La intrusa

Una vez más, eran abandonados por horas. Solos contra una soledad que ningún niño debería sufrir. Pero así eran las cosas. Había una reina en esa casa. Una reina malvada que los había recluido en un cuarto al fondo de la casa. Y su carcelero, por muy gentil que fuera, no estaba con ellos tantas horas como ellos querían y necesitaban.

—Nunca cruces esa puerta, Orpheo —le repetía, todos los días—. O mamá se enfadará mucho.

Él no quería que mamá se enfadara. Ni con él, ni con su hermanito Dio. Por eso, trataba siempre de no hacer ruido y cuidar que el pequeño tampoco lo hiciera. ¡Y era bien difícil! Dio no entendía nada, salvo que su mamá se había ido para siempre.

Una tarde de principios de primavera y la casa estaba particularmente silenciosa. Los dos hermanos se encontraban dibujando con crayones en el suelo, cada uno en su mundo. De repente, escucharon una risa proveniente del patio y corrieron a la ventana a ver de qué se trataba.

—¡Nena! —gritó el menor.

—No hagas ruido, Dio —rogó el mayor, en voz baja.

Corrió a la ventana y se asomó a ver qué estaba pasando. Una niña, de la edad de Dio y cabello del mismo color caoba que él, pateaba una pelota de goma en el jardín. Orpheo la miró con envidia. A él ya no le dejaban jugar allí.

—¡Nena! ¡Nena! —insitía.

—¡Basta, Dio! ¡Nos va a regañar papá! —le gritó, desbordado con la situación.

Lo arrastró de nuevo a donde estaban sus dibujos e intentó concentrarse de nuevo en terminar ese perro que tanto le estaba costando.

—¡Papi! —exclamó, dos segundos después, Dio.

—Te dije que... —empezó a decir Orpheo, volviendo a la ventana.

Se quedó mudo al ver a su padre sonriente, mientras corría detrás de la niña.

—Vamos, Dio. ¿Quieres que te enseñe los números?

Tiró de su manga, pero el niño no se movía. Echó una última ojeada al patio y siguió con lo que estaba haciendo, dejando que Diógenes siguiera mirando por la ventana. 

Descargó su odio hacia su hermana con el crayón azul. Lo apretó tan fuerte que, de hecho, rasgó el papel. Sentía una angustia que no sabía cómo manejar y se echó a llorar. Mojó el dibujo, pero no le importó. Solo quería salir y jugar con su papá, igual que podía hacerlo ella. 

¿Por qué no podía tener lo mismo? Él era un niño bueno, que se portaba siempre bien... De acuerdo, casi siempre. Pero es que era su deber de hermano mayor molestar a Dio. Y muy divertido, también.

¿Y ella qué había hecho? Nada. Al menos, nada que él hubiera visto. Ni que fuera tan especial. Él llevaba más tiempo allí. Tenía más derecho a jugar en el jardín.

Sollozó más fuerte y ocultó su rostro entre las piernas. Tenía tan arraigada la regla del ruido, que intentó ahogar el sonido para no llamar la atención. Cerró fuerte los ojos y se hizo más pequeño.

Unas manitas suaves no tardaron en acariciar su espalda con torpeza.

—¿Po qué tás llodando, O'phe?— le escuchó decir a Dio.

—Por nada, Dio —respondió, abrazándolo con fuerza.

Su hermanito le correspondió el abrazo y se quedaron así hasta que Orpheo se calmó.


****

El buen clima propiciaba que la niña del jardín saliera todos los días. Y si bien había dejado de ser novedad, ambos estaban pendientes de ella. 

—Papá —se había animado a decirle Orpheo—,  ¿por qué Thea puede salir al jardín y nosotros, no?

El hombre bajó los hombros, abatido. Sus ojos azules denotaban una tristeza que parecía no haberse ido jamás del todo. Suspiró, antes de responder.

—Mamá no quiere, Orpheo. Lo siento —respondió.

—¡Pero, no nos va a ver! —replicó—. ¡Será nuestro secreto!

—No, mi amor, no se puede —insistió.

—¡Por favor! ¡Por favor! —suplicó.

—¡Porfi! ¡Porfi! —se sumó Diógenes.

Dante miró a ambos niños, a los que amaba tanto como a su otra hija, y la voluntad le flaqueó. Lo pensó dos segundos y decidió acceder. Después de todo, Charlotte no estaba allí para prohibirle nada.

—De acuerdo, vayamos.


Orpheo se adelantó corriendo cuando Dante abrió la puerta. Estaba muy feliz, tanto como no lo estaba hacía tiempo. Diógenes se mostró algo receloso de cruzar el umbral de la puerta que comunicaba con el resto de la casa. No recordaba cómo era del otro lado, pues era demasiado pequeño cuando llegó a su nuevo cuarto. Así que su hermano volvió y tomó su mano, para infundirle valor.

Dante los miró con ternura. ¡Cuánto anhelaba que esa puerta desapareciera por completo! Pero no le correspondía contradecir a su esposa, por mucho que le doliera.

Con mucho estruendo, los hermanos bajaron corriendo los dos pisos que los separaban del jardín. La puerta corrediza estaba abierta, por lo que no se detuvieron hasta sentir el césped debajo de sus pies.

El más pequeño se maravilló con el aire fresco y el aroma de las rosas que bordeaban la pared de la casa. Corrió por todos lados, seguido de cerca por su hermano.

Jugaron a las escondidas y con la pelota de la niña. Rieron y gritaron como nunca lo habían hecho y sintieron un verdadero sentimiento de felicidad.

