ASPEREZA: I
Madre e hijo embarcaron sin más equipaje que una bolsa de mano y una mochila, respectivamente. A pesar de que algunos enfermeros comentaron por encima que no comprendían por qué le daban el alta a Remo tan rápido, el médico los despidió. Cogieron un taxi a primera hora de la mañana, en dirección al aeropuerto, y por fin emprendieron su huida de una ciudad a la que Vivian esperaba no volver más. El problema estaba en que el destino todavía no era Montreal.
«Remo va a necesitar ropa —pensó, distraída, mientras tomaban asiento—. Y un móvil nuevo». Hizo una cuenta aproximada de cuánto se había ido de presupuesto desde el episodio del incendio. La suerte les había sonreído los primeros días, cuando le dijeron que su hijo respondía mejor de lo normal al tratamiento; también cuando despertó, y cuando habló con el médico a solas. Pero le embargaba la sensación de que la fortuna desaparecería al mismo tiempo que dejaban atrás los edificios de Nueva York. No quería enfrentarse a la cuenta del banco.
—Boston está cerca —le dijo Remo, antes de cogerle la mano y apretarla—. Bueno —sonrió—, más que Montreal. Por si tenemos que hacernos cargo de algo más y hay que volver. —Le pasó el brazo por detrás de la espalda y la atrajo hacia él con fuerza. Vivian apoyó la cabeza en su hombro.
¿En qué momento se había convertido él en el que la protegía a ella de las preocupaciones y no al revés? Lejos de reconfortarla, se sintió peor. No era ella quien había perdido la vida justo cuando empezaba a tenerla. Quería llorar, pero optó por clavar la vista en la pantalla de la tablet de uno de los viajeros. La intención era dejar pasar el tiempo hasta poder volver a casa, como había hecho cada noche en el motel, a la espera de que sonara el teléfono del hospital, para ponerla al corriente del estado de su hijo. Nunca se figuró que los informes iban a ser tan positivos.
Miró de reojo a Remo, apoyado en la ventanilla, abstraído. No le había soltado la mano. Durante horas le había pedido a cualquier dios, ente, espectro o concepto superior que existiera que salvara a su hijo. Había estado convencida de que, tras contarle las condiciones en las que lo encontraron, era imposible que sobreviviera. Estuvo pensando incluso en las opciones para devolver su cuerpo a Canadá. Y en ese instante, en el avión, Remo era el fuerte de los dos, como si no estuviera convaleciente, como si el único dolor que conocía fuera el de las agujetas del gimnasio. En el hospital tenían razón... No era normal.
«Pero nada ha sido normal en los últimos días».
Jamás se había imaginado a sí misma en ciertas tesituras, pero lo había logrado y lo había logrado sola. Como siempre.
Remo iría a fisioterapia en casa. Le harían un reconocimiento médico en cuanto se asentaran en Montreal. Le buscaría una buena psicóloga, especializada en traumas. Después, podría enfrentarse a todas las lagunas que pisaban cada vez que le hacía preguntas delicadas, podría soltar todo lo que llevaba días guardando y le quemaba por dentro y podrían superarlo juntos. Como siempre.
Todavía no había usado el comodín de los ansiolíticos, aunque comenzaba a sentir taquicardias a medida que el avión descendía. Cada vez más cerca del lugar y la persona que llevaba años evitando. Leo. Su exmarido, el padre de su hijo. El hombre que conoció durante unas vacaciones con sus amigas y que por amor, decidió abandonar su país y asentarse en Montreal.
Por amor, también se intentó convencer de que quería hijos, familia, pasar los fines de semana haciendo hiking en vez de salir de fiesta. Por amor, Vivian fingía que no notaba el hastío con el que acudía a las reuniones sociales con sus vecinos o lo mal que se le daba cambiarle el pañal al bebé. No llegaron a tener la pareja. Fue lo mejor. Ella no podía reformar a nadie, ni esperar por él.
Cogieron otro taxi cuando salieron del aeropuerto de Boston. Remo había apuntado la dirección de Leo. No le había soltado la mano desde que se subieron al avión. Era consciente del esfuerzo que le estaba pidiendo a su madre... y de lo que se encontraría cuando llegaran. Vivian solo podía repetirse que permitir el encuentro entre Remo y Leo era necesario, una fase más de la recuperación.
—Gracias por esto, mamá —le dijo Remo cuando el taxi los dejó en la esquina de la calle.
—No digas tonterías. No me estás haciendo ir a ver a un maltratador, solo es imbécil —respondió, apretando el paso. Justo lo que no quería Remo.
