Prólogo: Gloria del padre
Epiket era un lugar hermoso, pero los rayos del sol conseguían aumentar su belleza de una manera indescriptible. Aumra contemplaba desde el balcón pensativo. Todo lo que veía, todas las personas que vivían bajo la protección de la Diosa estarían pronto a su cargo. Y eso era algo que, en cierta manera, lo aterraba. Detrás de él, ajena a los pensamientos de su marido, Neferusobek acunaba a su hijita. Aumra intentó concentrarse en los arrullos que su mujer le dirigía a la niña, pero ni eso era capaz de hacer olvidar lo que estaba por venir.
Cansado de lo que veía, Aumra se giró hacia su mujer y su hija. La niña aún no se había dormido.
—Parece que mi pequeña no tiene sueño—dijo, sentándose mientras alargaba los brazos para coger al bebé.
Neferusobek le entregó a la niña. A pesar de disponer de varias sirvientas a su disposición, ella se había negado a descuidar a sus hijos. Lo mismo había hecho con Auset, su otro hijo. «No es desatender a nuestro hijo, es para que tengas tiempo para tus deberes», le dijo al poco de nacer Auset. «¿Qué deberes? Que yo recuerdo todavía no soy la reina», Neferusobek rio al decirle aquello. Tenía razón, en aquel momento no era reina. Pero Aumra conocía demasiado bien a su mujer: volvería a espantar a las doncellas de cría para ocuparse ella misma de Isatra aunque la atormentasen los deberes reales.
Su pequeña Isatra había nacido justo el día en el que su padre le había comunicado la noticia. Ya era hora de pasar la corona. Para celebrarlo, Neferusobek había decidido llamar a su hija Isatra. «Gloria del trono», eso significaba el nombre. Aumra había estado de acuerdo. Su hija portaría de por vida el recuerdo de aquel, de su inminente coronación.
«¿De verdad tengo lo necesario para ser rey?», pensó con la mirada perdida. Una risita de Isatra lo sacó de sus ensoñaciones.
—Te está diciendo que te tranquilices, todo va a salir bien—. Neferusobek sonrió—. Incluso nuestra hija nota tus nervios.
—No sé si estoy preparado...
—Aumra, si tu padre cree que estás listo, estás listo. Eres amable, leal a los tuyos y piensas en tu pueblo. ¿Acaso estarías así si no te importara hacerlo bien?
Como siempre, ella tenía razón. Le importaba su pueblo. Pero, aunque su padre le legaba un reino en paz y próspero, tenía un mal presentimiento. Volvió a mirar a su hija. Aún era pronto, pero Aumra creía que cuando creciera Isatra tendría los ojos castaños de su familia. Su pelo ahora era negro como el ala de un cuervo, pero seguramente también sería moreno como el suyo. Auset había heredado el cabello y los ojos de su madre, pero claramente había sacado el característico porte de los Neferbah. Pensar en Auset le hizo recordar algo. Con cuidado, Aumra contempló el brazo izquierdo de Isatra. Como temía, la macha seguía allí. El mismo día de nacer, Aumra se fijo en la extraña mancha oscura que tenía su hija en la parte posterior del brazo izquierdo. La comadrona le había restado importancia diciendo que era normal que los recién nacidos tuvieran marcas. Tras pasar los días y ver que no desaparecía, llamó a varios sanadores para que determinasen que no era maligna. Había conocido a algunos hombres que tenían extrañas marcas en la piel y habían muerto como consecuencia de eso. Pero los sanadores coincidieron en que no era nada malo, simplemente una marca de nacimiento. En su familia, era normal tener marcas que los denotaban como Neferbah. Auset estaba muy orgulloso de su marca: un círculo negro en su dedo meñique derecho que pronto se cerraría. Todos los Neferbah tenían su marca. El propio Aumra en su brazo, su padre, el rey Ausiris en la muñeca, y, aunque no podía recordarlo bien, su abuelo alrededor del iris del ojo. Isatra también tendría su marca en el futuro, de un color tan negro que no existía tinte que lo igualara. Ella era una Neferbah y, como tal, no sería una excepción. Recordó una anécdota que contaban sobre un antepasado suyo que al parecer no tenía su marca. Era el heredero y había estado a punto de perder su derecho de nacimiento por la ausencia del distintivo. Al final, resultó que estaba bajo su cuero cabelludo y se rapó la cabeza para demostrarlo. El pueblo llano lo conocía como el Rey Pelón porque nunca dejó que su cabello creciera para que todos viesen su marca. Aumra esperaba que aquello no le pasase a Isatra.
—¿Sabes qué me han contado los doncellas?—Aumra negó con la cabeza para evitar despertar a su hija, que por fin parecía estar a punto de dormirse—. Todos hablan sobre Isatra llamándola la Estrella de la mañana, porque dicen que es una princesa muy bella.