Orpheo se preparaba para anotar un gol, cuando vio a Dio correr hacia la casa. Lo siguió con la mirada y lo que vio no le gustó nada. Era ella.

Les dio la espalda, y siguió jugando solo. Ya no era lo mismo. La intrusa lo había empañado todo con su presencia.

—¡O'phe! —lo llamó su hermano.

Volteó a verlo con recelo. Ella estaba tomada de la mano con él. Y eso hacía que a Orpheo le hirviera la sangre. ¿Acaso también iba a robarle a su hermanito?

—Orpheo —le dijo su padre, poniéndose a la misma altura que él—, vamos a conocer a Thea.

—No quiero —se encaprichó.

—Vamos, mi cielo, ella es tu hermana y no te recuerda. Vamos a saludarla —le pidió—. No es mala.

—La odio —murmuró, con el ceño fruncido.

—No digas eso, Orphe, ella no tiene la culpa de que mamá...

—¿No nos quiera? —completó por él.

Se le hizo un nudo en la garganta, pero reprimió las lágrimas. No iba a llorar delante de ella.

—Oye, cariño —insistió Dante—. Dale una oportunidad. Ya verás que se llevarán bien. A Dio le gusta, ¿lo ves?

Observaron a los mellizos corriendo y gritando felices. Ojalá fuera tan fácil para él también.

—A mi no me gusta, papá —le dijo, con la voz quebrada.

Dante suspiró. Tenía que darle espacio. Maldijo a su esposa por forzar a sus hijos a estar así. ¿Acaso no veía el daño que estaba causando en sus niños?

—Estarán aquí un rato más —le informó—. Aprovechen a jugar antes de que vuelva mamá.

El niño fue a sentarse frente a los rosales, enfurruñado. Se suponía que aquello sería divertido y no lo estaba siendo. Se sintió más solo que antes y dolido por ver que Dio no tenía problema alguno con Thea.

La pelota golpeó sus pies y levantó la vista. Se encontró con los mismos ojos de su madre, a tan solo un metro de él. 

—¿Me das? —le pidió, señalando la pelota.

Orpheo la miró un rato más, memorizando sus facciones. Era muy parecida a Diógenes, el mismo cabello de fuego y ojos verdes. 

—¿Hola? —preguntó ella, ante el silencio de ese chico.

Él pateó la pelota lejos de allí.

—¡Oye! —exclamó— ¡Eres malo!

—¡Y tú eres muy fea! —atacó, empujándola.

Thea cayó sentada y se echó a llorar. Dante salió corriendo al escuchar el alboroto. Orpheo estaba de pie frente a ella, enojado y sin hacer nada. Diógenes, ajeno a todo, miraba una mariposa que volaba cerca suyo.

—¿Qué ha pasado, niños? —preguntó con calma, antes de ayudar a Thea a levantarse y comprobar que estaba bien.

—¡Él me empujó! —lo acusó Thea—. Yo solo quería juga' con él.n Es malo, papi.

—Discúlpate con tu hermana, Orpheo —ordenó Dante, firme.

—¡Ella no es mi hermana y no quiero volver a verla nunca más! —gritó.

—No hables así, Orpheo —le pidió, sin perder la calma.

Empezaba a creer que aquello había sido muy mala idea. El niño se encogió de hombros con insolencia.

—Es tu hermana, igual que Dio, ¿recuerdas? Ella no te ha hecho nada malo. Así que más te vale que te disculpes.

—¡No quiero! —aulló, largándose a llorar— ¡Por culpa de ella, mamá no nos quiere! ¡La odio! ¡La odio! ¡La odio!

Y entonces, ocurrió lo impensado. Thea se acercó hasta él y lo abrazó, aunque él no correspondió el gesto. Se sentía muy apenada por él, aunque no entendía qué estaba pasando.

—No llodes, hermanito —susurró—. Yo sí te quiedo. Somos familia. Y las familias se... se quieden.

Dante se acuclilló al lado de sus hijos y los estrechó entre sus brazos. Las palabras de Thea quebraron su corazón. Él no quería eso para sus hijos. No lo quería para nadie.

—Los amo —les dijo, besando sus cabezas—. No lo olviden nunca. No peleen, por favor. No quiero que se odien. Orpheo, ¿has oído? Ella dice que te quiere, ¿por qué no le das una oportunidad? Jueguen un rato, mientras les preparo unas galletas, ¿sí?

Thea secó las lágrimas de su hermano, que decidió ceder y jugar con ella y con Dio.


Estuvieron juntos el resto de la tarde y, cuando llegó la hora de la despedida, hubo más llanto. Sin embargo, esta vez fueron porque no querían separarse. Se prometieron jugar al día siguiente y cada uno fue a su habitación.


****

No obstante, aquello no se repetiría. Thea, en su inocencia, le contó a su mamá que había jugado con sus hermanos. Aquello la enfureció  y decidió tomar medidas para que no volviera a suceder. Dante se ganó una de las peores reprimendas en lo que llevaba de casado y juró no volver a sacar a los niños delante de Thea.

De los tres, el único con edad para recordar el encuentro era Orpheo. Y, por mucho que lo negara, atesoraba el momento con mucho cariño.



*********

Cumpliendo con el desafío de Mariana, escribí un relato de un encuentro entre Thea y Orpheo. Estoy segura de que no es lo que esperaba, pero si hacía exactamente lo que ella quería, haría tremendo spoiler de mi historia, así que se quedará con las ganas *ríe malévolamente*. 

¡Espero que les haya gustado! 

Y si has caído aquí de casualidad, te invitó a conocer a Thea y a Orpheo en la saga "Hasta que ellas nos separen", que está en mi perfil.

Nos vemos en el próximo reto!

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