Jueves, 12:33 a.m.
- Bien, si no hay más preguntas, repartiré unos folletos para que, si son tan amables, rellenen la encuesta.
Silvia se apartó un mechón de pelo castaño, recogiéndolo tras su oreja, y acto seguido repartió unas octavillas a todos los miembros del grupo, con su correspondiente bolígrafo. Esperó paciente que hubiesen terminado, recogiendo de nuevo los papeles.
- Espero que hayan disfrutado, muchas gracias por su visita.
Todos se marcharon sonrientes, excepto uno de ellos, que se mantuvo allí; a su lado contemplando Las bodas de Caná. Ella también se mantuvo allí, al lado de aquel espectador. Este, tras unos instantes, se giró para mirarla. Se mantuvieron la mirada durante unos segundos.
- John Shelby - se presentó este, tendiéndole la mano, sonriente.
Ella, aunque algo sorprendida, le tendió la mano a su vez.
- Silvia Bianchi, encantada - le devolvió la sonrisa y se estrecharon la mano. - ¿Le ha quedado alguna duda, señor Shelby?
Él dirigió su mirada divertido hacia el suelo durante un par de segundos, para luego alzarla hacia ella esbozando una sonrisa ladeada.
- Simplemente quería felicitarla por su labor, su trabajo es impecable y extraordinario - alegó él. Silvia se sonrojó por un momento, y no pudo evitar que se formase una sonrisa tímida en sus labios. - ¿Lleva mucho tiempo trabajando aquí?
- Apenas un año - contestó ella, calculando rápidamente en su cabeza. - Terminé la carrera y encontré trabajo rápidamente, a decir verdad.
- Vaya, mis sospechas son ciertas - ambos rieron; ella más por ser amable, él por anticiparse a lo que diría después: - Es usted muy joven.
- Veintidós años - respondió ella. - Y como siga tratándome de usted me va a añadir treinta más.
- Lo mismo digo - eso le hizo reír, aparentemente ambos disfrutaban de aquella sencilla conversación. - Silvia, ¿qué tal si me das tu teléfono y me dejas invitarte a un café?
Ella parpadeó varias veces, sorprendida: nunca le habían entrado de manera tan directa en el trabajo. Sin embargo, se detuvo brevemente a observar a su pretendiente: rubio, pelo corto, ojos redondos y azules, bien afeitado, mandíbula marcada, labios carnosos, musculoso y de apariencia joven. Escaneándolo así, rápidamente, se dijo que por qué no. Era bastante guapo, era más alto que ella y se le veía bastante fuerte. Tenía mucho potencial, además de envolverle cierto aura de misterio, sumándole aún más puntos.
- De acuerdo, John - sonrió de manera pícara, extrayendo una de sus tarjetas. Se la tendió, y el joven se la guardó en uno de los bolsillos de su chaqueta. - Esperaré su llamada.
- Será más pronto de lo que cree - fijando en ella su mirada, se acercó, y le plató dos besos, uno por mejilla, muy cerca de las comisuras de sus labios. - Hasta entonces - sonrió abiertamente, satisfecho consigo mismo, y comenzó a caminar en dirección contraria, hacia la salida.
Ella se giró para verlo marchar, y cuando lo hubo perdido de vista, soltó todo el aire que había retenido en sus pulmones. Miró rápidamente a un lado y a otro, asegurándose que nadie había visto aquella escena, y luego bajó la vista hacia su reloj. Allí finalizaba su turno en la galería, así que comenzó a andar hacia el interior, abanicándose con los folletos.
Anduvo por los serpenteantes pasillos, dirigiéndose hacia una pequeña puerta, sobre la que se leía claramente: Ingresso vietato eccetto personale autorizzato. Introdujo la tarjeta imantada que colgaba de su cuello en una ranura situada al lado de la puerta, deslizándola. Un pitido indicó que había sido reconocida, así que abrió la puerta y la cerró detrás de ella, introduciéndose en las tripas de la galería.
Allí dentro se respiraba otro ambiente. Era mucho más ajetreado, más cargado, había mucho más movimiento y mucho más ruido. Aquello eran las oficinas, las que atravesó rápidamente, saludando con la mano a compañeros que conocía. Subió las escaleras del fondo, pasando de largo la segunda y la tercera planta. La cuarta era la planta más grande de toda la galería, y todo era quietud. Allí se encontraban los conservadores y restauradores, trabajando cada uno en lo suyo. Una quinta planta estaba reservada a los trabajadores de cara al público, las taquillas, y la cafetería con una gran terraza. Los almacenes estaban todos en los pisos subterráneos.
