Ocho
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A través de la melódica y para nada monótona voz del profesor Roberts, aprendí y rememoré varias cosas que tenía que estudiar. Estudiar a través de la voz y la explicación de alguien me ayudaba bastante a concentrarme y eso era algo que necesitaba. Además, de esta manera podía ponerme a hacer otras cosas, como limpiar la casa, la cual estaba hecha un desastre ya que mi madre trabajaba y Jason seguía son su vida de adolescente enfadado por todo.
Terminada la limpieza de la casa, metí la ropa sucia en la vieja lavadora y programé el lavado especial para la cantidad de prendas que había. Separé la ropa blanca de la de color y guardé en el cesto de la ropa sucia la que no se iba a meter en el momento. Le di al botón de comienzo después de echar los productos y esperé a que empezase a girar antes de quitarme de allí.
Respondí a las preguntas que hacía el profesor después de terminar su explicación, a especie de repaso y de pequeño examen para practicar, en voz alta. Escuché la puerta abrirse y las voces de mi hermano y de sus amigos. Les escuché subir las escaleras y meterse en la habitación de este. La alta voz de la consola y de sus juegos de disparos empezaron a escucharse, fuertemente, haciendo tanto sonido y eco, que parecía que temblaban las paredes. Subí a quejarme, me hicieron caso, increíblemente, por lo que me quedé algo desconcertada.
Mantuvieron el volumen estándar, aunque lo podía escuchar desde la cocina, pero por lo menos no era molesto, podía hacer mis cosas sin preocupación. Le mandé un mensaje de texto a Jason preguntándole si sus amigos se quedaban a cenar, no queriendo volver a subir, ya que cuando lo había hecho, la peste a sudor y a cerrado era más grande de la que podía imaginar y soportar.
Miré el libro de cocina y busqué en la alacena y nevera los ingredientes necesarios. No era una maestra en la cocina ni una profesional, pero con la falta de mi madre, tuve que aprender a cocinar, por lo que sabía defenderme y mis platos estaban comestibles, aunque no para tirar cohetes, pero no me importaba, ya que lo importante era que aportase los nutrientes necesarios para sobrevivir. Corté las verduras y la carne, las proteínas necesarias para completar el plato. La nevera, milagrosamente, seguía llena. Al parecer mi madre se encargó de hacer la compra hacía unos días atrás, después de salir de un turno del trabajo y después de que se nos acabase toda la compra que hice yo, por culpa de Jason, quien tenía el apetito de todo un ejército.
Una llamada entrante interrumpió la interesante charla que estaba escuchando. Quité la mirada del fuego donde se estaban cocinando todos los vegetales, me limpié las manos con un paño y miré la llamada. Tragué saliva y dejé que sonase hasta que la persona al otro lado de la línea colgase y me dejase tranquila. Había estado recibiendo llamadas por su parte desde hacia unos días, pero no quería contestarlas.
Apoyé las manos en la encimera y suspiré, soltando todo el dióxido de carbono que mis pulmones retenían. El tono de llamada estándar y predeterminado que tenía mi teléfono dejó de sonar, abriendo paso de nuevo a la voz del profesor Roberts. Noté como unos mechones me caían por la cara, soltándose del moño mal hecho que llevaba. Me llevé las manos y me hice de nuevo la coleta, dejándola un poco suelta. Continué cocinando y escuchando todo lo que el profesor tenía que decir, intentando que toda la información se me quedase almacenada en la memoria.
—Comeré fuera con los niños —me sobresalté ante el grito de mi hermano. Acto seguido escuché como la puerta se cerraba de un portazo y las risas de los adolescentes por la calle.
Genial, otra vez que me hacía hacer comida para varios y se iba, dejándome sola con mis pensamientos. Terminé la comida y la guardé en recipientes, con la fecha y los metí en la nevera. Me senté en la mesa de madera que había en la cocina y almorcé, en completo silencio. Lo único que se escuchaba era la armoniosa voz del locutor de radio, pero que, rápidamente, se vio opacada por el tono de llamada.
Puse el móvil en silencio y comí, disfrutando de la calma y soledad que mi casa me brindaba, pero anhelando que tuviese un poco de compañía que me evitase caer el agujero negro que era mi mente, que me absorbía y me quitaba todo rastro y esencia de mi persona.
El cálido vaso de papel calentaba mis frías y heladas manos, las cuales, sin importar la estación, casi siempre las tenía congeladas. Ya habíamos entrado en mi estación favorita, el otoño me daba una sensación de calma, esa calma que precedía a la tormenta helada llamada invierno. Las hojas anaranjadas caídas de los árboles alrededor del jardín o en el camino en bicicleta hasta la facultad, el crujir de estas cuando las ruedas de mi bicicleta pasaban por encima, dejando un rastro de hojas rotas. La sensación de poder llevar sudaderas calentitas y enormes, sin que la gente te preguntase si no tenías calor. El otoño era la mejor estación del año, no hacía mucho calor ni mucho frío, era, simplemente, maravilloso.
