CRECIMIENTO: II
Bares, restaurantes, tiendas de ropa, de electrónica. Grandes almacenes y supermercados. Cualquier trabajo que pagara mínimamente bien era una opción para Remo. Al principio, por amor propio, lo había intentado con solo ofertas de su campo. Después, le embargó la sensación de que había perdido todos los años invertidos en su formación. No por culpa del incendio y de estar a punto de morir, sino porque se había permitido bajarse del imparable engranaje de un sistema perfecto —o por lo menos, el menos malo— y el castigo había sido que las generaciones siguientes le adelantaran por la derecha, que él se volviera una persona desactualizada, con un agujero negro en su currículum y sobre todo, sin ningún contacto al que apelar algo de compasión.
Ya no importaba la universidad en la que había estudiado, los cursos que había hecho, los exámenes que había aprobado, las becas que había desaprovechado por haber tenido el capricho de pasarse un tiempo en el hospital después de un incendio. Volvía al punto de partida. Le avergonzaba pedir trabajo como becario y de todos modos, tampoco era suficiente para subsistir por sí mismo en una ciudad que se le estaba empezando a plantear hostil.
Las becas eran una de las pocas puertas que se podían abrir, pero eso significaba trabajar casi al borde de la esclavitud y solo podía conseguirse cuando un benefactor, que solían ser los padres o familiares cercanos, asumían con los gastos un año más, como un pequeño esfuerzo doble extra, tras el que ya era extra con el curso de formación y el habilitante y, y. Porque... ¿cómo iban a abandonar ahora que sus vástagos estaban a punto de entrar en el círculo superior de la sociedad que les prometía, si sabían jugar bien sus cartas del lameculismo y el sacrificio, uno de esos puestos codiciados que casi parecían una quimera para los de abajo?
Puede que ese fuera el camino que estaba escrito en la vida de Remo antes del incidente. O puede que no y por eso había decidido trabajar de voluntario en un centro de mujeres maltratadas. No cobraba en dinero, pero sí en satisfacción por ayudar a personas que lo necesitaban de verdad y no para engordar los bolsillos de cuatro señores insufribles vestidos con trajes caros y fardando de la calidad de sus tarjetas de visita. Puede que el Remo del pasado tampoco estuviera dispuesto a seguirle el rollo a ese engranaje podrido y defectuoso.
Su última estrategia era buscar en barrios y ciudades más pequeñas cercanas a Brooklyn. Si podía llegar en transporte público, lo haría. Haría todo lo que estuviera en su mano para estar a la altura de Luke y Rose, los mejores benefactores que podía imaginarse y a los que estaría eternamente agradecido, aunque su torpeza social y nerviosismo le hiciera actuar como si fuera al contrario. No llegó a barajarla porque le ofrecieron un contrato. Era abusivo, como todos, y no tenía nada que ver con lo que había estudiado y no se acordaba. Pero prometían pagos puntuales, un turno de noche que implicaba más dinero y le permitían hacer todas las horas extra que quisiera. Empezó como peón de obra. Solo tenía que tumbar muros con un mazo, poco más. No se necesitaba mucho conocimiento, estaba capacitado para hacerlo y le venía genial para soltar la ira que había acumulado después de semanas envenenándose con la búsqueda de trabajo.
Entraba a las once de la noche y salía a las seis de la mañana si no quería quedarse más. Llegaba a las siete a casa, preparaba todo en Silvera para que Luke empezara la jornada sin problema, hacía el desayuno para los tres y se iba a la cama hasta el mediodía. Había rebajado un par de horas su horario de sueño con la intención de aprovecharlas para trabajar en el altillo. Lo hacía de día. Había muchas cosas que hacer, que planear, que arreglar y que transportar y no le había permitido a Luke ni a Rose acercarse. Si le dejaban ese espacio para él, él mismo se haría cargo de ponerlo a punto.
