Fragancia de Abeto 1.3
—Creo que esto es vuestro.
Abrió la puerta de forma violenta justo antes de que la siguiente embestida reventara el cerrojo de la puerta. Arrojó el cadáver con una mezcla de desprecio y desinterés sobre el bandido en plena carrera. El lanzamiento fue certero. No solo lo frenó, lo derribó. Dio un paso fuera del umbral de su casa, con la espada en la mano derecha. Las piernas separadas. La espalda recta. La cabeza en alto. Las ramificaciones se sacudieron y se replegaron dentro de la hoja.
—Cayó en mi trastienda justo cuando estaba limpiando esta belleza —dijo con un tono de desdén.
Levantó la espada y apuntó hacia el hombre que quedaba en pie. Un larguirucho desorejado al que no le vendría mal un buen bocata. De panceta, a ser posible. Arqueó una ceja. No era lo que se esperaba.
El otro se debatía sobre el barrizal que se había formado frente a su tienda como un cerdo boca arriba. Su abultada tripa cervecera y el cadáver lo impedía moverse. No sabría decir cuál de los dos se lo ponía más difícil. «Ya veo», pensó el dueño del local. Él era quien engullía los bocatas del otro. Lo oyó gritar cuando se percató de la sangre que le manchaba las manos y la panza. Se revolvió asqueado, apartó el cuerpo y jadeando por el esfuerzo se incorporó con torpeza de borracho. Patéticos.
—¡Quién de los dos va a pagarme la reparación!
—¡Vete al cuerno! —gritó el tipo escuchimizado.
Se llevó la mano al costado izquierdo. Su compañero se abalanzó sobre él y lo agarró por el brazo, impidiendo que sacara el arma. Lo zarandeó, señalando las letras pintadas en el letrero que coronaba la entrada con los ojos como platos. ¡Ja! Como si estuviera viendo fantasmas.
El propietario del negocio les sonrió.
En la cara del larguirucho se dibujó una línea grisácea sustituyendo los labios. Palideció ante la visión de aquella hilera de dientes bien alineados, blancos como las luces de la tormenta e igual de amenazadores. Llevaba toda la noche encerrado en su sótano, absorbido por fórmulas que le tensaban la mente. Aquello sería una manera muy relajante de librarse del estrés.
—Si no tenéis dinero...¡me lo cobraré con vuestra carne!
—¡Quieto! —El barrigudo metió la mano en el bolsillo de su pantalón y arrojó una pequeña bolsa de tela al suelo. —Ha sido un desagradable incidente. —Alzó las manos mostrándole las palmas abiertas.
—Ya lo creo...
Muy despacio, el barrigudo se agachó, cargó a su compañero muerto sobre el lomo y comenzó a retroceder.
Mantuvieron las miradas mientras se alejaban, sin darle la espalda, hasta que las sombras se encargaron de ocultarlos.
Decepcionado, bajó el arma y se agachó para recoger la bolsa. Sopesó su contenido. Un movimiento al otro lado de la calle llamó su atención. Unas cortinas agitándose tras los cristales. Bufó disgustado. Entró con el ceño fruncido sin molestarse en cerrar la puerta. Total, para qué. Avanzó hacia el mostrador, agitando la bolsa, calculando cuánto habría. Desperdigó las monedas y gruñó. Calderilla.
Miró al chico. No se había movido. No podría, pensó el hombre. El techo era alto. De él colgaba un travesaño destrozado. Lanzó un largo y cansado suspiro. Rodeó el mostrador y se acercó hasta el muchacho. Estrujaba el pañuelo húmedo, se aferraba a él, más bien. Se acuclilló y se lo quitó. Esto hizo que sus miradas volvieran a encontrarse. El hombre apoyó la espada a su lado, alzó la cabeza hacia el techo y luego regresó a sus ojos, ya secos. Se inclinó sobre él, escudriñando su rostro. Era joven. Calculaba que no tendría más de quince o dieciséis años. Ojos marrones, pelo castaño, aplastado por la mugre, la lluvia y el sudor. Los churretes de sus lágrimas recorrían los pómulos, marcados por la delgadez. Por la escasez, pensó. Imberbe. Se preguntó si tendría ya pelos ahí abajo. Debía de tenerlos para atreverse a correr por los tejados perseguido por maleantes borrachos y la furia de la tormenta. Señaló el agujero con su dedo índice sin apartar su mirada de la del chico.
—¿Cómo vas a pagar el desastre que has creado, eh?
