo.

Dios mío. ¿La adultez había avanzado un paso? Qué deprimente.

Probé la carne. Era suave y dulce, y tan deliciosa que sentí como si mi boca se llenara de un mar jugoso y grasoso. ¿Qué era? ¿Res? ¿Puerco? Tenía que preguntarle a Olga, tenía que pedirle que lo cocinara de nuevo

Antes de darme cuenta, me estaba sirviendo más, y comí hasta que no me cabía ni una gota de ron en el estómago.

—Hijo, ¿ya cenaste?— Escuché a lo lejos. Había comido tanto que me estaba adormilando.

—Sí— respondí —. ¿Quieres? Creo que no se ha enfriado.

—No. Quiero que vengas un momento

Me levanté de la mesa de la cocina y recorrí la casa hasta La Habitación del Pánico, apenas alumbrada por una lámpara en el buró junto a la cama donde mi abuela estaba recostada bajo las cobijas.

—No prendas la luz, tengo migraña.— no me sorprendió para nada, pero lo siguiente sí.

—Acuéstate conmigo, como cuando eras chiquito.

¡Santo Dios! ¿Y si la mujer estaba presintiendo la muerte y quería despedirse, o algo así? ¿Y yo había estado tragando como puerco en la cocina? ¿Y pensando en una chava? ¿Y deseando que durmiera toda la noche?

A lo mejor estaba chipil y ya.

De cualquier manera, era una petición sencilla.

Me metí a la cama y sentí la diferencia de la tibieza de su cuerpo contra el lado que había estado desocupado. Me abrazó.

Recordé cuando era pequeño y ella venía a visitarnos el fin de semana, y yo rogaba porque me dejaran dormir en su cama. Recordé cómo me gustaba que durmieramos abrazados, aún cuando el sobrepeso que ella tenía desde entonces acabara medio asfixiándome con lo delgadito que era yo.

Pero en ese momento, algo había diferente, no era la misma sensación.

—Abue, ¿porqué te siento más ligera? Tus brazos no pesan.

—Porque estuve a dieta, hijo. Me lo ordenó el doctor.

—Abue, ¿porqué tus pies no están fríos? Me enojaba tanto eso cuando dormía contigo de niño.

—Porque acabo de quitarme los calcetines, hijo. Me picaban.

Tomé sus manos. Tampoco estaban frías.

—Abue, ¿porqué tus manos no se sienten arrugadas?

—¿Porqué haces tantas preguntas, hijo? Tengo una para ti: ¿Te has portado bien este año?

Lo pensé unos momentos. Si lo estaba preguntando no lo sabía. ¿Qué más daba la respuesta?

—Sí, Abue.

—Mentiroso.

Sentí que los nervios se me tensaron. ¿Qué sabía realmente? ¿Mis padres le habían dicho que me interrogara para saber en qué andaba, o algo así?

Di un salto cuando el celular dio un pitido más.

—¡Apaga ese cochino aparato!— exclamó mi abuela con un tono de voz que jamás le había escuchado, y me puso la piel de gallina.

Revisé el mensaje. Era de Olga.

"No sé de qué me habla, joven. Usted llegó y me dijo que me fuera."

No sé cómo salté de la cama y acabé pegado a la pared.

—¿Qué pasa, hijo? ¿No quieres dormir con tu Abue?

Dijo la figura, levantándose de entre las cobijas. Definitivamente no era mi abuela, la miré por un segundo, con la pálida luz de la lámpara, y reconocí una figura que había visto solo un par de minutos: la mujer de la motocicleta, con su cabello castaño un poco enmarañado por haber estado recostada, y sus ojos miel observándome, iguales a los de mi abuela, pero que no miraban para nada como ella.

—No has sido un buen niño, Rojito. ¿Sabes lo que le pasa a los niños que no son buenos?

—¿Los... llevan al psicólogo?— respondí, temblando aterrado. ¿Porqué no estaba huyendo? Tal vez era un último destello de valentía, de esos héroes en los viejos cuentos infantiles que con su ingenio mataban ogros, gigantes y monstruos.

La figura rió. Su risa ya no hacía cosquillas, se sentía como navajas en mi piel.

—A los niños que no son buenos los castigo. Vengo en lugar de Santa Claus, o cómo quieras llamarle. Pero sería muy injusto castigarlos a todos igual, porque los niños se portan mal de diferentes maneras. ¿Sabes cómo castigo a los niños ingratos?

No quería saber cómo terminaría ese discurso. Tal vez todo era una pesadilla. Tal vez me había quedado dormido en la cocina después de cenar tanto. Tal vez sí me habían partido la madre y estaba tirado delirando todo lo que había sucedido después en alguna calle desconocida.

—Les quito lo que no supieron agradecer— su voz cambió, y su rostro también, ya no era la chica de la moto, Olga estaba frente a mi —. ¿Le gustó la cena, joven?

Sentí que el estómago se me saldría por la boca, una idea horrorosa acababa de golpear mi cerebro, y daba vueltas rabiosamente dentro de mi cráneo. Tal vez estaba jugando conmigo. Tal vez mi castigo era orillarme a pensar esa aberrante idea.

—¡Y seguro te la acabaste! O al menos una gran parte. ¿O pensaste en compartirle a alguien? No lo hiciste, porque eres ingrato y egoísta— hubo un nuevo cambio, y esta vez se erguía frente a mi el reflejo de mi mismo —. Pero claro, la única víctima aquí eres tú. "Sólo soy un niño que tienen miedo a crecer, porque quiere seguir haciendo estupideces."

Se equivocaba. Había deseado compartirlo con Marta, y no sabía si me hacía un niño mejor o mucho peor.

—Quita esa cara y aprende la lección. La última lección de tu vida. Agradece al menos que alguien te enseñó que eres un mal niño. Al menos por la memoria de tu abuela, que ahora traes en la barriga.

La chica castaña, con los ojos de mi abuela, y mi sudadera roja, se acercó a mi.



—Qué mal que Rojo no esté. Nos íbamos a curar la cruda de la fiesta en Xochimilco.

—Pues así es la vida, joven Edgar. Al final se retrasó el vuelo de sus papás y pudieron alcanzarlos para irse todos juntos.

—Pues muy mala onda que la hayan dejado a usted cuidando la casa, de una vez se la hubieran llevado, Doña Olga.

—Yo hice aquí lo que debía hacer. Váyase con sus amigos, se lo merece.

—¿Usted cree?

—Por supuesto. Porque usted es un buen niño.

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