Dejé el vaso en la mesa y me senté, dejando la maleta a un lado de la silla. Le di un sorbo, disfrutando de la sensación de tragar mi dosis de cafeína y de sentir su sabor amargo viajar a través del esófago y depositar esa sustancia en el estómago. Saqué el portátil de la mochila y lo encendí. No era una clase en la cual lo iba a utilizar mucho, pero, muchas veces, al profesor le daba por hacernos buscar algo, incluso aunque estuviésemos en matemáticas.
—Ya he subido las notas al campus virtual —fueron las primeras palabras que salieron de la boca del profesor de matemáticas nada más entrar por la puerta y dejar el maletín en la mesa. Toda la clase dejó de hacer lo que estaba haciendo y se metieron en la página web de la universidad para buscar las calificaciones. Fruncí el ceño, molesta, porque decidiese publicar las notas con los nombres en lugar de con los números de identificación que teníamos como estudiantes. Aunque me gustaba esa opción también, ya que podía ver las notas que sacaban mis compañeros.
Mi ordenador iba más lento de lo normal, haciéndome perder la paciencia un poco más por cada minuto que pasaba sin cargar. Cuando lo hizo, busqué mi nombre y sonreí al ver que, a pesar de lo nerviosa que estuve cuando lo empecé, había salido mucho mejor de lo que esperaba. Mi curiosidad era muy grande. Miré hacia la fila de atrás con una sonrisa de satisfacción y suficiencia, orgullosa de mi nota. Oliver sonreí también y fijó su atención en mí. Articuló algo con la boca y fruncí el ceño, mirando la pantalla buscando su nombre en la larga lista. Ya sabéis el dicho, "la curiosidad mató al gato" y madre mía, no solo lo mató, sino que después de eso lo quemó vivo y luego esparció sus cenizas por estiércol.
Moore había sacado dos décimas más que yo, sacando la mejor nota de la clase. Volví a girarme hacia él, cuando sentí su mirada perforarme el cráneo, parecía que quería leer mis pensamientos, pero estaba segura de que sabía cuales eran.
—Uno a cero —articuló con sus labios e hizo los gestos con la mano. Sonrió, divertido, haciendo que yo apretase la mandíbula y me quedase mirando la pantalla, cabreada porque me había vuelto a superar, pero no importaba, porque la semana siguiente teníamos un parcial de física e iba a bordarlo, dejándole a él en el segundo puesto, como tantas veces me había dejado él a mí.
Trabajar de cara al público era una basura. No estaba tan bonito como todo el mundo te lo pintaba. No es divertido tener que aguantar a clientes molestos o clientes exigentes que creen que siempre tenían la razón, a pesar de demandar cosas imposibles o estúpidas para una pequeña cafetería como era esta. La mayor parte del tiempo estaba bien, pero siempre había alguna que otra persona que llegaba para molestar. No importaban las veces que les repetías, con la voz más amable del mundo, que no era posible su pedido, ya que no teníamos esos productos; o que le cambiarías o darías un nuevo producto debido a un fallo en la orden. La mayoría de los clientes eran universitarios o adolescentes, pero se veía como algunos no habían trabajado en su vida ni habían tenido que mancharse las manos para conseguir algo solo de la forma a la que trataban a los trabajadores.
Mi madre tenía un dicho y que, hasta ahora, no sabía la razón que tenía. "Dime como tratas a los trabajadores, ya sean camareros, cajeros o enfermeras, como yo, y te diré quién eres." Eran unas sabias palabras. Ella misma había vivido en su propia carne menosprecios solo por ser una enfermera, además de malos tratos y comentarios fuera de lugar por sus propios pacientes. Sus palabras siempre me llegaban al fondo del cerebro y se quedaban incrustadas en el hemisferio derecho. Estas no eran una excepción y más viendo a la persona que tenía en la caja de al lado, recriminándole a mi compañera durante cinco minutos un pequeño fallo que había tenido. Morgan miraba al chaval como si le fuese a arrancar la cabeza. Por lo que había escuchado, solo se había equivocado al echarle el sirope de caramelo, quien lo quería de chocolate, pero le estaba poniendo de tal manera que parecía que le hubiese echado sangre en lugar de caramelo.
Me asusté por un momento cuando vi a Morgan poner sus apretados puños en el mostrador. Temí por la cara del maleducado aquel, pero la presencia de Tyler calmó la cosa. Mi jefe miró al renacuajo y con unas pocas palabras, le echó del local por haber montado tal innecesario numerito. Vi a la pelinegra salir del mostrador y meterse en la sala de descanso, poco después volvió, porque a los clientes no les importaba que tenías un día de mierda, solo querían que les tratases con una sonrisa, ya que el dolor y la salud mental eran temas que no interesaban.
