La Burbuja de Lágrimas 2.4
La vida puede dar un giro drástico en apenas un segundo. Cambios irreversibles marcarán un rumbo no planeado, ni imaginado. Son corrientes imparables a las que no podremos resistirnos. A partir de ese punto todo será desconocido. Si este camino ya está establecido lo queramos o no, nos resistamos o lo aceptemos, única será la manera en la que elijamos cómo escribir la historia de nuestro destino.
Sara tardó mucho más de un segundo en elaborar el brebaje para contener los efectos del manzanillo de la muerte. Con el pulso acelerado revolvió cajones y armarios como un animal desbocado. En su frenética búsqueda, desperdigó hierbas sobre su mesa de trabajo. Volcó recipientes vaciando piedras de diversos colores. Tumbó frascos de aceites; los de barro se partieron en dos, los de vidrio estallaron contra el suelo haciéndose añicos.
En la botica, también.
—¡Al suelo! —gritó Ilan.
Gezsa se abalanzó sobre Muriak y ambos cayeron a plomo. Ilan saltó por encima del mostrador. Una bola rodaba liberando una humareda densa. La tomó y la lanzó contra el ventanal del escaparate de «La Burbuja». El sonido del cristal se convirtió en un estruendo doble. Desde el exterior entró otro proyectil. Explosionó lanzando al hombre hacia atrás. La vibración derribó el alambique y la cesta de paños. Las estanterías de la botica se sacudieron con violencia. Las lágrimas almacenadas se precipitaron sobre el entarimado. Los sollozos y los gritos se liberaron.
Como aquella vez.
Una advertencia de muerte para Muriak.
—¡Maestro!
Los paños recogidos durante la terapia habían quedado desparramados a su lado. Tomó un puñado y se incorporó perdiendo el equilibrio. La capa de cera que aplicó al suelo impedía que la madera absorbiera el líquido vertido. «¡Maldición!», se recriminó mientras se tapaba boca y nariz con ellos. Sorteó el mostrador sintiéndose más torpe que nunca.
Envuelta en oscuridad, una silueta cruzó la recepción en el tiempo que le tomó a Muriak dar un paso estable. Golpeó a Ilan en el pecho incrustando su cuerpo en la madera quebradiza sin permitirle ni siquiera tomar aire. La espada de madera continuaba enredada en el antebrazo de Muriak. La alzó contra el atacante. Las raíces se extendieron con una velocidad, que aunque de vértigo, no fue suficiente.
El joven, centrado en su maestro, no fue consciente de que la puerta trasera también había cedido bajo una fuerza externa. Eran dos los intrusos. Éste la derribó en el mismo momento de la explosión. Gezsa se incorporaba cuando, por la espalda, el segundo encapuchado le ensartó su acero.
La madera enraizada de la espada, sedienta como estaba, no alcanzó a desgarrar carne, pero sí tela. Dejó al descubierto la figura de una mujer. Muriak pudo identificar las curvas jóvenes, pero no el rostro. Lo cubría con una máscara blanca, propia de representaciones teatrales en la ópera de la capital. Una lágrima carmesí resbalaba bajo la diminuta abertura del ojo izquierdo. La chica era pequeña, pero endiabladamente escurridiza. Retrocedió evadiendo la estocada con destreza. Al hacerlo, no solo un trozo de su capa se desprendió.
Dos imágenes quedarían tatuadas en la mente de Muriak.
Una era azul. Brillante. Cristalino como las espectaculares aguas del Azor.
Como los iris de Ilan.
La vio sacar el puño del pecho de su maestro.
De dentro.
Sus dedos enguantados se cerraban alrededor de una luz esférica. Dio un tirón. A Muriak le pareció que al hacerlo, se rompía la conexión entre el cuerpo de Ilan y la luz. No pudo evitar pensar que lo que se estaba llevando era su alma.
—¡Detente! —El rasgar de la tela y el rugido de Muriak fueron un único sonido.
Ladrones de almas. ¿Era posible? Nunca lo había escuchado. Pero sentía que era algo importante. Una parte de él. ¡Su puta vida! ¡Le robaba la vida!
No fue lo único que se llevaron.
