Uno

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"Con trabajo, esfuerzo y constancia llegarás muy lejos y podrás conseguir lo que te propongas."

Mi madre me dijo esa frase hace años, cuando era una simple mocosa que no tenía idea de nada, y desde entonces la tengo marcada a fuego en la cabeza. Esa frase, a pesar de mi corta edad, me hizo reflexionar. Hice caso a mi madre, pues quería convertirme en la mejor ingeniera aeroespacial de los Estados Unidos. Por eso había llevado a cabo una ardua tarea durante mi etapa en el instituto. Había grabado esas palabras en mi mente y en un papel en la pared que estaba junto a mi escritorio blanco, en mi habitación. Ese papel con las tres palabras era un recordatorio de que era capaz de conseguir cualquier cosa.

Gracias a hacer caso a las sabias palabras de mi progenitora, gracias a mi esfuerzo sacando buenas notas, a mi trabajo en el instituto y a mi constancia con los deberes, responsabilidades y estudios, había conseguido dar un paso más en mi sueño de ser la mejor ingeniera. Me había esforzado durante toda mi vida para sacar las mejores notas del instituto, además había conseguido destacar en el listado de los mejores estudiantes con las mejores notas en los SAT del Estado de Massachusetts. Gracias a mi esfuerzo y constancia había logrado entrar en la Universidad Politécnica y Local de Holmgraves, una ciudad situada al noroeste de Boston, la capital del Estado.

Una horda de personas caminando por mi lado me hizo salir de la ensoñación y de los agradecimientos hacia mi madre y sus palabras. Metí las manos dentro de las mangas de la camiseta, en una señal de miedo y nervios; inhalé oxígeno lentamente y expulsé los restos de dióxido de carbono de mis pulmones. Cerré los ojos y los abrí cuando terminé de contar hasta tres, en un intento de disipar los nervios. Repetí el proceso varias veces, hasta que sentí que estaba exagerando y que el resto de los estudiantes me miraba de forma extraña.

Con miedo, subí los peldaños de la vieja escalera de piedra que llevaba a la entrada principal. Caminé, fingiendo seguridad, hasta el aula correspondiente. Incluso antes de recibir la carta de aceptación a la universidad, me había recorrido estos pasillos y los jardines exteriores miles de veces, pues siempre había querido entrar aquí y sentirme una universitaria, quería sentirme a gusto, en mi entorno. Si ya me lo recorría antes, cuando recibí la carta las visitas se multiplicaron, venía cada vez que era posible.

El aula era tal y como la recordaba de las ilimitadas visitas, aunque esta vez estaba llena de gente, por lo que me adentré y busqué un sitio en las primeras filas. Saludé levemente a un par de personas que estaban a mi lado y saqué mi portátil, el cual estaba para el arrastre, pero mientras funcionase iba bien.

No intenté comenzar una conversación con nadie y nadie lo intentó hacer conmigo, pues tuvieron que verme centrada en el ordenador, abriendo el horario de clase, abriendo el primer tema de la asignatura que ya habían subido y, también, abriendo un documento para empezar a escribir.

Sé que parecía una rancia, una borde y una antisocial, pero mi objetivo no era hacer amigos, no me había esforzado toda mi vida estudiando para eso. Mi objetivo era ser una gran ingeniera aeroespacial y eso iba a conseguir. Hacer amigos solo lograría que la meta se alejase más y más. Además, había venido a estudiar, no a relacionarme.

Una señora alta, delgada y con la pinta de ser un sol entró por la puerta, en una mano llevaba un maletín, el cual dejó en su escritorio. Toqueteó algo en el ordenador de mesa y bajó la pizarra digital. Las diapositivas de un Power Point se reflejaron en la pantalla. Agarró un mando para poder cambiarlas sin necesidad de tocar las teclas y se puso delante del escritorio, apoyándose en él.

