Siete

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¿Sabíais que no éramos capaces de vernos a unos mismos?

La única imagen que percibían nuestros ojos eran simples proyecciones o reflejos que aparecían en las fotos o en los espejos. No nos podíamos ver de verdad. Nunca. Ni siquiera los reflejos que veíamos eran certeros ni cien por cien seguros y acorde a nosotros. La única cosa que podía decirte como eras, eran las personas a tu alrededor, y ni siquiera podías fiarte de esas opiniones, ya que quizás te decían algo para hacerte sentir mejor, mintiendo y ocultando la verdad.

Fruncí el ceño al ver mi reflejo en el espejo de mi habitación. Estaba hecha un desastre, pero no había tenido tiempo de nada y pronto tenía que dejar mi casa y salir, a pesar de la poca ilusión que me hacía. Me abroché el botón de los vaqueros y me puse una sudadera por encima, tapándome los brazos y todo el torso. Caminé hasta el baño, donde me lavé la cara y me cepillé los dientes, para luego, cepillarme el pelo y que dejase de parecer un estropajo. Observé mi pálido rostro, pestañeé y, con unos pellizcos en las redondeadas mejillas, intenté darme algo de color y que se me quitase este color blanco fantasma. Apoyé las manos en el lavabo y levanté la barbilla mientras me miraba en el espejo. El reflejo de mis azules ojos me observaba. Inspeccioné meticulosamente mi cara, el pequeño lunar que tenía justo al lado de la nariz, el cual me gustaba a ratos; mis cejas depiladas de tal manera que siempre parecía que estaba juzgando a los demás.

Me asusté cuando escuché los sonoros golpes contra la puerta del baño. Jason la aporreaba, llamando mi atención. Me chilló algo, a lo que le respondí de la misma manera. Salí del baño, con prisas, y caminé hasta mi habitación, donde cambié las simples zapatillas de andar por casa por unos deportes blancos sencillos. Cogí mi maleta, la cual utilizaba como bolso y mi teléfono y bajé por las escaleras hasta la entrada de la casa. Rodé los ojos al ver a Jason, intentando mantener una conversación con Morgan.

—¿Y qué haces mañana por la noche? —apreté los labios, intentando contener la vergüenza ajena por las palabras de mi hermano pequeño hacia la pelinegra, quien se le notaba que se lo estaba pasando bien.

—Voy a ir a profanar tumbas al cementerio. ¿Quieres venir? —inclinó la cabeza con una sonrisa inocente. No estaba mirando la cara de mi hermano, pero por la manera en la que sus hombros se tensaron, supe que se había puesto nervioso. Mi cara también debía parecer un poema, ya que no me esperaba esa respuesta.

—Eh...yo... creo que paso —Jason se dio la vuelta y pasó por mi lado, subiendo las escaleras. Parpadeé, lentamente por lo que acababa de pasar. Me llevé una mano a la boca para contener la carcajada que amenazaba por salir. Morgan me miraba con una sonrisa, divertida por la situación. Caminé hasta ella y acepté el casco de sobra que llevaba. Antes de montarme, conté hasta diez. Morgan se puso una sudadera sobre su top negro, a juego con su cabello, y el casco. Luego se montó, con un toque, me invitó a seguirla. Una vez arriba, hice lo mismo que la otra vez, rodeé su cintura y cerré los ojos, esperando que el viaje pasase rápido.

Morgan se quitó el casco de la moto, de tal manera que parecía que lo hacía a cámara lenta, moviendo su melena de un lado a otro y recolocándosela con las manos. Sus pobladas cejas, perfectamente maquilladas y delineadas, seguían intactas, al igual que su exagerado maquillaje de ojos. Se quitó la sudadera y la llevó en la mano por todo el campus, mostrando todos los minúsculos y minimalistas tatuajes que tenía en ambos brazos. Caminé detrás de ella, siguiendo sus pasos hasta la zona donde se encontraba el campo de rugby.

Todo el campo estaba lleno, a pesar de la mala reputación que tenía nuestro equipo, pero era el primer partido de práctica antes de dar comienzo al campeonato. Por lo que la gente venía a apoyar al equipo local, para mostrarles que tenían apoyo y que debían ganar, que no importaban los anteriores resultados. O quizás venían con la misma intención que mi compañera de trabajo, para reírse de ellos y comer palomitas. Me pasó una lata de refresco y caminamos hasta las gradas, donde nos sentamos a ver como calentaban ambos equipos.

No entendía de fútbol americano y, sinceramente, de ningún deporte en general. Nunca me habían gustado y en la secundaria conseguía buenas notas en Educación Física gracias a los exámenes escritos, aunque siempre me esforzaba al máximo en los prácticos y eso mis profesores lo tenían en cuenta. Mi media estudiantil era altísima, pero lo hubiese sido mucho más si no fuese por esa asignatura del demonio.