Tras desplomarse Gezsa sobre el entarimado y teñir las lágrimas con su sangre, el segundo intruso agarró la caja que el hombretón había traído.
—¡Espera! —Inhaló más humo. La voz salía rasgada—. ¡¡Devuélvesela!!
¡Tenía que hacer algo! La imagen de su maestro vencido, con los ojos abiertos y sin brillo le hizo perder el raciocinio. Soltó los paños. Antes de que tocaran el suelo, asió con ambas manos la espada y se lanzó contra la chica liberando un grito desgarrado.
La ira era su voz; atravesó la botica, la calle y el viento y se coló por todas las ventanas entreabiertas del vecindario. Sara, al escucharlo, al reconocerlo, tembló. Inmediatamente después el primer trueno llegó como un eco.
«Padre Tormenta, concédeme algo más de tiempo», se dijo mientras vertía torpemente un líquido amarillento en un frasco. El pulso la había abandonado y en su lugar, las lágrimas corrían. La petición de la curandera ya se estaba llevando a cabo. Las ráfagas que le habían arrancado de las manos la ropa de cama succionaban la humareda de «La Burbuja».
Era lo único que se podía hacer, porque la rueda del tiempo nunca para.
La velocidad con la que el cuerpo de Muriak se movió no fue nada comparada con la de su cerebro.
—En un duelo con espadas debes mantener la calma. —Allí, en el fondo, Ilan le hablaba—. Tu adversario siempre buscará desestabilizarte emocionalmente. Coloca bien los pies. —Así lo hizo en el recuerdo; así lo hizo en la realidad presente—. Si estás calmado podrás analizar mejor no solo a tu adversario, si no todo lo que te rodea.
Muriak fijó su mirada en la máscara. Quería ver qué había detrás. Destrozarla. Quería leer en sus ojos cuáles eran las razones del asalto. Y luego, arrancarlos. De la misma forma en la que le había arrebatado la vida a su maestro.
Un paso del chico, uno de retirada de la enmascarada. Alzaba sobre su cabeza la bola. Cerró el puño y la luz de Ilan se extinguió.
—¿No habías dicho que tengo que concentrarme en el enemigo? —se oyó decir a sí mismo dentro de la lección más significativa que Ilan le dio. Por el regalo que le hizo—. Si le quito los ojos de encima puede aprovechar para atacarme.
—Obviamente. Me refiero a utilizar todos los demás sentidos. Con ese cuerpo enclenque no puedes permitirte el lujo de descuidarlos —dijo alzando su palo y señalándolo.
—Habló el musculitos. —El chico se colocó en posición defensiva, agarrando el suyo con ambas manos e ironía en el tono de voz—. Estás gagá ya, viejo.
Ilan arrojó el palo con el que practicaban a un lado. Un gesto que distrajo al aprendiz. Arremetió contra Muriak de frente. Aunque sus reflejos habían mejorado mucho, el hombre lo engañó con una finta. Giró sobre sí mismo. Se situó a su espalda y con un golpe seco, lo hizo doblar las rodillas. Desestabilizado, Muriak notó el antebrazo del maestro contra el cuello. Tiró hacia atrás y lo derribó sin aplicar apenas fuerza. Cayó como una pluma. El tiempo suficiente para ver su sonrisa burlona. Era un juego para él. No se imaginaba el daño que podría haberle hecho si el ataque hubiera sido serio.
—No solo con fuerza bruta se derriba a un hombre, enclenque.
El escozor de las lágrimas se extendía hacia la nariz. La bilis subía por la garganta. En sus oídos, un pitido punzante anulaba todos los demás sonidos. La madera de abeto presionaba cada vez más la piel.
—Mente fría y... —le dijo Ilan tocándose la sien con el dedo índice.
Muriak se acuclilló de un salto. Lo hizo con la rapidez de la juventud. Giró sobre sí mismo y barrió los pies de Ilan con una patada.
—¡Ja! Mente fría y no bajar nunca la guardia, viejo —le gritó complacido. Su ego se infló, aunque no duró mucho—. ¡Au!