—Soy Anne Stevens y voy a ser vuestra profesora de "Economía de la expresión" durante este cuatrimestre —sus tirabuzones negros le caían sobre el torso. Cruzó los brazos sobre el pecho y observó a toda la clase—. ¿Quién sabría decirme qué es la economía? —varias personas levantaron la mano, pero yo mantuve la mía junto a las teclas del ordenador. Sabía lo que era la economía y sabía de lo que iba el tema por habérmelo estado mirando los días previos al comienzo de clase, pero no quería hablar la primera. La profesora eligió a alguien que tenía la mano levantada—. Bien y ¿entonces qué es la economía de la expresión o la economía lingüística? —también sabía la respuesta a esta pregunta, por lo que ya que alguien había roto el hielo decidí levantar la mano—. La de la sudadera blanca con rayas negras, ¿nombre?

—Violet Campbell —respondí. Luego, sin mirar a nadie ni a nada, contesté a su pregunta—. La economía lingüística es una reducción del esfuerzo a la hora de hablar, es decir, acorta información innecesaria y que no aporta nada al resto del discurso.

—Dime un ejemplo —descruzó los brazos y los apoyó en el escritorio. Mentalmente, busqué un ejemplo y recordé la búsqueda en internet sobre esto.

—Pues en lugar de decir Estimados cardiólogos, pediatras, neumólogos, endocrinólogos y médicos de otras especialidades decimos Estimados médicos. Ese "médico" ya abarca y hace referencia a todas las especialidades que hay dentro del mundo de la medicina.

—Bien, señorita Campbell —dejó de estar apoyada y cambió de diapositiva. Contenta por haber acertado y haberme hecho denotar, sonreí levemente y me preparé para escribir—. Como habéis podido comprobar, esta asignatura es más teórica que el resto, así que tenéis que dedicarle más horas de estudio, pero si lo lleváis todo al día, los exámenes finales serán pan comido.

Después de ese comentario, nos mostró los parámetros de la asignatura, además de los porcentajes y cosas a saber a cara el examen y necesarias para aprobar la asignatura y conseguir todos los créditos. Anoté en mi ordenador las charlas que recomendaba, además de los artículos y vídeos que nos iban a resultar útiles para entender de que iba todo. Cuando terminó de explicarnos el funcionamiento nos dejó el resto de la hora libre. Así que cerré el portátil y con cuidado lo metí en la maleta.

Aproveché el descanso para comprarme un café en la máquina que había en uno de los descansillos, junto a una máquina expendedora. No traía mucho suelto para poder permitirme un café de la cafetería que había en el campus, así que me conformé con ese, aunque ni punto de comparación con uno preparado por una cafetera auténtica.

Mi teléfono vibró, avisándome de un mensaje entrante. Fruncí el ceño y miré de quien era. Se trataba de mi madre, quien me avisaba que había dejado comida en la nevera y lo único que tenía que hacer era calentarla en el microondas. Asimismo, me dijo que pusiese la lavadora cuando llegase y que me ocupase de recoger un poco la casa. Rodé los ojos, se suponía que iba a descansar, que era su día, pero había acabado yéndose a trabajar.

Le contesté con un entendimiento y un corazón, para que supiese que no me molestaba y que me había enterado de sus recados. Bloqueé el teléfono y bebí de mi café, fruncí el ceño por lo rápido que se me había enfriado. Resoplé y lo tiré a la basura. Genial, había gastado el poco dinero que tenía suelto en nada.

Decidí que lo mejor era matar el tiempo que quedaba para la otra clase. Así que me encaminé hasta esa aula y me senté en una de las sillas que había fuera de esta. Después de estar un rato mirando el móvil y los apuntes que tenía en él, la puerta del aula se abrió, indicando que ya podíamos entrar.

La dinámica de esa clase fue la misma que la que tuve en la anterior. Por lo que quince minutos después de estar allí, el profesor nos dejó salir y como ya no tenía más clases me fui.

Bajé las viejas escaleras de la entrada y busqué en mi maleta las llaves. Me encaminé hasta la zona donde se aparcaban las bicicletas y busqué la mía. Saqué el casco de la bolsa que llevaba conmigo y me lo puse, le quité el candado a la bicicleta. Me monté y empecé a pedalear hasta mi casa.