Entró decidida en la cafetería, y mientras se acercaba a la máquina para sacar el tiquet de su capuchino, escaneaba todas las mesas en el interior en busca de alguna cara conocida. Se acercó a la barra y le entregó el papelito amarillo a uno de los camareros, cuando un toque en el hombro derecho la hizo girarse. Se encontró con unos grandes ojos marrones, enmarcados en unas gruesas pestañas.
- Buenos días, Eugenia - Silvia sonrió a su colega, una mujer un par de años mayor que ella, y si algo la caracterizaba eran sus cabellos cortos y de color rubio y sus grandes pechos. - ¿Desayunando ahora?
Eugenia asintió con la cabeza.
- Tengo cinco grupos esta tarde, y quería pasarme a hacer un poco de relación social - se acercó a su oído - Aunque aquí son todos unos estirados hippies que no sacan la cabeza de las piezas -
Ambas rieron por lo bajo, dando un vistazo a la cafetería; asegurándose de que nadie las hubiera oído.
Eugenia le dio un ligero golpe con el codo a Silvia una vez hubo cogido su café, y con un gesto de la cabeza la indicó que quería salir a la terraza. Ambas se dirigieron al exterior por uno de los grandes ventanales y tomaron asiento en una de las pequeñas mesas redondas pintadas de blanco. Acercaron las sillas de metal una a la otra, y Eugenia extrajo un paquete de tabaco del bolso que colgaba de su hombro
- ¿Malboro? - preguntó divertida Silvia a su compañera, que ahora estaba en mitad de la complicada tarea de encontrar un mechero dentro del bolso - ¿Te han subido el sueldo y no me he enterado?
Eugenia le sacó la lengua, para después soltar una pequeña carcajada.
- Pasé ayer a comprar a un bar que me pillaba de camino a casa y no tenían Camel en la máquina - arrugó su nariz en un gesto divertido y al fin encontró el mechero.
Cerró el bolso, dejándolo encima de la mesa. Se puso un cigarro entre sus labios y lo encendió, soltando una densa nube de humo gris.
Silvia la imitó. Dejó el mechero encima de la mesa, dándose cuenta de que faltaba algo en la superficie blanca. Oteó las demás mesas, todas vacías, hasta que un cenicero se cruzó en el camino de sus ojos verdes.
- Yo voy a ver si puedo bajar hoy al estanco - comentó distraídamente, mientras se levantaba y avanzaba hacia una de las otras mesas, seguida por la mirada de su compañera. - Lo que pueda pasarme esta tarde es un auténtico misterio - sonrió hacia la rubia, cogió el cenicero y volvió a la mesa.
Eugenia captó la indirecta y se inclinó sobre la madera, removiendo su café.
- ¿Acaso tienes una cita? - preguntó pícara, dedicándola una sonrisa ladeada y levantando una de sus finas cejas.
Silvia tomó de nuevo asiento, y dejando el cenicero encima de la mesa, ambas dieron unan calada al cigarro.
- Hoy le he dado mi teléfono a uno de los visitantes - sonrió abiertamente, orgullosa de su hazaña. - Además era muy guapo: rubio, con los ojos azules, el pelo muy muy corto... Y tenía unos brazos...
Eugenia tenía la boca abierta.
- Tía, pues espero que tenga un amigo para mí- soltaron una carcajada.
- Después de que me lo tire es todo tuyo - Silvia se encogió de hombros divertida, dando un gran sorbo a su café, ya a medias. - Sólo espero que folle bien -
Eugenia soltó una gran carcajada, asintiendo con la cabeza y dándole un leve golpe a Silvia en una de sus manos.
- Compra de esos condones que tienen estrías y puntitos - la aconsejó convencida, gestualizando con los dedos - Además; tienen como un gel en la parte de dentro que les hace aguantar más.
- Si folla mal no quiero que aguante más - volvieron a reír abiertamente, inclinándose en sus sillas. - Ya tengo en casa de los extra finos.
- Así tampoco se sentirán ofendidos - alegó la rubia - Que si utilizas los de las estrías parece que los estés insultando.
Un sonido de alarma las sacó a las dos de su conversación, y Silvia apagó el cigarro en el cenicero. Se llevó los dedos al reloj, y pulsando un botón, hizo que ese repetitivo sonido se extinguiese. Cogiendo su bolso se levantó de la silla.
- Mi tiempo en la galería ha terminado por hoy - se acercó a Eugenia y dejó un beso en su mejilla. - ¡Nos vemos el lunes!
- Ya me contarás cómo te ha ido - rió esta, despidiéndose agitando la mano.
Silvia asintió riendo, atravesó el ventanal y se despidió con la mano de los camareros. Atravesó la cafetería y descendió las escaleras a toda velocidad. Pasó por delante de Tomasso, el responsable de recepción e información, y salió al exterior.