El chico se llevó la mano a la nuca. Sara se había acercado y lo había golpeado con el palo que Ilan había descartado antes de arremeter contra él.
—¿Tú también por la espalda, Sara? —dijo frotándose el cogote. ¡Dios! ¡Cómo picaba!—. Sois dos viejos sucios.
—¡Ay! Mi pequeño Muriak —se inclinó sobre él y le pellizcó la mejilla—. Es por tu bien. Forma parte del entrenamiento, ¿no, Ilan? En una pelea, la mayoría de los golpes siempre llegan por detrás. A traición. Así que seguiré siendo lo más sucia posible.
—¿Vas a volver a atizarme con el palo cuando menos me lo espere?
—Cocinando, limpiando o estrujando paños. ¿Quién sabe? —Miró a Ilan guiñándole un ojo. Luego volvió a golpearle. Esta vez en el lomo—. ¡Mantén la postura!
—¡Ay! ¡Sara! —su voz quejicosa nada tenía que ver con el grito de guerra que lanzaba ahora.
Inclinó el cuerpo durante su ataque, buscando llegar antes hasta la máscara de lágrima roja. Cada centímetro de su cuerpo, tenso. Las raíces se extendían hasta su hombro. Lo echó hacia atrás. Reunía toda su fuerza en el brazo con el que empuñaba la espada. Los músculos de las piernas, contraídos.
Detrás del mostrador, el segundo atacante se movió hacia la recepción. Llevaba la caja de Gezsa atrapada entre el pecho y el antebrazo izquierdo. La espada corta manchada con su sangre, en la derecha.
—Si aplicaras lo que te digo, zopenco, la hubieras olido llegar —dijo Ilan sacudiéndose el polvo de los pantalones—. Hubieras escuchado sus pasos; hubieras sentido el calor que desprende un ser vivo.
El metal enemigo refulgió. Los truenos y relámpagos volvían a vestir la botica con el aspecto fantasmal del pasado. El encapuchado vio las sombras proyectadas del cuerpo de Muriak. Eran antinaturales. La espada triplicaba su tamaño. Como si fuese un monstruo. Uno con tentáculos de hueso. El chico estaba agazapado a ras de suelo. A pocos pasos, ajena al fenómeno, su compañera.
Atacaría desde abajo. La espada desde arriba.
El segundo encapuchado y su máscara roja vieron la magia. Sorteó el cadáver de Gezsa. Utilizaría el mismo movimiento con el chico. Por la espalda todo es mucho más fácil.
—¿Cómo va a ser posible eso? Tendría que tener contacto para sentirlo. Si eso sucede, estoy muerto —dijo Muriak sin dejar de aliviar el picor de los golpes de Sara.
—¿Recuerdas cuándo te traté la pierna? Aquellos masajes tan reparadores que te di —Muriak se sonrojó. El calor de las manos de la curandera no solo le subieron el ánimo—. Pues no te estaba tocando.
—¿No? —preguntó perplejo.
Ella negó con la cabeza y sonrió.
La chispa, en sus ojos bosque. Las estrellas de sus pecas iluminando el rostro. Su sonrisa amable. Todo eso desaparecería. Ella se apagaría. ¡En su vida no volvería a salir el sol! ¡Regresaría a las eternas noches sin estrellas!
—Cuando la oscuridad no te deje ver —Ilan se alejó de ellos, pero continuó hablando—, cuando el hedor a cadáver no permita ninguna fragancia más...
Un segundo es suficiente para que todo cambie.
Un segundo es suficiente para que un haz de relámpagos estalle sobre nuestras cabezas y convierta una sombra en docenas.
Las del interior de la botica se proyectaron en todas direcciones en una secuencia fugaz de luces estroboscópicas. Siniestras. Tenían el aspecto de una jaula hecha con sarmientos filosos, como si quisieran imitar las descargas entre las nubes en tributo a su nacimiento.
Moriannin se estremecía.
Sara trastabillaba escaleras abajo.
La máscara de lágrima roja pudo ver la verdadera amenaza. Abrió los ojos, sorprendida, sintiéndose indefensa. Estaba preparada para un golpe bajo, cuando en realidad, la muerte se le echaba encima desde las alturas. Muriak también las vio. Reflejadas en los ojos violáceos tras la máscara.