El pitido del silbato por parte del árbitro dio por finalizado el calentamiento y por comenzado el partido. No me hacía falta ser una experta en los deportes para saber como funcionaba un partido. Observé a los once jugadores del equipo de la escuela. Desde la distancia se podía distinguir al mariscal del equipo, en la parte trasera de la línea ofensiva, esperando a recibir el pase y correr.

A pesar de no ser una aficionada a los deportes, era algo que me fascinaba ver. Era maravilloso ver correr a las personas por medio de la pista, esquivándose unos a otros, lanzando el balón de una punta a otra de una forma perfecta y maravillosa. Volando a través del aire, esperando que otro compañero lo tomase al vuelo y no que alguien del otro equipo bloquease el pase y consiguiese el balón. Era una sensación de euforia maravillosa e increíble.

Morgan, a mi lado, lanzaba palomitas al aire y las captaba con la boca, una y otra vez. Rei al verle así, fue ella quien me trajo al partido, pero había acabado estando yo más centrada. La pelinegra dejó de jugar con la comida y empezó a prestar atención cuando nuestro equipo marcó otro tanto, haciendo que empezásemos a llevar la delantera y la ventaja en el juego. El equipo se juntó y empezó a chillar cuando terminaron los primeros quince minutos del partido y finalizando la primera de las cuatro partes que solía tener uno.

Unos minutos después, comenzó de nuevo el partido. El balón volaba de una punta a otra, ganando puntos tanto un equipo como otro, enzarzando una constante batalla de defensas y contra ataques, ganando puntos un equipo, para que luego llegase el otro e hiciese lo mismo, poniéndolo contra las cuerdas una y otra vez, sin parar. Fruncí el ceño, extrañada ante el comportamiento de uno de los jugadores del equipo de nuestra universidad. Estaba perdiendo la calma, a pesar de ser un partido de práctica que no significaba nada. Morgan se levantó para mirar mejor como el jugador número ochenta y tres tiraba el casco al suelo cuando lo mandaron al banquillo. La pelinegra empezó a reírse al ver el cabreo del chico y se volvió a sentar.

Cuando dieron el descanso grande, aprovechamos para ir al baño. Pasamos junto a los vestuarios del equipo masculino, de donde salieron varios jugadores. Crucé la mirada con el cenutrio que tenía como rival. Esa vez no me guiñó el ojo de forma burlona, siguió caminando junto a alguien detrás de él, intentando pararle los pies y relajarle. Resultó ser que Oliver Moore era el jugador número ochenta y tres y al que habían mandado al banquillo, por hacer más alboroto del indicado y por tomarse el juego demasiado en serio.

Volvimos a las gradas, las cuales seguían llenas de aficionados, deseando saber cómo iba a terminar el partido, el cual estaba en su ecuador. Metí los puños dentro de las mangas de la sudadera verde que llevaba y apoyé la cabeza en las manos, las cuales estaban sobre mis rodillas, observando a los jugadores entrar en el campo. Miré extrañada a la pelinegra cuando empezó a llamar a alguien, le vi menear el brazo efusivamente. Me tensé en la banca viendo como se acercaba esa persona.

—¡Qué de tiempo! ¿Cómo te va? —sonreí a la otra persona y, toda la atención que tenía en el juego se centró en él. Noah se rascó la cabeza, algo divertido, o incómodo, ante la efusividad de la pelinegra.

Recordé que Morgan, al igual que mi vecino, era dos años mayor que yo, por lo que estuvieron en el mismo curso juntos y compartían la mayoría de las clases. Noah le explicó resumidamente como iba su vida y la pelinegra le respondió de la misma manera, feliz de reencontrarse con él.

—No sabía qué te gustaba el fútbol americano —Noah inclinó la cabeza y sonrió, al dirigirse a mí. Le sonreí, algo incómoda y nerviosa—. Yo he venido con un par de amigos que conocen a algún que otro jugador —habló de nuevo.

—No es que me guste, pero tampoco está mal —logré contestar. Por dentro me di una palmada en la frente ante la estupidez que acababa de decir. ¿Por qué me ponía tan nerviosa cada vez que lo tenía en frente? Tenía una media de nueve y medio, Lengua y Literatura se me daba súper bien, pero, a la hora de hablar con Noah, todas las letras bailaban en mi mente y no era capaz de unirlas ni conectarlas para decir cosas coherentes y con sentido—. Quiero decir, es el primer partido al que vengo. Pero no está mal.