Morgan estaba mucho más tranquila a la hora del descanso. En realidad, Tyler le vio tan tensa y dispuesta a saltar con cualquier contratiempo que la mandó a sentarse antes y él ocupó su puesto detrás de la barra, sirviendo cafés y poniendo pasteles por doquier. No me dirigí a la sala de trabajadores, la pelinegra se había sentado en unas mesas de afuera para poder fumar tranquila y expulsar la ansiedad y mal humor de su organismo. Expulsó el humo tóxico, que se infiltraba en sus pulmones, poco a poco, por la nariz y siguió mirando la pantalla de su portátil, el cual había sacado hacia unos minutos. Aceptó, con una imperceptible sonrisa, el café que le había traído. Tecleó en el ordenador y me quedé mirándole mientas bebía algo más de mi bebida.
—¿Qué haces? —pregunté, intentando romper el hielo y hacer que dejase de resoplar tanto. Levantó la cabeza de la pantalla, me miró y le dio la vuelta a su ordenador. Un colorido fondo lleno de letras e imágenes fue lo que mis ojos captaron.
—Tengo que hacer una demo de un videojuego para las prácticas —contestó, volviendo la pantalla a su lugar y siguió tecleando.
El día que Morgan me dijo lo que estaba estudiando me quedé algo conmocionada. Con su aspecto, tan cañero y de estilo gótico, le pegaba otra cosa diferente, como no estudiar nada o algo relacionado con el arte, pero no, Morgan era todo un cerebrito en el ámbito de los ordenadores y de los videojuegos, haciendo que estudiase un grado en Informática. Otra vez había juzgado un libro por su portada y me había dado con un canto en los dientes de lo errada que estaba. La pelinegra mordió su pulgar y siguió mirando la pantalla, incapaz de continuar.
—Tengo que crear una nueva interfaz, pero... —le miré, ceñuda y confusa, por su cambio de actitud. Había dejado la frase a medias y miraba para mis espaldas. me tensé, inconscientemente—. No entiendo por qué te cae tan mal con lo bueno que está.
—Cuando descubras que la belleza no lo es todo, me hablas —repliqué, centrando toda mi atención en los dedos, le di un sorbo a mi tercer café del día y le miré. No levanté la cabeza cuando le sentí pasar por mi lado y continué mirando a mi amiga, quien se mordía el labio inferior a la par que tecleaba furiosamente —. ¿Cómo vas? —le pregunté al verle tan ofuscada y agobiada.
—Esto es un incordio —dijo, pocos minutos después. Reí levemente e intenté echarle un cable. A pesar de no ser una experta en los ordenadores, ya que el mío era uno bastante antiguo y de segunda mano, pude ayudarle un poco y, con los conocimientos de ambas, pudimos avanzar en su trabajo práctico. Por lo que tuvimos que meternos de nuevo en la cafetería para continuar con nuestros turnos laborales, ya que Morgan había conseguido calmarse y respirar más tranquila, sin necesidad de saltarle a nadie en la yugular.
Tiré el vaso desechable a su contenedor adecuado y me puse de nuevo el delantal y la gorra, mientras soltaba una pequeña e imperceptible risotada de un mal chiste que contó la tatuada. Me coloqué detrás del mostrador y volví a interpretar el papel de mi vida, volver a sonreír durante horas, hasta que tuviese calambres y sintiese tirones por mi mandíbula, pues el espectáculo debía continuar y las sonrisas no podían faltar.
Tomé pedidos por un largo rato. Dibujé los nombres de los clientes en los vasos de plástico trasparentes y grité sus nombres para que supiesen que estaban listos; expliqué bebidas y puse muchos dulces. Pero siempre mantuve una sonrisa en el rostro. Por lo menos hasta que llegó el cenutrio que tenía como compañero de clase y como mi recién proclamado archienemigo.
—Campbell —vale, me llamaba por mi apellido y dejaba el estúpido apodo de un lado. Le respondí con una sonrisa falsa y un saludo, siguiendo la política de la cafetería—. Dos cafés bombón y un trozo de esa tarta, para comer aquí —contestó sin siquiera mirarme. Bien. Le cobré y le preparé toda su orden. Se llevó la bandeja hasta una mesa del fondo, donde estaba el chico rubio de la otra vez sumergido en su teléfono. Por el rabillo del ojo, vi como Morgan volvía a trabajar con seguridad y con el ánimo por los cielos, como siempre. Sonreí, levemente y volví al trabajo.