Sin embargo, un segundo no es suficiente para retener a un enemigo veloz.
El cuerpo de Gezsa se movió. Alargó el brazo y atrapó el tobillo izquierdo de su asesino. La máscara roja tironeó, pero los dedos del hombre eran como grilletes de hierro. Firme como la voluntad del guerrero. «Admirable», pensó. Tenía el último aliento del hombretón mordiendo su piel. Pero no podía permitirse perder tiempo. La vida de su compañera estaba en juego. Un solo tajo bastó para cercenarlos, liberarse y lanzarse en su ayuda.
Los dedos de Gezsa quedaron esparcidos como semillas sobre un campo arado. El charco de sangre que se extendía bajo su cuerpo había dejado de crecer. Nadie en la botica pudo apreciar cómo de la herida que lo atravesaba nacían finas hebras vegetales. Hacía falta mucho más para quitarle la vida a un guerrero naturista de su rango. No era algo que hubiera quedado registrado en los libros. Los intrusos de la máscara no podían saberlo. En la negrura de la trastienda, los tallos que nacían de las heridas causadas por la amputación parecían largos gusanos. Reptaron hasta unirse. Se retorcieron siguiendo un patrón. Arrastraron las falanges a su lugar hasta restaurar el tejido. Por supuesto, la tarea consumió más de un segundo.
El filo asesino de la máscara roja caía ya sobre la espalda de Muriak.
Las sombras de las raíces de la espada cerraban sus tentáculos alrededor de la chica de la lágrima.
El relámpago que cayó sobre la aldea cegó a Sara cuando puso un pie en la calle.
El viento enmudeció.
—... cuando el silencio de la muerte sea lo único que escuches —Ilan regresó. Sara y Muriak vieron que empuñaba su espada. El aprendiz pensó en una ampliación de moretones—. Cuando la saliva en tu boca sea agria y tus músculos estén entumecidos para discernir incluso si puedes sentir... —Llegó hasta ellos y se detuvo mostrando un semblante serio; el de antes de los duelos. Alzó la espada y se la arrojó a Muriak—. ¡No olvides la lección de hoy!
Las lágrimas no le dejaban ver. Sus nudillos estaban blancos de lo fuerte que empuñaba la espada.
Su espada.
La calidez de su espalda.
A pesar de la oscuridad, las pupilas de Muriak se contrajeron. No era suyo ese calor.
Era el ardiente instinto asesino.
La estocada llevaba una inercia endemoniada. Su trayectoria estaba fijada contra el mentón de la máscara blanca. Quería entrar, deslizar y destrozarla. La chica lo predijo en ese maldito segundo y metió la mano bajo sus ropas. Muriak creyó que escondía el alma de su maestro.
Las raíces se llevaron parte de la máscara, pero de nuevo, nada de carne. Muriak recondujo el filo hacia ese calor. Adelantó un pie y giró el torso. Las armas chocaron. El metal se quebró y voló desmigado como si fuera otra sección del escaparate donde los clientes de «La Burbuja» se paraban a fisgonear durante las sesiones.
La máscara roja se quedó solo con la empuñadura. La escuchó quejarse con voz de mujer. Se dirigió a la chica y la agarró de un brazo.
Antes de dejarse llevar hacia la salida, con medio rostro descubierto, lanzó una pequeña esfera a los pies de Muriak.
—¡Vámonos! —aulló la máscara roja—. ¡Ya!
El joven echó el cuerpo hacia atrás impulsado tanto por la detonación como por la humareda que la bola desprendió. Se la tragó entera. Los pulmones y la garganta comenzaron a arderle. El estómago se encogió tanto que dolía. Cayó de rodillas vencido por una tos enfermiza. Las raíces comenzaron a retroceder por su brazo hacia la empuñadura. Aun así, Muriak no la soltó. Le lloraban los ojos del escozor, veía todo borroso. Sentía el mundo girar y girar.
Y mezclado en aquella espiral, el tono violeta bailaba destacándose en la negrura.
La segunda imagen que no olvidaría.
Los ojos de la asesina de Ilan.
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