Le habían pedido a la taxista bajarse antes, para no llegar de golpe. Leo había vuelto a la casa de sus padres tras la separación. «Como un adolescente», había dicho Vivian con resentimiento enmascarado en desprecio. La casa de la familia se había convertido en el apartamento de soltero y no estaba preparada para ver el estado en el que encontraría a su exmarido. ¿Tenía ya canas? ¿Se teñía? Remo no había encontrado el momento para contarle a su madre por qué había hablado en plural días antes y el tiempo estaba prácticamente agotado.
—Y en cuanto esto se acabe, le bloqueo otra vez... y ya está.
Llegaron a la casa. Remo comprobó el número. A Vivian no le hacía falta, el porche estaba igual. Bueno, más desgastado. Tuvo que agarrarse el pasamanos de madera para no caerse, pese a que Remo estaba a su lado.
—¿Estás bien?
—Perfectamente. Llama ya a la puerta, por Dios. Yo me quedo aquí.
Le costaba respirar, pero jamás lo admitiría delante de su hijo, y mucho menos cuando estaba a punto de ver a su exmarido, después de tantos años. ¿Cuándo había sido la última vez que lo había tenido cara a cara? Firmaron los papeles del divorcio por correo postal. Renunció a la custodia de su hijo sin pelear. Se fue en silencio... Y ahora ella, años después, entra en su casa con el ruido de un timbre.
Contuvo la respiración durante tantos segundos que casi se ahoga. ¿Cuándo iba a aparecer? ¿Se estaba haciendo de rogar? ¿Le estaba dando una crisis nerviosa al otro lado de la puerta? ¿Los había visto por la ventana? De los tres, el más fuerte era Remo, sin duda. Luego ella. No creía ni que Leo tuviera nivel para competir con ellos dos.
—No abre. —Le llegó la voz de Remo a lo lejos. Tanta presión le hizo ver puntitos.
«Es una señal del destino, Vivian... Márchate».
—Llama otra vez, seguro que no lo oye.
Unos cuantos escalones más arriba, Remo asintió y pulsó el timbre de nuevo. ¿Estará abierta la puerta? Podrían entrar en casa y esperarlo en el sofá, entre la basura acumulada. Cajas de pizza, latas de cerveza aplastadas, trapos llenos de aceite y ceniceros hasta arriba de colillas.
La espera se le hizo interminable. Ya no necesitaba agarrarse al pasamanos. Más que nerviosa, empezaba a cabrearse. ¿Leo estaba dejando a su hijo plantado? ¿Sería capaz?
«Ah, claro que es capaz. Seguro que se le ha olvidado».
—Toma. —Sacó el teléfono del bolsillo de los vaqueros con rapidez—. Llámalo.
Remo bajó las escaleras de forma torpe. Parecía desorientado. ¿Qué se le estaría pasando por la cabeza en ese momento? ¿Alguna vez creyó que su padre no lo quería? Era una pregunta para la que siempre estuvo preparada, pero nunca se enfrentó a ella.
Ambos esperaron a que Leo descolgara la llamada. Nada. A la segunda tampoco. ¿Iban a llamar una tercera? Estaba claro que se había olvidado de ellos. «Mejor», pensó la parte malvada de Vivian, a pesar de que notaba en la mirada de su hijo lo desilusionado que estaba.
—No te preocupes, cariño. No es personal. —Intentó consolarlo con cierto regocijo.
¿Quién era la que nunca fallaba?, ¿la que se acordaba de todo? Ella.
—¿Qué hacemos? —Remo se quitó la mochila con las cuatro cosas que le había llevado para sobrevivir.
—Si quieres, esperamos un poco, pero si no llega... Nos vamos. —Decidió ofrecerle la opción más neutral. Con suerte, Leo daría la talla en ser Leo y no aparecería hasta la noche o el día siguiente. A saber dónde estaba... Y con quién. No lo quería saber. Había pasado años sin saberlo y lo había llevado bien.
—Vale.
Remo se sentó en las escaleras. La suerte seguía de su parte, porque había ganado unos minutos preciosos para poner a Vivian en sobreaviso... Si es que se le ocurría cómo, sin que fuera demasiado violento.
—Oye, mamá... —Cogió aire. ¿Cuáles eran las palabras más adecuadas?
Vivian enarcó una ceja. Trató de fingir desinterés de la manera más digna posible. Temía cualquier pregunta que pudiera hacerle su hijo y, a la par, se sentía culpable.
