Conversión

Estaba frente a la ventana, sentada en la vieja mecedora, esperando. A su lado, el bebé dormía.

Echó una breve mirada al reloj de pared: las doce menos dos minutos. Los versos de aquella cancioncilla que tanto la había asustado de niña volvían una y otra vez a su cabeza, como un mal sueño recurrente: "No te muevas, no respires... Están cerca."

Al tiempo que el reloj daba las doce, sonó el teléfono: un único timbrazo que la sobresaltó e hizo que el bebé se agitara. Lo cogió en brazos para acunarlo, rogando que no se despertara. Todo sería más fácil si el bebé dormía.

Miró por la ventana. Estaban allí. Lo sabía, aun cuando no veía nada más que oscuridad entre los árboles de afuera.

Ellos.

Salió de la cabaña con el bebé en brazos, envuelto en una mantita raída. Era una noche oscura, sin estrellas. Hacía frío. Siempre hacía frío cuando ellos venían.

"No te muevas, no respires... Están cerca."

Pero tenía que moverse y eso hizo.

Vio una lucecilla a lo lejos. La siguió, intentando que sus pasos parecieran decididos.

Siempre habían conseguido todo lo que querían. Habían anulado su voluntad, la habían usado. Se llevó la mano al cuello y acarició la marca del corte que se había hecho al arrancar el implante. El dolor hizo que se sintiera mejor.

Esa noche, por primera vez en mucho tiempo, ella tenía sus propios planes.

Iba a moverse. Iba a respirar. Por muy cerca que ellos estuvieran.

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