Era consciente de que a Rose no le gustaba ninguna de sus decisiones. En una ocasión, trató de hablarle con delicadeza y asertividad —algo que Remo apreció, aunque no le dijo nada— para sugerirle que se alimentara mejor, que descansara un poco, que durmiera más y que pasara más tiempo en casa. No se lo podía permitir. Quería, claro que quería. ¿Qué clase de ser humano no querría descansar más, trabajar menos? Le dolían los músculos de los brazos cada vez que volvía a casa. Los primeros días estaba lleno de agujetas. Le apetecía llamar a la puerta de Rose y tumbarse sobre su regazo, llorar como un niño, llamar al trabajo y decir que no iba a volver más, pedirle a Luke que lo contratara en Silvera. Pero no podía. Odiaba tener que darle la razón a Laika. Era lo que Rose no terminaba de entender, porque Rose nunca quiso subirse a ese asqueroso engranaje. Rose nunca había formado parte del sistema más que lo mínimo e imprescindible. Ella lo veía como algo malo. Remo al contrario, sentía que había sido la más inteligente y que no debía de avergonzarse como lo hacía por ser diferente de una manera tan obvia. Era la mayor virtud de Rose: haberse desmarcado del sistema y crear uno para ella.
Sin embargo, por mucho que lo admirara, Remo debía admitir que eso les llevaba al inevitable punto de tener que actuar de formas contrarias, llevar caminos paralelos y, por tanto, que las decisiones de uno no le gustaran a la otra. Dolía, porque Rose le fascinaba y quería absorber todos sus conocimientos de golpe, ser como ella, compartir todo con ella. Pero no podía. No podía hacerlo y obligar a los demás a que trabajaran por él. No sería tan hipócrita de odiar a los acomodados si él se convertía en uno. Eso Rose no lo entendía y él entendía que no lo entendiera. Así era el sistema. Demoledor, injusto. Putrefacto. Era lo que más le cabreaba. Y ese cabreo era lo que más le costaba mantener a raya. A veces, ni siquiera lo lograba. Una de esas veces le pilló moviendo cajas en el altillo.
Se accedía por unas escaleras plegables. La bajante del tejado provocaba que hubiera muy poco espacio donde él cupiera erguido, pero le parecía más que suficiente para tener algo de intimidad y dormir. Quería limpiarlo, clasificar las cosas, reorganizar, arreglar humedades, aislar el lugar. Se le ocurrió hacer una cama con los palés en los que los proveedores de Silvera les daban sacos de tierra, abono y fertilizantes. Ya los había cortado, lijado, barnizado y pintado, solo le quedaba esperar a que secaran y mientras tanto, bajar las cajas de lo que se podía aprovechar al almacén. Estaba cansado y empapado de sudor, así que se repetía a sí mismo que las agujetas se quitaban con más agujetas. En uno de sus viajes hacia abajo, se chocó con Rose en las escaleras.
—Oh, Hola. —Rose estaba nerviosa. Llevaba una taza humeante en la mano—. Te he traído una cosa.
—¿Un experimento nuevo? —preguntó, mientras dejaba en el suelo, entre los dos, una caja grande llena de macetas.
Quería ser amable con ella, le apetecía hablar con ella, reírse de sus ocurrencias... Si no estuviera tan cansado y no se hubiera autoimpuestos objetivos tan irreales que cumplir antes de volver a trabajar.
—No. Bueno, lo retomé de unos apuntes que tenía por ahí. Creo que te vendría bien. Lo ideé cuando iba al instituto, para después de gimnasia. Puede que te venga bien. —Hablaba en voz baja. A Remo se le erizó el cuello de la nuca. Le dio la impresión de que desde la cena de Acción de Gracias, habían perdido progresivamente la confianza en vez de ganarla.
—¿Drogas nuevas?
—Sabes que no son drogas, no causan adicción...
Remo enarcó una ceja. La intención era destensar a Rose. El resultado fue al contrario. Se puso más nerviosa. Lo sabía porque se mordió el labio y eso solo lo hacía cuando estaba nerviosa.
—Gracias. Déjalo en la cocina y cuando tenga un hueco lo bebo, ¿vale? —Le guiñó un ojo cansado.
Rose guardó silencio unos segundos. Tuvo que apartarse para que Remo cogiera la caja de nuevo. Vaciló unos segundos, de pie, sola en el pasillo, con la taza enfriándose. Después, decidió seguirle hasta el almacén.
—Déjame ayudarte, Remo.
—Por enésima vez, Rose... No. —Contestó de espaldas a ella, concentrado en encontrarle hueco a la caja en una estantería de metal.
—Necesitas ayuda.
—No la necesito, puedo encargarme yo solito de esto. Es lo mínimo.
—No hace falta que te autoimpongas castigos estúpidos.
—No es un castigo estúpido, es tener sentido de la responsabilidad. —Se quedó agachado y mirando al suelo. No quería plantarle cara a Rose.
—No vas a demostrarnos nada por hacer esta salvajada tú solo. Ya sabemos cómo eres, por eso te ayudamos.
—Me da igual.