—¿Puedes limpiar las mesas, Violet? —asentí ante la orden encubierta de una petición de mi jefe. Cogí los productos de limpieza y una bayeta y me moví para la parte donde se sentaban los comensales. Empecé a limpiar una a una, llevando los platos y tazas sucias a la barra, donde otro de mis compañeros las cogía y metía en el fregadero. Limpié las migajas y las manchas de café que se quedaron incrustadas.
Escuché una exclamación y el sonido de algo caerse y romperse cuando pasé por las mesas del final. Giré la cabeza y vi como el suelo entero estaba lleno de un líquido marrón, encima tenía una taza blanca hecha añicos, sus trozos estaban desperdigados por todo el suelo. Abrí la boca, preparada para pedirle disculpas al cliente, a pesar de que no hubiese sido mi culpa, pero estas palabras se quedaron atoradas en mi garganta cuando vi como la persona me miraba con falso arrepentimiento y con una pequeña sonrisa en el tan golpeable rostro.
—Ups —dijo, divertido. Apreté los labios y forcé una sonrisa, sintiendo las miradas de todo el establecimiento sobre mí, Tyler era uno de los que me miraban—. ¿No piensas recogerlo, cervatillo? —expulsé todo el aire por la nariz, cabreada. Los puños a mis costados no podían estar más apretados. Finalmente, al sentir la penetrante mirada del jefe sobre mí cráneo, caminé hasta la cocina y cogí el cubo de la fregona y esta, además del cepillo y del recogedor. Bajo la atenta mirada del castaño, recogí y limpié los fragmentos de la cerámica—. Te has dejado una mancha allí —apreté los dientes. Vi como su amigo le daba un golpe, indicándole que se callase de una vez, pero no hizo caso —. ¿Qué pasa, cervatillo? ¿No sabes limpiar? —iba a enseñarle lo bien que se me daba limpiar.
—Ya está bien, Oliver, está trabajando y no paras de molestarle —Alek fue la voz calmante y el mediador. Con una mano se arrascó su rubio cabello y me sonrió, pidiéndome disculpas por el comportamiento de su neandertal amigo. Le sonreí levemente, calmando un poco mi expresión y relajándome. Aunque no estaba muy tranquila, el maldito me había vuelto a molestar y a sacar de mis casillas y esta vez lo había hecho en mi puesto de trabajo.
Volví hasta el mostrador y dejé todos los utensilios de limpieza en su lugar. Me coloqué en la barra y limpié la mesa que había debajo de esta y donde se encontraban todos los siropes y tipos de caramelos líquidos. Morgan apoyó los codos sobre la mesa y me miró.
—Tienes razón, es un completo gilipollas —habló. Sonreí a la par que limpiaba la mesa—, pero me lo seguía follando —no lo pude evitar. Rompí a reír.
—Espero que estés estudiando para el examen del martes, cervatillo —gritó, mientras salía por la puerta. Alek rodó sus marrones ojos y empujó a su amigo hasta la salida. Se despidió de mí con la mano, le respondí de la misma forma. Iban susurrando algo. A mitad del camino, el idiota se dio la vuelta y entró en la cafetería de nuevo. Se dirigió hasta la barra y se puso delante nuestra—. El viernes hay una fiesta en mi apartamento, estás invitada —se dirigió a mi amiga, con una sonrisa seductora en el rostro. Morgan le correspondió y aceptó el papel que le alcanzaba. Posó su mirada en mí, todo rastro de flirteo desapareció de su expresión y fue reemplazado por un sentimiento de indiferencia e ira—. Tú puedes venir también, cervatillo, pero no puedes llevar apuntes —sonrió, con una sonrisa sarcástica. Ahora sí que sí, salió del recinto y desapareció entre la amplitud del campus.
Negué con la cabeza repetidas veces, incapaz de aceptar la no invitación del estúpido. No iba a ir a una fiesta. Oh no, y menos del cenutrio aquel. Me negaba a hacer algo así y encima antes de un examen.
—No pienso ir y nada de lo que digas va a cambiar mi sentencia.
¡Hola!
La verdad es que tenía el capítulo escrito desde el jueves, pero no me terminaba de convencer ya que sentía que todo iba demasiado rápido, por lo que he tenido que reescribirlo entero.
Ahora sí que sí, tenéis la versión final.
Vale, ¿qué os ha parecido?
Violet y Oliver siguen manteniendo su tira y afloja y cada vez el odio de los dos va en aumento.
Es que el Oliver es un pedazo de capullo, menos mal que tenemos a Alek para rebajarle un poco los humos porque si no...
Otras sabias palabras de la mami de Violet.
¿Habrá fiesta o no?
***
Gracias por leer.
Espero que os haya gustado.
¡Nos leemos!
Maribel.
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