Tras coger un autobús, y seguidamente un tranvía, por fin vislumbraba su edificio. Era un bloque de pisos de una gran urbanización cerca de la costa este siciliana. Todos con las fachadas pintadas de blanco, con los marcos de todas las ventanas de madera. Todos tenían ocho pisos, unas terrazas amplias (las más amplias en el ático), y los bajos tenían un gran patio interior. La azotea se utilizaba pocas veces para algo más que no fuera tender la ropa, pero ofrecía, al igual que las terrazas, unas vistas maravillosas al mar Mediterráneo.
Se apeó del tranvía a dos manzanas de su bloque. Anduvo no más de cinco minutos callejeando para llegar por el camino más corto, mientras solo pensaba en el largo baño que se daría al llegar a casa.
Al llegar a su portal, extrajo el manojo de llaves de su bolso y abrió la puerta. Cruzó el recibidor de baldosa y llamó al ascensor, que abrió sus puertas casi al instante. Una vez en su interior, pulsó el número ocho y contempló cómo las puertas de aluminio reluciente se cerraban despacio. Ninguno de los vecinos subió en aquel viaje, con lo que fue rápido. Salió de la claustrofóbica caja y, dando un par de pasos, la puerta de su piso se encontraba ante ella, impasible e ingobernable.
Introdujo la llave en la cerradura y, una vez dentro, cerró la puerta tras de sí.
Observó los cuatro ganchos que habían atornillado en la pared, viendo que sólo de uno de ellos colgaban un llavero sencillo del que pendía una piedra morada, con tres llaves tintadas de diversos colores. Colgó su manojo en uno de los ganchos y se quedó allí plantada.
- ¡Gina, estoy en casa! - saludó, esperando una respuesta.
- ¡Yo también! - contestó la llamada, desde lo que Silvia dedujo que sería su cuarto.
Esta asintió y anduvo por el estrecho recibidor, pasó por la sala de estar y subió unas estrechas escaleras de caracol que daban a la parte superior; tropezando con una pila de ropa al llegar arriba. Suspiró y la apartó un poco con el pie. Abrió una de las puertas que daban a las habitaciones y asomó la cabeza por el umbral.
En aquella sala, sentada en un escritorio, una muchacha joven, de cabello castaño cortado a la altura de la barbilla, escribía en un ordenador.
- Ravenna se ha llevado el coche, ¿verdad? - preguntó Silvia, haciendo que la joven se volviese en su silla para mirarla.
Unos ojos verdes la observaron durante unos instantes, enmarcados en un rostro de tez morena, labios finos y nariz ancha y pequeña. Sus pantalones del pijama y la camiseta holgada con alguna mancha de café indicaban que había estado todo el día en casa, encerrada en su cuarto; y sus ojos cansados, que había estado sin despegarse de la pantalla del ordenador.
- Sí, esta semana trabaja por la mañana - respondió ella, dejando escapar finalmente un pesado suspiro. Silvia asintió, y Gina se frotó la cara con las palmas de sus manos.
- Ayer no la vi en todo el día; no me dio tiempo a hablar con ella de los horarios - comentó Silvia, cargando el peso de su cuerpo en su pierna derecha, apoyándose contra el marco de la puerta. - ¿Sabes si se queda hasta tarde?
- No lo sé, tu hermana no me ha dicho nada - la joven se encogió de hombros, dejando escapar un bostezo. - La llamaré luego, por si viene a cenar.
- Yo también - Silvia frunció el ceño, pasando su vista por el escritorio de su prima. Entre un montón de papeles, posits de colores brillantes, algún bolígrafo y una barra de cacao, había unas cuantas tazas de café sin posavasos, que dejaban un fino cerco marrón en la superficie blanca del escritorio. Suspiró y extendió una mano. - Dame las tazas, las fregaré. ¿Te preparo otro café?
Gina se volvió distraída hacia su mesa, apiló las tazas y esperó a que Silvia se acercase para cogerlas.
- No, prepararé la comida - contestó, estirando los brazos al aire y emitiendo un sonido profundo. - Creo que voy a pedir cita con un masajista, me duele mucho la espalda.
Silvia dejó escapar una corta carcajada.
- Eso es porque estás todo el día sentada - alegó ella, cambiando el peso a la otra pierna. - ¿Quieres que vayamos luego a la playa? Así te despejas un poco.
- De acuerdo - sonrió su prima, deseosa de salir de casa. Con el rostro iluminado, comenzó a planificar en voz alta: - Déjame que haga la comida mientras tú te duchas, dormimos un poco y cogemos un tranvía a Cala Pola. ¿Qué te parece?
Silvia rió divertida, dando media vuelta con la pila de tazas en la mano.
- Mientras limpies ese asco de mesa que tienes, podemos hacer lo que quieras.
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