Un gesto de asombro se dibujó en la cara del muchacho. Tomó aire con un hipito de sorpresa. Esperaba que lo entregara, podía leerlo en sus pupilas. O que lo echara a patadas. O que lo matara. O todas a la vez. Temblaba como un cachorrito. De miedo, de frío... y de hambre. Otro suspiro se le escapó, uno de resignación. Estaba convencido de que si continuaba así, un resfriado lo dejaría en cama unos cuantos días. Cama. Dudaba que el chico pudiera optar a una. Con suerte, un rincón seco y unas ratas mansas con las que acurrucarse. «Joder», se lamentó.
—No tienes dinero, ¿verdad? —El chico negó con la cabeza—. Ni dinero, ni comida, ni techo...
«¡Qué ironía!», pensó. Por su culpa, a él le faltaba un trozo
—... ni nada.
—¡Qué narices ha pasado aquí!
Bueno, la solución a su más reciente problema ya estaba allí. Con los brazos en jarras, cubierta con su capa verde bosque, sus ojos a juego y sus malditas pecas.
—¿No te cansas nunca de espiarme, mujer?—dijo incorporándose.
La mujer cerró dando un portazo, descubrió su cabeza y se dirigió hacia el mostrador levantando un dedo acusador. Iba a regañarlo, sí señor. Como siempre. Pero su reprimenda se quebró cuando pudo ver la botica destrozada... y al chico, claro.
—¿Se puede saber en qué trifulca te has metido? ¿Quién era ese tipo al que has arrojado como si fuera un fardo de alfalfa? ¿No se te habrá ocurrido matarlo aquí dentro?
Por supuesto, iba a tardar un poquito en darse cuenta. Ilan disfrazó su sonrisa con otro suspiro más.
—Mira el suelo, Ilan... ¡Por Natur! ¡El techo! No pienso ayudarte a limpiar todo este estrop...
Al golpear el mostrador con la intención de subrayar su disgusto, por fin, se quedó muda. Ilan señaló al techo y luego al chico.
—Me cayó del cielo —La mujer se aferró al borde y se asomó al otro lado. Se quedó inmóvil, de puntillas, casi suspendida sobre la superficie del mostrador unos segundos—. Está herido.
Ilan creyó que la mujer saltaría por encima cuando lo dijo. Llegó hasta el chico antes de que las monedas tocaran el suelo, arrastradas por el impulsivo movimiento de la sanadora. Se hizo a un lado y observó cómo manoseaba al joven, y cómo este se ruborizaba.
—¿Cómo que te cayó del cielo? —Un gemido de dolor se le escapó cuando las manos de la mujer llegaron a su pierna izquierda—. Estate quieto— Le ordenó. Siguió palpando su rodilla inflamada. Era la primera vez que una chica le ponía la mano encima—. Respira con calma. No voy a hacerte daño, te lo prometo.
Obedeció. Una fragancia a hierba fresca inundó sus pulmones. Sus músculos se relajaron. Aquel olor pertenecía a la chica. La esencia del bosque se alojaba en sus cabellos, tan próximos a su nariz. Sus dedos paseaban sobre la piel al descubierto. No se había percatado de que tenía los pantalones hechos jirones. Se ruborizó aún más.
—No tiene nada roto. —Se levantó y se giró hacia el hombre con el ceño fruncido—. A ver si lo entiendo... ¿No tienes nada que ver con esto? Mira que me cuesta creerlo, Ilan. ¿Quién es? ¿Uno de tus recaderos? ¿En qué lio has metido a un chico tan joven?
—¿Qué dices? Que el chico no es un bebé. Ve. Mira debajo de los pantalones. —La mujer abrió la boca para gritarle, pero él siguió hablando sin darle una oportunidad para quejarse acerca de su jactancioso comentario—. ¡Hey! ¿Has visto cómo me ha dejado todo esto? Meses de trabajo a tomar por culo.
Pateó los trozos de cristal esparcidos por toda la botica, salpicando en los charcos que se habían formado y que comenzaban a hinchar la madera del suelo. Al hacerlo, la mujer pudo ver mejor la sangre. Los bajos de su falda la estaban absorbiendo.
—¡Sí que lo has matado! —Con ambas manos tiró de la tela hasta la altura de las rodillas.
—No. Fue él.
—¿Qué?
Ella se giró. El chico sintió una punzada aún más dolorosa que la que picoteaba su pierna. Su corazón se encogió bajo la mirada de sorpresa de la mujer. Al fin, el muchacho se movió. Inclinó su cuerpo hacia adelante, tratando de ponerse de rodillas, cosa que no pudo. Su gesto suplicante era patético.
—¡Lo siento mucho! Fue un accidente —El llanto regresó a sus ojos enrojecidos. La frente se hundía en un charco—. Lo siento..., por favor, no me delaten. Sé que soy un ladrón... y... ¡un asesino! —rugió.
Su grito provocó eco en la botica. Luego, silencio. La tormenta estaba amainando. El golpeteo de la lluvia se había transformado en un silencioso traqueteo. Uno eterno en el interior de la botica La voz grave de Ilan lo rompió.