Noah me sonrió y se fue cuando uno de sus amigos vino a buscarle. Se despidió de nosotras con la mano. Observé como se iba, su camisa roja de cuadros se movía a causa del movimiento y del poco aire que corría, ondeándola de un lado a otro. Me froté la cara con las manos, avergonzada por mi poca labia y habilidad social. Morgan, a mi lado, empezó a reírse y me pasó un brazo por los hombros.

—Ay, querida amiga, creo que te gusta alguien... —canturreó.

Amiga. Me había llamado amiga. Nunca lo había pensado. Siempre había visto a Morgan como mi compañera de trabajo, como una chica que me ayudaba en la cafetería y me daba consejos de vez en cuando sobre la preparación de bebidas, como una persona que me estaba sacando de la zona de confort en la que estaba metida, a través de sus paseos en motos por la ciudad. No sabía que era la sensación de amistad, nunca la había experimentado, pero Morgan estaba haciendo que conociese cosas nuevas. Cosas que pensaba que no eran necesarias.

—¿Somos amigas? —pregunté en voz alta. Morgan me miró, confusa. Su ceño fruncido se fue relajando y me sonrió.

—Pues claro que lo somos, novata —alborotó mi cabello con una mano, haciéndome reír un poco.

Sonreí, feliz de por fin poder llamar a Morgan amiga. Feliz de que mi primera amiga fuese alguien tan interesante y dinámica como lo era Morgan, con sus brazos llenos de tinta y con más perforaciones en la cara de lo que podía contar. Morgan y yo éramos dos como el sol y la luna, la noche y el día o el agua y el aceite. Pero como decía la Ley de Faraday: "los polos opuestos se atraen". Y nunca había estado tan segura de afirmar que esa ley tenía toda la razón.

Los dos tiempos restantes fueron un desastre sin la presencia del estúpido de Moore. Las gradas no estaban contentas, su equipo ya no iba ganando. La derrota estaba sobre nosotros y el final del tercer tiempo estaba a la vuelta de la esquina.

—Va a volver a salir —escuché decir a alguien a mi lado. Un señor mayor, aficionado al fútbol, que se llevó la mayoría del partido hablando de las jugadas que podían realizar, de los pases y de los movimientos adecuados. Dirigí mi mirada hacia el lugar donde señalaba. El número ochenta y tres corría de un lado a otro, calentando y estirando. El silbato sonó, permitiendo su entrada e intercambio con otro jugador.

El partido volvió a mejorar a partir de entonces. Perdimos un set, pero ganamos tres. Todo por las jugadas de Oliver, quien, a pesar de ser nuevo en el equipo y ser un jugador regular y normal, había logrado mantener el juego a flote y dándonos la victoria. Moore apuntaba maneras. Era increíble como no era el mariscal del equipo ni ningún otro jugador esencial, pero estaba claro, de que tarde o temprano lo iba a conseguir. La mirada de hambre y deseo por conseguir el título de capitán lo delataba, todos sus compañeros lo sabían. Pues el entusiasmo y las ganas que ponía al jugar estaban ahí.

El árbitro tocó el silbato, indicando el final del partido. Toda la grada se levantó a ovacionar. Era un simple partido de prueba, pero no para los fanáticos del equipo local. Esta victoria era la primera que ocurría después de tantos años sin ser capaces de lograr una. Esta victoria indicaba que no importaba la mala racha por la que pasaban, que todo el mundo podía tener una, que lo importante era que se podía salir del pozo. Que no importaban las piedras que nos encontrásemos en el camino, siempre íbamos a poder continuar, siendo cada vez más fuertes.

Este partido hizo que la mala reputación de los Bulldogs perdiese un poco de importancia. Ya no eran los "perritos cansados" o "los chuchos que se asfixiaban al correr". Estaban volviendo, poco a poco, a ser el gran equipo que fueron una vez, a ser los perros peligrosos de los que había que tener cuidado, con los que no había que meterse ni cachondearse.

Y todo era gracias a la llegada de Oliver Moore, quien, gracias a su entrada triunfal en el partido después de haber estado en el banquillo, logró subir la moral de sus compañeros y logró la victoria, gracias a los largos pases que conseguía, a su agilidad en el campo y a sus movimientos escurridizos por medio del césped para lograr unas tantas anotaciones.

Moore era una bestia tanto en el campo como en los estudios. Y eso me aterraba.

El piar de los pajaritos animaba mi paso por el campus de la facultad. Tenía unas horas libres antes de la siguiente clase, por lo que iba en búsqueda de un árbol en el que poder apoyarme en su tronco para poder estudiar y repasar los apuntes que había hecho.

Las suaves voces de mis compañeros de facultad se escuchaban en el camino. Grupitos de amigos charlaban debajo de la sombra de un gran árbol, o sentados en medio del césped o, incluso, sentados en las mesas de picnic que se encontraban repartidas por todo el recinto.