—¿Cuándo fue la última vez que viste a papá?
Vale, esa no se la esperaba. El Remo de antes nunca se habría atrevido a hacer preguntas tan directas. Hasta ese momento habían pasado por encima del tema con pies de plomo, sin levantar la alfombra, por deferencia el uno hacia el otro. El Remo de después, el desubicado, quería conocer cada detalle.
—¿En serio, cielo? —Se sentó a su lado, a la par que suspiraba.
—Me acuerdo, más o menos. Pero también me acuerdo de que había cosas que nunca me atrevía a preguntar y no quiero que siga siendo así. —Mientras hablaba, jugaba con la cremallera de la sudadera.
—¿Crees que es el momento más adecuado? —Vivian buscó la cajetilla de tabaco que había comprado en el aeropuerto. Había sido precavida.
—Ya.
La conversación podía haberse quedado ahí, pero Remo no dejaba de pensar y pensar, de imaginar diferentes escenarios...
—Cuando te dicen que estuviste a punto de morir las perspectivas cambian. —Observó a su madre encender el cigarro—. Ahora cualquier momento menos el momento en el que me muero me parece bien.
A Vivian se le escapó una carcajada sarcástica. Remo siempre había tenido la habilidad de ser ácido como el veneno, aunque la utilizara pocas veces, al contrario que ella.
—El día que se fue de casa —contestó y le dio una calada al cigarro.
—¿Sabías que se iba a ir? Siempre me lo he preguntado.
El tono de Remo era muy serio. Hacía un par de días que no le hablaba de la amnesia transitoria, por lo que supuso que se trataba, tal y como dijo el médico, de algo temporal. Sin duda había mejorado. Lo peor ya había pasado.
—No, no lo sabía. Me dejó una nota en la nevera.
—¿En serio? —Vivian lo miró con cara de: «obvio, no estoy mintiendo»—. ¿Por qué nunca me la enseñaste?
—Bueno... Es... Era mi marido, no el tuyo.
—Oh. —Alzó las cejas, en señal de sorpresa—. ¿No decía nada de mí?
Una pareja vestida con el uniforme completo de running pasó frente a ellos, con jadeos y golpes de zapatilla.
—No. —Apagó la colilla en el escalón, que se jodiera. Seguro que él hacía lo mismo, porque le daba igual todo—. Por aquel entonces todavía no había asimilado que era padre.
—Pero si se fue cuando tenía once años.
—Sí. —Le dedicó una sonrisa tan malvada como angelical y cogió otro cigarro. Remo arrugó la nariz. No le gustaba que fumara cerca de él, pero se iba a aguantar.
La pareja de runners se detuvo en un árbol, no muy lejos de allí, para estirar. Se ayudaban. Seguro que estaban recién casados y querían hacer cosas de parejita feliz. Al otro lado había un chico paseando tres o cuatro perros. A Remo se le quedó cara de bobo cuando los vio.
—Tu padre se volvió tu padre cuando dejó de verte todos los días. —Vivian decidió que podía ser sincera con Remo. Ya era adulto. Un adulto que la consolaba en el avión.
—¿Por eso lo dejasteis? —Se había lanzado con la pregunta que durante la adolescencia le atormentó tantas noches.
—Nah... —Su madre, con el cigarro entre los labios, hizo un gesto con la mano—. Tú no tienes la culpa de nada.
—¿Entonces...? —Puso cara de cachorro abandonado. Leo no llegaba, pero le daba igual. La conversación se estaba poniendo interesante. Posiblemente era la primera vez que encontraba a su madre tan receptiva con él.
—Me harté de él. —Lanzó humo a un cielo despejado. Hacía algo de frío, no estaba por la labor de esperar más de un par de horas... O lo que tardara en encontrar billetes, destino Montreal.
—¿¡Lo echaste de casa!? —Remo ahogó un grito.
—¡Ay, hijo, no seas simple! —Hizo una pausa—. ¿Me ves capaz de echarlo de casa? —Y abrió los ojos con exageración.
—Sí...
Vivian bufó. ¿Tan mala imagen tenían de ella?
—Me harté de su actitud... Y se lo dije. No lo eché de casa. Le expliqué todo lo que me molestaba de él y todo lo que llevaba años y años callando... Y cuando pensé que las cosas iban a ir a mejor... Se esfumó.
Mentiría si dijera que no se sentía como si le hubieran quitado una espina calcificada en alguna parte indeterminada de su cuerpo.
—¿Se esfumó?