—Tomaste una decisión. Te hubiera matado, chico. O tú o él. ¿Preferirías estar muerto?
—¡No le digas eso!
—¿Y qué quieres que le diga?
—¡No sé! ¡Otra cosa!
—Muy bien —canturreó—. Deja de llorar y piensa en cómo piensas compensarme por... —Alzó los brazos y los extendió abarcando todo lo posible—. ¡Todo! —Comenzó a caminar de un lado al otro atusándose el cabello—. Tendrás que trabajar para mí. Limpiaras, cocinarás, rasparás mi orinal. ¡Joder! El techo me va a costar una fortuna. Necesitarás toda una vida para pagarlo. Y para cubrir mis pérdidas actuales. Te ganarás la comida, el techo y el jabón que limpie tu mugre. Serás mi esclavo.
—¡Ilan!
El chico dejó de llorar, pero no alzó la cabeza. El charco reflejaba a la única persona en todo su penoso viaje que no le daba una patada. Aun habiéndolo involucrado en aquel desagradable incidente. Ese hombre le estaba ofreciendo... un trabajo. ¡Le estaba ofreciendo vivir con dignidad! Discutía con la mujer, ampliando sus tareas, estableciendo unas normas. Y sonreía. ¿Cuándo le había sonreído su padre al otorgarle algún trabajo? ¡Nunca! Sus palabras destilaban ironía. La mujer las recogía y se las devolvía. Veía el duelo de dos personas apasionadas. Su madre nunca replicaba a su marido, y si lo hacía... Se formó un nudo en su estómago.
—Si sigue lloviendo, el agua conseguirá abrirse paso hasta mi colchón. ¿Dejarás que me meta en tu cama hasta que se solucione el problema? Le dujo ilany
En su acuoso espejo pudo ver cómo el hombre reducía la distancia y metía su mano entre los cabellos de la mujer. Ella acarició su barba y un segundo después comenzó a darle tirones.
—Antes tendrás que darte un buen baño y quitarte estos pelos asquerosos. Llevás días encerrado en el laboratorio descuidando tu higiene personal.
—¡No importa! —Se separó de la mujer y su imagen desapareció del charco. El chico alzó la mirada. Quería seguir mirándole. Se había dirigido justo debajo del agujero y comenzó a hacer gestos bajo sus axilas—. Préstame un poco de esa esencia bosque y aquí mismo dejaré que me enjabones. ¡No hay techo, Sara!
Ilan ponía caras raras, cómicas y Sara se reía. Ambos con el ceño fruncido. ¿Eso se podía hacer? Es decir, ¿estaban enfadados o nada que ver? ¿Qué era entonces?
Quería estar justo en el medio.
—¡Qué tendrá que ver, puerco! —Tapó su nariz con dos dedos, imitando unas pinzas.
Deseaba estar en medio. Tomó aire y las palabras explotaron.
—¡Puedo arreglar el techo! —gritó—. ¡Se cómo hacerlo!
—¡Bien! —Ilan se giró para encararlo y también le gritó—¡Cómo te llamas!
—¡Muriak, maestro! —contestó, gritando.
No lo pensó. Salió de manera espontánea. ¿Estaba mal? ¿Debería haber dicho «señor»? ¿O era más correcto «amo»? Cerró los ojos sin saber qué esperar. Oyó las pisadas de Ilan, fuertes y decididas. La chispa que en ellos se encendió, no pudo verla. Sara sí.
Lo agarró por el cuello de la raída chaqueta que llevaba y se lo echó al hombro. Muriak notó que volaba.
—¡Vamos, Sara! Déjame llevarlo a tu casa. Cura a mi nuevo aprendiz, Muriak. Aplícale tu mejor ungüento, dale tus mejores masajes. Lo necesito listo en tres días.
Su maestro se dirigió hacia la puerta. La sanadora lo siguió.
—¿Estás loco? ¿Tres días? ¿Y a mí quien me pagará?
—Te lo puedo prestar de vez en cuando. O también puedo devolverte yo mismo los masajes, si lo prefieres.
Sara se sonrojó. De odio. O de azarosa vergüenza.
—Aunque creo que sería mejor que él mismo te los devolviera. Si le enseñas bien, podrás beneficiarte de las manos suaves de un jovenzuelo en lugar de estas callosas de viejo. Te proporcionarán satisfacción. Claro que... a lo mejor lo prefieres tipo exfoliante.
—¡Ilan! ¡Basta!
Salieron de la tienda manteniendo su disputa mientras Muriak esbozaba una sonrisa. Creía que no volvería a tener una. Afuera la tormenta se había calmado. La brisa olía a tierra mojada. Ese hombre a madera. Aspiró. Su maestro olía a madera de abeto.
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