Oscuro, siniestro y dulce
No queda ni un solo lugar en toda la ciudad en el que no se hable de Ámbar González.
Ámbar es una famosa escritora que lleva un estilo de vida muy confuso. Entre el dinero que gana por la venta de sus libros, los anuncios que graba y sus innumerables contratos, Ámbar vive codeada de las personas más influyentes de la ciudad y en el barrio más costoso de toda la zona norte del país.
Además de poseer una inmensa fortuna, lo más curioso de Ámbar es su vida nocturna. Para empezar, nunca se le ve de día (en varias entrevistas, ella asegura que por el día se la pasa trabajando) y su vida social se desarrolla completamente de noche: va de fiesta en fiesta, de concierto en concierto y le da al alcohol más de lo recomendado.
Muchos críticos, y algunos no tanto, cuestionan el talento innato que Ámbar plasma en sus textos: ¿cómo es posible que alguien que no haya leído más de dos libros en toda su vida, y que nunca haya volcado tanto su cuerpo como su alma a la literatura, tenga la capacidad de escribir lo que el ser humano no ha tenido ni siquiera la oportunidad de soñar?
Las habladurías afirman que es gracias a sus cercanías. Aunque, bueno, nadie sabe quiénes son a ciencia cierta. No hay constancia, ni en redes sociales ni en ningún archivo, de la existencia de ninguno de los familiares o amigos de Ámbar. En las fotos que sacan los periodistas en las salidas nocturnas que hace la escritora nunca se la observa hablar con nadie. Ni reírse. Ni mirar siquiera. Y en el hipotético caso de que esté cerca de alguien, la expresión facial de ambos sale borrosa. ¿A qué se deberá esto? ¿Tendrá alguna relación con la sensación de soledad, de amargura o de maldad que a veces impregna su voz en las entrevistas? ¿O será más bien algún pacto satánico el que la habrá llevado a la fama y al aislamiento social?
Aunque Ámbar no está tan sola como parece. Hacía unos meses había conocido a un muchacho, ni muy alto ni muy bajo, ni muy guapo ni muy feo, que le hacía reír como hacía mucho que no hacía.
La primera vez que lo vio ni siquiera se interesó en devolverle la mirada, pero él fue tan insistente y la presionó con esa mirada oscura suya que la escritora no tuvo más remedio que volver a darle una pasada. Y, por el momento, no se arrepintió de darle una oportunidad.
—Saldré contigo—le dijo—. Si me demuestras que lo mereces, claro.
Y tanto que lo demostró. Fue el hombre más caballeroso, más atento y más dulce que había conocido en toda su vida. Ámbar estaba encantada. Era la primera vez que se relacionaba con alguien que no la conociese desde antes de alcanzar su fama y las cosas estaban saliendo de perlas. Se estaba enamorando y se moría por contárselo al mundo.
Pero no lo hizo, al final. Su público no debía saberlo porque acabarían con Daniel como estaban acabando con ella.
Sus seguidores están divididos en dos tipos: los primeros son los que la odian con una pasión tan ardiente, que han creado una página web dedicada a descubrir y compartir imperfecciones sobre su apariencia. De hecho, su obsesión es tal, que se estudian todos los lugares en los que ella se divierte, se cuelan en ellos y esperan por turnos la oportunidad perfecta para sacar la foto imperfecta que tanto ansían.
Y los segundos son los que la aman, o mejor dicho, la idolatran hasta la locura. Quieren ser Ámbar. Sentir lo que siente Ámbar. Vivir en su piel y convertirse en Ámbar. Esta obsesión enfermiza los lleva al borde de la cordura, y muchos acaban en instituciones mentales, delirando con respirar cerca de la escritora.
Ámbar tiene muchas historias retorcidas que contar, relatos de situaciones surrealistas a las que enfrenta cada día de su vida.
Pero hay una en particular que jamás olvidará, una que envuelve un aroma dulzón de vainilla y jabón de caramelo: Una noche, al entrar en su baño, encontró a su querido novio revolviendo entre sus cosas, metiendo pastillas de jabón y geles en una bolsa, como si de un ladrón desesperado se tratase.
"Es para sentirte incluso cuando no estés", murmuró él, sus ojos brillando con una devoción perturbadora.
Desde ese día, Ámbar no fue capaz de oler dulce sin que le den ganas vomitar.
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