—A mí me da igual que te dé igual.
—Pues a mi me da igual que te dé igual que me dé igual.
Rose suspiró exasperada.
—Eres gilipollas, Remo. Tienes a mi padre preocupado.
—¿Por qué?
—¿Cómo que por qué? —Ahogó un grito y dio paso adelante. Se cayó un poco de su líquido milagroso al suelo—. ¿Te has visto en un espejo? Pareces un zombi. Y a mi parecer te ves mejor de lo que deberías si echas cuentas de lo que comes y lo que duermes.
—¿Llevas una cuenta de las horas que duermo y lo que como?
—¿Cuándo fue la última vez que no te alimentaste de un bocadillo? —Los dos guardaron silencio—. Ni siquiera te atreves a mirarme a la cara. Porque sabes que digo la verdad.
—Métete en tus asuntos, Rose. —Emitió más bien un gruñido.
—Me estoy metiendo en mis asuntos. Eres mi amigo, no quiero que te pase nada malo.
—No me va a pasar nada malo.
Empezaba a cansarse de estar agachado, pero si se levantaba tendría que discutir con ella mirándola a los ojos y no lo soportaba.
—Yo creo que sí. No tienes ni siquiera fuerzas para cargar con una caja y lo sigues haciendo para irte después a trabajar mil horas en una obra donde seguro que ni siquiera cumplen con los requisitos mínimos de seguridad...
—Y tú qué sabes.
—No necesito saberlo para imaginármelo, joder.
—No tienes derecho a vigilarme y decir lo que tengo que hacer.
Rose entornó los ojos. Quería cruzarse de brazos. No lo hizo porque la taza era muy molesta. Había sido una estúpida al pensar en que Remo daría su brazo a torcer sin motivo alguno, un día cualquiera. «Qué tiene que pasar para que me haga caso y reaccione», se preguntó a sí misma.
—Tienes razón —suspiró—. No soy nadie para decirte las cosas que tienes que hacer. Los favores que te hacemos son desinteresados y nunca te los voy a echar en cara.
«Empatiza, empatiza, empatiza».
—Gracias. —Fue más seco de lo que le gustaría.
—No hay de qué.
«Piensa en lo que haría papá, Rose».
—¿Te has leído algo de los apuntes que te hice? ¿Le has quitado el pulgón al bonsái que te dejé en el salón? ¿Has practicado últimamente? ¿Le has dado de comer a Tejo?
Silencio. Los dos conocían las respuestas.
—No soy nadie para decirte lo que tienes que hacer con tu vida, pero sí puedo decirte que me hiciste una promesa que no estás cumpliendo. —La voz de Rose se quebró al final de la frase y Remo convulsionó los hombros en un intento discreto de coger mucho aire—. Me estás dejando sola. Te expones con ese trabajo. Tendrían muy fácil deshacerse de ti y que me dejes sola. Estoy asustada, Remo... No quiero estar asustada. No quiero que me dejes y no quiero pasar tanto tiempo sola. ¿Es que no lo entiendes? —Unas lágrimas traicioneras escaparon mejilla abajo. Le dolía en el orgullo hacer algo así, pero creía que era la única manera de que Remo reaccionara.
—¿Y qué quieres que haga Rose? —Se levantó de golpe, por fin se miraban los dos a la cara—. No tengo superpod... —Se detuvo un segundo y se pellizcó el puente de la nariz—. Quería decir —carraspeó— que no tengo los poderes necesarios para solucionar justo ese problema.
—Ni siquiera lo has intentado porque solo quieres recuperar tu ego herido.
—Sí. Tengo ego y no quiero que nadie me mantenga. Mucho menos desconocidos. ¿Qué pasa con eso?
—¿Somos desconocidos?
Habían llegado a un callejón sin salida. Demasiado lejos. Ninguno quería seguir discutiendo y los dos eran conscientes de ello. Aun así, no paraban.
—Vamos a dejarlo ya, Rose. Estoy cansado.
—No, Remo. Llevo días y días dejándolo.
—Puedes hacer el esfuerzo de dejarlo un poco más hasta que las cosas vayan a mejor.
—¿Y si las cosas no van a mejor? ¿Y si van a peor? —Se adelantó un pequeño paso hacia él. No quería discutir. Le habría gustado hablar eso de forma mucho más amistosa. Si Remo no estuviera cerrado en banda.
—No van a ir a peor.
—¿Y tú qué sabes? No hemos investigado nada. En cualquier momento puede arder todo Silvera o te pueden dar un palazo en la cabeza o...