—Escribió una nota y se largó. El resto de la historia ya te la sabes, ¿no?
—¿Pero por qué?
—Y yo qué sé, Remo.
—¿Pero qué decía la nota?
Su hijo continuaba con el tercer grado, su exmarido no llegaba pese a que había sido el que había incitado a Remo a ir a su casa y los recuerdos le estaban amargando la nicotina.
—No me acuerdo, fue hace muchos años. —Estiró las piernas, con intención de levantarse.
—Mentirosa.
—Algo así como que estábamos mejor sin él... Una excusa para seguir sin asumir responsabilidades. —Se levantó y caminó hacia la calle. Simuló escudriñar a lo lejos, a ambos lados, por si aparecía de golpe o estaba escuchando detrás de un arbusto—. ¿Y si lo vuelves a llamar? Se me está quedando el culo congelado aquí sentada. Joder, podía tener un banquito o algo. Un balancín... Es que ni el bricolaje le gustaba. —Daba vueltas de un lado a otro.
—¿Y por qué no has vuelto a hablar con él? —Remo insistió.
—¿Y por qué no me ha vuelto a hablar él? —preguntó de vuelta. Necesita disimular el tembleque de manos que tenía. ¿Ahora su hijo se había convertido en su confidente? Esto lo hablaba con sus amigas en un Starbucks, no con su hijo en Boston.
—¿Culpabilidad? —dijo Remo con toda la inocencia posible—. No sé, creo que nunca le he preguntado, pero quizás se arrepiente.
—Para arrepentirse, corazón, tiene que ser consciente de lo que hizo.
Esas fueron las últimas palabras que provocaron que las piezas de Vivian y Leo encajaran en la mente de Remo. Ya lo entendía. Más o menos.
Es decir, nunca iba a entender al binomio «su padre más su madre» juntos, pero al menos intuía por qué él estaba inquieto y Leo ni siquiera se inmutó al nombrar a su novia por teléfono. No era consciente de lo que hacía. Era así. El Leo que cansó a su madre. Se sintió responsable de cada una de sus cagadas, incluso las que hizo antes de que él naciera.
—Tengo que contarte algo, mamá. —Lo soltó, con gravedad.
Vivian esperó, impertérrita por fuera, hecha un flan por dentro. ¿Qué más podía dar de sí su vida?
—Es sobre papá.
—¿Debe dinero? Dime que no, por favor. —Estaba a punto de hiperventilar.
—Tiene novia y viven juntos.
Se miraron, en silencio. No quería que su madre se encontrara a la novia de su padre sin avisar. No lo merecía. Con un poco de suerte, se iban antes de verlos. Suerte para Vivian, no para él, que quería hacerle a Leo unas cuantas preguntas.
—Dime que no es menor.
—¡Mamá!
—Uf, vale. —Hizo como que se limpiaba la frente de sudor—. ¿Nos ha dado una dirección que no es? Le pega. Eso explicaría muchas cosas. —Le dio el móvil a Remo—. Llámalo otra vez. Si no coge te juro que nos vamos.
Había hecho como si la revelación fuera inocente, pero su lenguaje no verbal había cambiado, se había vuelto más enérgico, agresivo. Estaba nerviosa, estaba como un pez fuera del agua y hasta Remo veía que deseaba llegar a casa, dejar de boquear, nadar en su estanque, con sus amigas, su café, sus exámenes y sus alumnos.
Remo obedeció a su madre. No sabía qué quería. ¿Que lo cogiera o que no? Tenía pros y contras y no le daba tiempo a analizarlo para decidir. Después de conocer más detalles sobre la relación fallida, se notaba irritado al pensar en su padre. ¿Por qué no le cogía el teléfono? ¿Por qué no estaba para recibirlo? ¿Por qué le había dicho que fueran si ya tenía otra vida, si no quería? ¿Por qué no había escrito nada para él en la nota de la nevera?
—¡Papá! —casi gritó cuando escuchó la voz de Leo... en el contestador automático. El rostro de Vivian palideció unos instantes. Luego, Remo le hizo una seña para comunicarle que se había equivocado—. Oye papá, estamos en la puerta de casa. Llámanos. —Le dejó un mensaje, fastidiado.
—¿Nada? —preguntó Vivian mientras cogía el teléfono. Remo negó con la cabeza—. Bueno, voy a buscar la opción más barata para volver a casa, ¿vale? —Se sentó de nuevo en la escalera del porche, mordiéndose el labio inferior con fuerza. No quería sonreír.
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