Mi madre odiaba que fuese en bicicleta a todos los sitios, temía que un día me saltase un semáforo o un coche lo hiciese y recibiese una llamada mientras trabajaba, o mientras estuviese en casa, sobre que me han atropellado e iba de camino al hospital. Pero yo odiaba ir en autobús, me agobiaba ir en él de una manera inimaginable. Sufría mucho cuando tenía que ir en él para el colegio. En el instituto lo intenté, pero cuando una de mis vecinas me regaló la bicicleta de uno de sus hijos, abandoné el transporte público y empecé a ir en este vehículo de dos ruedas. Eran todas ventajas cuando iba en ella: no estaba rodeada de gente, no apestaba a sudor y podía sentir el aire y la brisa en mi cara, lo que era relajante.

Me sentía libre cuando montaba en bicicleta, por eso el camino a casa o a algún sitio me encantaba tanto. Era el único momento en el que me sentía increíble y sin responsabilidades, pero nunca llegaba a disfrutarlo a fondo, puesto que los estudios no me dejaban tiempo para nada más. Por eso aprovechaba al máximo estos ratitos en bicicleta.

Cuando vi la señal que indica que mi urbanización estaba cerca, fui frenando un poco y me bajé al llegar a la puerta del jardín y meto la bicicleta en el garaje. Entré en casa y di un grito a la nada. Hacer eso era como una especie de ritual y tradición personal. No sabía por qué, pero lo era.

Caminé hasta la cocina y miré en la nevera lo que mi madre nos había dejado de comer. Fruncí el ceño, con una mezcla de aburrimiento y asco, al ver que era lo mismo de hace un par de días. Otra vez macarrones. Amaba los macarrones, pero comerlos todos los días me mataba lentamente. Como mi madre se ha pasado toda la vida trabajando, me vi obligada a aprender a cocinar de pequeña, pero no había nada en la alacena con lo que apañarme, por lo que debía volver a comer pasta con tomate; el almuerzo más fácil, barato y asequible que mi madre podía realizar.

Como todavía era temprano para almorzar, cogí un yogur y una cuchara y subí a mi habitación. Me quité la mochila de los hombros y la puse en la cama, saqué el portátil y me puse un vídeo en Youtube para ver mientras comía. Cuando me terminé el yogur, quité el vídeo y me metí en la página web de mi carrera para ver si había algo nuevo, pero nada.

Cerré el portátil y me tumbé en la cama boca arriba, con los brazos extendidos. Me quedé observando el techo, lleno de estrellas fluorescentes que brillaban cuando las luces se apagaban. Esas estrellas llevaban ahí desde que tengo memoria y las amaba. Por las noches, cuando no podía dormir, me quedaba observándolas. Siempre que estaba nerviosa por un examen las miraba, haciéndolo llegaba a un estado de paz, de seguridad y de confianza.

El sonido de un portazo, seguido de voces me indicó que mi hermano pequeño había llegado del instituto. Miré la hora en el teléfono y me di cuenta de que había estado divagando más de lo normal y había perdido la noción del tiempo.

Bajé a la planta baja, a la cocina, donde me encontré a Jason cogiendo de la nevera su plato y metiéndolo en el microondas. Mi hermano Jason era igual que mi madre y que yo, con sus quince años ya era bastante alto y casi me superaba, y eso que yo era alta. Tenía la tez blanca, los ojos azules y una melena castaña clara, la cual se negaba a cortar y dejar igualada; no importaban los ruegos por parte de mi progenitora y por mi parte para que se lo rapase, el chico tenía las ideas claras.

—¿Cómo te han ido las clases? —metí los puños dentro de la sudadera, me apoyé en la mesa de la cocina y le miré, intrigada. No tenía una relación especialmente buena con mi hermano, nos llevábamos bien, sí, pero más del cincuenta por ciento del tiempo nos lo pasábamos discutiendo por tonterías.