El cielo estaba despejado y el sol brillaba con gran ímpetu, haciendo que el césped estuviese calentito y duro, eliminando todo rastro de agua o humedad debido a la lluvia de hacía un par de días. Los charcos seguían estando, aunque eran algo escasos, pero, si los pisabas, podías llegar a mojarte los pies, atravesando la tela de los zapatos y calcetines.

Al ir sumergida en mis nuevos apuntes, no me di cuenta del grito de advertencia hasta que fue demasiado tarde. Un balón impactó contra mi brazo, haciendo que todo lo que llevaba en las manos se cayese justo en el charco que tenía en frente. El balón me había hecho algo de daño, pero no tenía ni punto de comparación con el daño que me había hecho en el orgullo y en todas las horas perdidas que había empleado para hacer unos apuntes bonitos y fáciles de estudiar.

—¡Tú! —apunté al idiota con el dedo índica, acusatoriamente. Este me miró con una sonrisa de disculpas, aunque parecía más que se estaba cachondeando de mí. No me salían las palabras del cabreo que tenía en mi interior—. Ten más cuidado, lilipendo —cuando me cabreaba solía utilizar insultos extraños, era una manía que había generado a lo largo de los años—. Tienes un puto campo de fútbol a veinte metros. No deberías estar jugando en medio del campus —le espeté—. Que seas un niño de papá no te da permiso a hacer lo que te dé la gana. Sino te dejan jugar con los mayores, te aguantas y juegas en otro sitio. No en medio de todo el mundo.

—Ten más cuidado tú, cervatillo. Y deja de llamarme imbécil. No sabes una mierda sobre mí —contestó, dejando la diversión a un lado. Tenía la quijada apretada y me miraba fijamente a los ojos. En sus ojos verdes ya no había rastro de diversión, simplemente me miraban, vacíos de emociones. La única emoción que dejaba ver era la ira. Su corto y castaño cabello le caía torpemente por la frente—. Tú deberías ir más atenta por el camino y dejar de mirar unos estúpidos apuntes, mojigata —apreté los labios y fruncí el ceño, cabreada y centrando toda mi atención en él. Cerré los puños y apreté con tal fuerza que sentí como las uñas se me clavaban en las palmas de las manos.

Moore y yo comenzamos un concurso de miradas que no pensaba perder. El idiota respiraba con fuerza, sus esmeraldas estaban fijas en mis zafiros y no apartó la mirada en ningún momento.

Parecía una tontería que me cabrease por algo así, pero me había pasado horas pasando a limpio y dejando bonitos los apuntes para haberlos perdido a causa de un imbécil que no sabía apuntar con la pelota.

—Perdona, ha sido mi culpa —habló una tercera persona, de la cual no me había dado ni cuenta de su existencia hasta ahora, intentando poner paz y calma en el asunto. Un chico rubio me miró pidiéndome disculpas, agarró al estúpido y lo arrastró, haciendo que rompiésemos el juego de miradas. El rubio era el mismo chico que intentó calmar a la bestia después de que lo sacasen del campo. Extendió su mano hacia mí —. Me distraje en el momento que me lanzó la pelota. Discúlpanos. Soy Alek —le di la mano y acepté sus disculpas, aunque no estaba contenta ni olvidaría lo que había pasado.

Asentí con la cabeza, lentamente y me fui de allí, con los apuntes mojados e inservibles en la mano. Escuché como el estúpido me llamaba por el aun más estúpido mote que había elegido para mí. No le hice caso, continué mi camino. Pero sus siguientes palabras me dejaron helada y con ganas de gritar.

—Cervatillo, ¿quieres guerra? Pues vas a tener la Segunda Guerra Mundial sobre ti —gritó desde la distancia, llamando la atención del resto del campus, quienes miraban la escena, interesados. Continué mi paso, apretando los puños y los dientes con una fuerza sobrehumana.

El idiota me acababa de declarar la guerra. No sabía el error que acababa de cometer. Una sonrisa maliciosa empezó a formárseme en el rostro a medida que caminaba, maquinando todo.

Que empiece el juego.

¡Hola!

¿Qué os ha parecido?

La guerra empieza ahora de verdad. El sentimiento de rivalidad ya no está solo por una persona🤩

Jason es todo un bribón y Morgan lo huele, por lo que no duda en cachondearse😂

Vale, ¿Moore un as en los deportes? ¿Quién se esperaba eso? ¿Hay algo que se le dé mal?

Amigas🤧

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¡Muchísimas gracias por leer! Espero que os haya gustado.

¡Nos leemos en el capítulo ocho!

Maribel❤️

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Aquí podéis encontrar mis Redes Sociales, donde suelo subir cosas acorde con la historia, ya sean adelantos o memes :)

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