CAPÍTULO 4

Sentía que sus pies eran torturados, había pasado media hora de que la misa había terminado, había visto al padre Jones, más elegante de lo normal, con su cabello castaño perfectamente peinado, sus finos labios con un tono carmesí y aquellas manos, llenas de venas gruesas y visibles.

Jaime siempre tuvo una extraña obsesión con observar las manos ajenas, detallar las venas y sentir como un tremendo calor se apoderaba de su cuerpo al tener presencia de unas grandes manos. Sus pensamientos fueron interrumpidos por la puerta de un despacho, el ambiente estaba tenso, podía notar la soledad del lugar y el peligro recorrer cada parte de las instalaciones.

—Joven Stevens —esa ronca voz, dueño de sus pensamientos, podía morir en ese instante —, pase —habló de manera seria.

Jaime pasó y Ian observó a ambos lados, verificando que nadie estuviese cerca, cerró la puerta con seguro y caminó lentamente hasta el lugar de Jaime, quien estaba quieto, con sus manos una con la otra, una camisa blanca, casi transparente, que hacía notar los pequeños y marrones botones del rubio.

No pasó mucho tiempo para que el mayor de los dos le asignara donde sentarse, con su garganta seca y sus piernas temblorosas, tomo asiento a tan solo unos centímetros del mayor.

Quien estaba con una expresión seria, con su mandíbula tensada y sus ojos cada vez más oscuros y dilatados.

—Te cité aquí hoy porque estoy realmente preocupado por tu actitud, Jaime —dijo después de unos segundos, para fijar la mirada en Stevens.

—Padre, le juro que yo no he hecho nada malo... —sus suplicas y palabras fueron interrumpidos por la estruendosa voz del mayor de ojos gatunos.

—¿Alguna vez has conocido al diablo, Jaime? —se levantó de asiento, mirando de reojo al pequeño niño rubio, mientras en su mano sostenía una botella con licor.

Jaime se sorprendió por aquella pregunta, era normal que se hablara de él, al igual que de las brujas y hechiceros, quien eran bestialmente asesinados a sangre fría.

—No señor —miro el piso de madera por unos segundos, sintiéndose pequeño ante la potente imagen del hombre frente a sus narices, bebiendo alcohol.

—¿Qué crees que es el diablo? —preguntó tomando asintió a su lado.

Jaime lo miró aturdido, como si fuera el mayor fuera capaz de leer su mente.

—¿Un ente poderoso lleno de maldad? —el mayor soltó una risita por la inocencia de sus palabras.

—Es más que eso, Jaime —la cercanía de sus cuerpos era evidente, el cuerpo del adolescente temblaba ante la energía del pastor.

¿Alguna vez se han sentido pequeños ante una situación? Bueno, así está Jaime.

Sintiendo como su piel quemaba por dentro y por fuera, esperando algo más que un simple roce, la necesidad de que tomara bruscamente su brazo le estaba matando.

—No existe, el diablo es todo aquello que queremos ocultar —su mirada era oscura y penetrante, como si miles de espinas estuvieran clavándose en su cuerpo —. ¿Quieres que te enseñe a rezarle al diablo, pequeño?

Aquella propuesta le había hecho marear, como si estuviera a punto de caer en un agujero negro, sin salida, pero la mirada del mayor a pesar del inmenso peligro que le transmitía, le hacía querer arriesgar todo lo que tenía a su alcance.

Le hacía sentir como un vil pecador, una persona dispuesta al deseo carnal, a la sangre y Coito, con grandes cuernos en su cabeza.

Esa era la imagen que tenía Jaime.

—Si me dejas enseñarte, nada te va a faltar —las palabras profanaban su cabeza —. Amor, cariño, amistad, poder...

Las vivas imágenes de su familia, de sus amistades inexistente, ¿era capaz de desear todo eso? Lo era.

Una persona que carecía de amor, de afecto, de un simple "lo estás haciendo bien" quería sentirse capaz, complacido, quería conocer más allá de lo que alguna vez aprendió. ¿Estaría mal aceptar tan malvada apuesta?

—Solo tienes que hacer una cosa —una vez ese intenso color negro en los ojos del mayor, brillando con intensidad —. Tendrás que complacer a tu nuevo Rey.

Nunca en su vida había planeado escuchar aquellas palabras ¿este era el padre de la iglesia? Quien alababa a Yzier en todo momento.

Estaba confundido pero entusiasmado.

—¿Qué tendría que hacer? —sintió el aliento del mayor colarse por su oído, infiltrando el aire caliente. Causando cosquilleo en su espalda.

—Serás mi pedazo de carne, pero nunca te va a faltar nada —aquella sonrisa, estaba plasmada en su rostro.

De un momento a otro, fue arrodillado, ante las inminentes piernas del mayor.

—Es hora de que te pongas a rezar —vio con miedo al mayor, quien tenía aquella sonrisa y sus ojos pasaron de ser normales a tornarse completamente rojos.

Como si fuera una luna sangrienta.

Tenía miedo, pero sus manos venosas sujetando su cabello con fuerza le hacían poner sus manos juntas, como si estuviera a punto de rezar.

—Vamos Jaime, raza para tu amo —una voz ronca, ojos rojos como la sangre, traje negro y una mano desabrochando su tirante, dejando que sus pantalones caigan al frío piso de madera.

—Después de mí.

Y así fue como con lágrimas en los ojos y voz temblorosa, comenzó a rezar.

 
Oh a ti, señor Satán,


Fiel defensor de nuestros pecados,

Dueño de nuestra carne y huesos,

Asesino de nuestros pensamientos,

Te llamamos para la llegada de la luna roja.

Oh a ti, señor Satán,

Tu que dictas la sentencia de los condenados,

Te llamamos,

Te alabamos,


—Oh a ti señor Satán, por favor, tómame en tus manos.

Lo último que sintió fue como el grande miembro del padre entraba en su boca, haciendo que las lágrimas que estaba acumulando salieran sin piedad alguna.

El cielo se volvió oscuro, el lugar comenzaba a tener un leve olor a azufre.

La luna roja estaba comenzando a asomarse.

Fue cuando se dio cuenta que estaba arrodillado ante el mismo diablo, ante el mismo pecado.

—Una vez más te tengo entre mis manos, plebeyo Sanic.

Aquellas palabras habían confundido su mente, pero estaba más entretenido en escuchar los fuertes gemidos de aquel hombre.




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