—Aburridas —contestó sin mirarme, sacó su plato del microondas y se sentó para comer. Mis tripas rugieron al verle y al oler la comida, por lo que seguí su acción —. ¿Mamá está trabajando? —hice un ruidito en afirmación. Jason asintió y continuó comiendo.

Los dos comimos en silencio y cuando terminó, puso su plato en el fregadero y se fue, dejándome sola en la cocina, con mis pensamientos y con el incesante ruido de la nevera. Resoplé y terminé de comer, luego recordé la serie de recados que me había dejado mi madre. Recogí un poco el salón y la cocina.

Mi casa no era especialmente grande, por lo que se podía recoger o limpiar por una persona, aunque nunca venía de mal algo de ayuda. Normalmente nos turnábamos para limpiar, pero yo era la que hacía la parte más gorda, ya que Jason vivía en los mundos de la pubertad y la mala leche y mi madre trabajaba la mayoría del tiempo, pero no me importaba hacerlo. Mientras no tuviese exámenes a la vista ni ninguna tarea que adelantar ni poner al día, todo perfecto. El problema venía cuando tenía cosas de esas a la vista, pues la limpieza de la casa se reducía o simplemente se paraba, dejando nuestra vivienda hecha un asco.

Subí a la planta alta y busqué en el baño de allí ropa sucia. Cogí con los dedos como si fueran pinzas la ropa de Jason, quien tenía la manía de dejarla tirada por todas partes menos por la que tenía que dejarla, y la metí en el cesto de ropa sucia. Mi hermano y yo compartíamos este cuarto de baño, por lo que las guerras y discusiones eran mayores. Nuestras habitaciones también estaban en la planta alta y la de mi madre estaba abajo, pues como se llevaba todo el día de un lado para otro no quería tener que llegar a casa y subir escaleras, quería tirarse en su cama y dormir.

Con toda la ropa sucia metida en el cesto, lo cogí y bajé las escaleras hasta la cocina, donde estaba la lavadora. Metí la ropa en ella y le eché los productos necesarios. Cerré el tambor y la programé. Cuando empezó a dar vueltas, me alejé de ella y salí de la cocina, pero antes que pudiese hacerlo una serie de pitidos empezó a escucharse.

Confundida, me giré y entré en pánico cuando vi que salía agua de la lavadora y que había dejado de funcionar. Empecé a maldecir y le di una patada a la lavadora, me llevé las manos a la cabeza, angustiada porque se había averiado en el peor momento. Corrí hasta el baño de mi madre y cogí un par de toallas del lavabo. Volví a la cocina y las puse donde salía el agua.

Fui a mi habitación a buscar mi teléfono para llamar a mi madre y explicarle lo ocurrido. Pasé junto a la puerta de Jason, quien se estaba hartando de chillar y maldecir mientras jugaba a videojuegos.

Llamé a mi madre un par de veces, pero me saltó el contestador en ambas ocasiones. Cerré los ojos e intenté relajarme. Era una simple avería, no pasaba nada. Vi como el agua seguía saliendo del desagüe de la lavadora, así que, por precaución, apagué los plomos y corté la luz, haciendo que mi hermano pegase un grito de maldición, e hice lo que menos me apetecía en el mundo: pedirle ayuda a mis vecinos.

¡Hola!

¿Qué os ha parecido? ¿Tenéis ganas de saber más?

La personalidad de Violet es un poco diferente a la que estoy acostumbrada a escribir🙈

Hoy es uno de los días favoritos de Violet🥴. 14/03, o para los norteamericanos, 3/14, es decir, ¡es el día del número Pi (π), 3,141592...! Nuestra prota es un poco friki fan de las matemáticas, así que este día le encanta🥰

Aquí tenemos el primer capítulo, conocemos un poco más a nuestra protagonista y podemos leer un poco de su personalidad.

He estado investigando y en la universidad de Madrid la asignatura de la que hablan existe, aunque no estoy muy segura sobre si la he definido bien.

Como nuestra querida Violet Campbell tenemos a Liana Liberato:

Pronto descubriremos al resto de los personajes...






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