—Rose. Para. No hemos investigado nada porque no hay una mierda que investigar y nosotros no somos polis, ni detectives ni nada. Solo somos dos pringados muertos de miedo que no saben qué hacer ni dónde ir.
—No lo arreglas, ¿eh?
—¿Y qué quieres que haga? Me desesperas.
—¡Algo!
—¡Ya hago algo! —Dio un puñetazo en la estantería que provocó el sobresalto de Rose—. Perdón... —Remo se llevó las manos a la cara. No sabía cómo mirar a Rose—. Es que no sé por dónde empezar.
—¿Por qué no lo hablas conmigo?
—¿Para qué?
—¡Pues porque yo sí tengo ideas!
La taza ya no humeaba en su mano. El líquido se había vuelto espeso y con toda probabilidad asqueroso. Le daban ganas de echárselo a Remo por encima.
—¿Ah sí? Ilumíname, hadita del infierno.
Rose expandió las aletas de la nariz. No se iba a ofender. Iba a hacer caso a su padre e iba a ser comprensiva.
—Tu madre.
La respuesta dejó confundido a Remo.
—Me refiero a que llames a tu madre —aclaró—. Tu madre sabe más de lo que te dice.
—¿Qué? Ni de coña. Mi madre me lo contó todo, por eso se quería ir a Montreal. Y yo te he contado todo lo que ella me dijo.
—Repasa de nuevo lo que te dijo, Remo. Hay cosas que no cuadran. No te ha dicho cómo se enteró de que alguien perseguía a tu novia. Y tú no te has molestado en preguntarle. Pero no sabes por dónde empezar.
Las palabras de Leo en Acción de Gracias reverberaron en el cerebro de Remo. «Estaba muy nerviosa, hijo. Me preocupa».
—Ella ya me ha contado todo lo que sabía —repitió, como si eso fuera a convencerlo a él también.
«La llamaré más a menudo». No la había vuelto a llamar. No quería admitir que no había hecho nada de lo que le había prometido. No había vuelto al médico, ni se había buscado un buen psicólogo. Incluso se había resignado a tener más de la mitad de sus recuerdos mutilados. Ni siquiera le sobresaltaban las visiones del jardín que cada noche llegaban a su subconsciente. Le daba todo igual.
—Remo, no cuadra. Piénsalo fríamente. Es básico. Sí tenemos por dónde empezar... Llama a tu madre, en serio. Hay muchas cosas en juego.
—¿Qué cosas Rose? En todo este tiempo no nos ha pasado nada. Ya está. Es tu ansiedad. Necesitas exponerte a la calle, hacer terapia. Ver que no pasa nada. Lo entiendo, has tenido una vida dura. Mejorará. Solo tienes que respirar hondo y darte cuenta de que no va a pasar nada malo. ¿Vale?
—¡Remo, no! ¡El que tiene ansiedad eres tú!
—¡Tú también!
—¡Sí, pero al menos yo soy consciente y no me escudo en ella para no plantarle cara a la realidad!
—¿Y cuál es la realidad?
—¡La obvia realidad en la que tu madre te esconde cosas y tú no tienes cojones a preguntarle!
Al momento, Rose se arrepintió de haber sido tan dura con Remo. La había cagado. Luke nunca perdía la paciencia y ella lo hacía siempre. Se quedaron callados durante unos segundos muy incómodos. Entendía que debía ser ella quien diera el paso. Remo estaba dolido, quería irse de allí y no sabía cómo. Además, le estaba robando horas de sueño.
—Remo... —Se acercó a él, decidida a dejar de discutir. Tenían que ponerse de acuerdo como personas civilizadas.
—No metas a mi madre en esto.
Le dio un manotazo. La taza de Rose se cayó al suelo y se rompió. El suelo de hormigón acabó con un charco oscuro y decenas de trozos de cerámica rotos. Los dos se miraron a los ojos.
Rose quiso decirle mil cosas. Tantas contestaciones, insultos, formas de descargar el enfado y la frustración. Era un niñato, un imbécil, un gilipollas. No le soportaba. No quería verlo. Era mentira, sí quería verlo. Quería tenerlo cerca, quería volver a enseñarle cosas. Quería sentir su presencia en el invernadero. Pero no así. En el invernadero no se gritaba. Se fue de allí justo cuando Remo alargaba la mano para pedirle perdón. Ella se apartó en venganza y salió de Silvera dando un portazo.
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