Pinocho solo quería ser un niño de verdad
Pinocho miraba a la multitud que se reunía con cierta alteración incomprensible para él. En medio de la muchedumbre, se encontraba su padre, Gepeto, un famoso carpintero, quien estaba de rodillas con una parte de su cabeza goteando un espeso liquido rojizo.
La noche fue testigo de los gritos sin clemencia que arrojaban a la marioneta. Le llamaban monstruo, y aunque era consciente de la diminuta rama que hacía de su nariz y de la madera tallada para darle forma a su cara, no se consideraba uno. Era simplemente... Pinocho.
A estas alturas, prefería haber dejado que aquel grillo parlanchín, que afirmaba ser su consciencia, lo aconsejase en lugar de haberlo encerrado en una botella. Pinocho no sabía qué hacer o qué había hecho mal. No era como esos niños escondidos entre las faldas de sus madres, pero estaba seguro que era tan valioso como ellos. Era diferente, sí, pero un niño, al fin y al cabo.
—¡Debe morir! Se nos castigará si continúa respirando —advirtió el párroco.
—¡No! ¡Se los suplico! ¡Es un niño! —gritó Gepeto.
—¡Quemen al monstruo! —rugieron las voces alrededor.
La marioneta notó el pequeño arroyo derramándose por los ojos de su padre.
—Corre. Pinocho. ¡Corre y no mires atrás!
Pinocho sintió algo dentro de él quebrantarse, incluso pudo escucharlo. Corrió, corrió tan deprisa que al principio no presenciaron su huida. Sin embargo, pronto se unieron a la persecución, arrojándole cuantas cosas tenían a mano. Pero al final se cansaron mientras que Pinocho se adentraba más en el bosque. Se ocultó en el hueco de un árbol y esperó. Su padre volvería por él.
Pasó un tiempo considerable para cuando Pinocho sintió algo recorrer sus extremidades. El aire le acarició.
—Basta, papá —pidió. Fue su propia voz la que le hizo recordar los sucesos pasados.
Abrió los ojos solo para encontrarse frente a un verdadero monstruo. Le doblaba en tamaño, tenía el hocico alargado y un pelaje blanco. Era terriblemente majestuoso.
—¿Qué haces escondido, Pinocho? —le preguntó la bestia—. Cuéntame. Yo sé escuchar.
Y así lo hizo, le contó desde su nacimiento hasta ese fatídico día.
—Tu padre está muerto —dijo la bestia con frialdad—. Es lo que hacen los humanos. Se atacan entre sí y a otras especies. Ven conmigo.
Pinocho protestó, pero terminó trazando el mismo sendero donde fue perseguido. A medio camino, se encontraron con un hacha, y el lobo le obligó a Pinocho a tomarla. Regresaron al pueblo, que parecía no recordar lo ocurrido.
—Tu padre nunca volverá por culpa de ellos —le susurró el lobo—. Haz que paguen.
Un sonido de temblor se produjo en la madera de Pinocho. A pesar de esto, no quería estar solo, y si para no estarlo, debía hacer lo que la bestia dijese, así sería. Entraron a las casas con sigilo, y la marioneta hizo lo que se le ordenó. Alzaba la filosa hacha y le arrebata la vida a quien se le cruzara. Una y otra vez, con alguna risita ocasional, pues le resultaba divertido.
Llegaron a la plaza, donde los pocos sobrevivientes se aglomeraban. Fue cuando Pinocho notó cerca de la iglesia un acto atroz del cual aún no tenía conocimiento. Su padre colgaba de un poste, con el rostro amoratado y más de ese líquido rojo.
—Demonios —murmuró el párroco—. Satanás está aquí.
Por el rabillo del ojo, Pinocho percibió un resplandor azulado. El lobo se retorcía entre gruñidos, adquiriendo una forma humanoide. Pronto, en el lugar del animal se encontraba una mujer rubia de ojos azules y alas blancas. Tan bella como las estrellas.
Pinocho la reconoció de inmediato: era el Hada Azul.
—Lo has hecho bien, Pinocho —le aseguró el hada—. Tú, en cambio, me has decepcionado.
Entre el público brotó aquel saltarín grillo, maltrecho y bizco de un ojo.
—Mi señora —dijo Pepe el Grillo—, si me deja...
No lo dejó; el Hada Azul ya lo había aplastado con el tacón. Luego, comenzó a caminar, volviéndose más siniestra. Entre lágrimas y gritos, los pueblerinos fueron destrozados. El hada les recordó lo que habían hecho tiempo atrás, cómo habían asesinado a su familia por brujería. Se vio obligada a nadar en las aguas del infierno solo para este día. Ya era hora de cobrar venganza por todas aquellas que habían sido quemadas en la hoguera. Aunque no parecía diferenciar entre los inocentes y los malditos. Los masacró a todos por igual.
Cuando terminó, se acercó a Pinocho y le dedicó una dulce sonrisa manchada de carmesí.
—Sí, lo has hecho bien. —Se inclinó y le depositó un beso en la frente, para después desaparecer.
Pinocho comenzó a contraerse y retorcerse. Con un grito hacia el cielo, la anterior marioneta se convirtió en un niño de carne y hueso. Al poder sentir tal dolor, miró sus manos con articulaciones, huesos y venas. Sonrió y bailó de felicidad. Pero también... reparó en algo más.
Su padre Gepeto, pendía aún de una cuerda.
—¡Mira, papá! ¡Soy un niño de verdad! —exclamó, pero su padre continuaba con los ojos oscurecidos—. ¿Papá?
Al no obtener su atención, fue a con los niños esparcidos en el suelo.
—Ahora soy un niño de verdad —les dijo. Ellos no se movieron—. Ahora puedo jugar a la pelota.
No comprendía por qué nadie le hacía caso. ¿Qué les había hecho el hada?
—¿Papá? —Se giró hacía él—. Papá Gepeto, ya soy un niño de verdad. El niño que tú querías... El niño que todos querían.
Sus rodillas cedieron y cayó al suelo, sintiendo el dolor punzante. Se quedó ahí, en medio de un cementerio, y el sufrimiento se hizo presente. Lágrimas ardientes resbalaron por su rostro. ¿Qué había sucedido?
Muerte. Venganza. Nunca volverá...
Alzó la mirada al cielo y finalmente comprendió que él había sido el responsable de toda esa tragedia. Tal vez, después de todo, sí era un monstruo.
Pinocho permaneció en ese mismo lugar, sin moverse. Creció, envejeció y murió. Donde falleció, un sauce brotó. Muchos aseguran haberlo visto llorar, por ello le apodaron «El Sauce Llorón».
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top