En realidad, aquel sobrenombre se debía a que Isatra había nacido por la mañana. Aquel día, el astro de la Diosa, la luna, todavía se podía ver en cielo. Los aldeanos decían que aquello era una muy buena señal sobre la princesa. Aumra sonrió, aunque le daba un poco igual que su hija fuese bella o no. Solo quería que Auset, Isatra y los demás hijos que estuvieran por llegar fueran felices. Todo lo demás le parecía innecesario pero agradable. Aumra se calmó pensando en sus hijos. Eran lo que más le importaba en el mundo. Sí, definitivamente, su mujer había acertado con el nombre de Isatra. Existían textos antiguos que decían que significaba «Gloria del padre».
—Puede que no llegué a ser un rey recordado en la historia, pero intentaré ser el mejor padre para vosotros—dijo, en voz baja para no despertar a la niña, ya dormida. Con cuidado, depositó un ligero beso en la cabeza de su hijita. Neferusobek asentía complacida—. Vosotros seréis mi legado. Que la diosa Bastet cuide vele siempre por vosotros como yo lo haré.
Aumra se levantó para dejar a su hija en su cuna. Neferusobek fue detrás de él. Juntos miraron a su pequeña dormir en paz. Aumra pasó un brazo por los hombros de su mujer, quien se apoyó en él. Dirigió su vista hacia ella y ambos sonrieron antes de besarse. Hoy sería coronado rey, pero nada cambiaría el amor que sentía por su familia.
La puerta se abrió y una cabecita rubia apareció mirando con precaución. Seguramente, se había escapado de su cuidadora. Aumra rio mientras hacía señas al recién llegado para que se acercase en silencio. Cuando ya estuvo cerca, Aumra cogió en brazos a su hijo Auset para que pudiese ver a su hermana.
—¿No va a venir con nosotros?—preguntó.
—Isatra es demasiado pequeña para ir a la ceremonia, es solo un bebé—le contestó su madre—. Tu cuidadora se ocupará de ella.
Auset estaba cerca de cumplir tres años, pero ya hablaba bastante bien para su edad. Durante los dos cambios de luna que duró la espera de la coronación, los necesarios para llevar a cabo todos los preparativos, Auset había estado mucho más nervioso que su padre. Aquel iba a ser su primera ceremonia oficial y tenía miedo de que todos lo mirasen si cometía un error. Aumra lo tranquilizó cuando le dijo eso. Lástima que no pudiese aplicarse sus propias palabras.
—¿Listo para salir?
Auset asintió. Ya era la hora. Aumra cogió aire, presintió que la multitud lo ahogaría.
—¿Puedo ir con vosotros?
—Auset, el abuelo ha dicho que quiere que vayas con ellos— contestó Aumra, mientras se dirigían camino de los establos.
La tradición marcaba que el futuro rey y su esposa, en caso de tenerla, se desplazarían en un carruaje descubierto, para que todos los viesen. Irían por el llamado Camino del Origipa, príncipe en idioma antiguo. Los reyes actuales realizarían otro recorrido por el Camino del Aasilia—rey—, para encontrarse frente al gran templo de la diosa Bastet. Allí se realizaría la ceremonia del cambio de soberano, frente a los ojos de la Diosa.
—¡Aquí está mi pequeño!
Auset corrió a los brazos de su abuela, ignorando las llamadas de atención de su madre. Junto a la reina, estaba el rey, tan imponente como siempre. Aumra se dirigió a él, temeroso por si lo estaba evaluando.
—Padre...—Aumra bajó la cabeza en señal de respeto hacia su progenitor. El rey Ausiris lo saludó agarrándolo con afecto de los hombros.
—Ni siquiera en un día así pierdes tu timidez, hijo. — El rey sonrió y luego se dirigió a su nuera—: ¿cómo está mi querida Isatra?
—Excelente, su majestad. Ahora quedaba durmiendo.
—Luego iré a verla, cuando esté todo más tranquilo.—Subió al carruje que debía llevarlo al templo. Al sentarse, miró un momento hacia su hijo—. Aumra...
—¿Si, padre?
—Puede que no haya sido muy abierto respecto a mis sentimientos, pero quiero que sepas que te quiero, hijo mío. Y estoy muy orgulloso de ti.
Aumra se conmovió con las palabras de su padre. El rey no era muy dado a expresar sus sentimientos con tanta claridad como en ese instante. Aumra se sentó al lado de su mujer. Se fijo en los caballos. Eran de un color blanco brillante, como si hubiesen robado la luz de la luna para su piel. «Bueno, en cierto sentido soy virgen en ser rey».
Sintió que Neferusobek le cogió la mano.
—¿Preparado?
—Preparado.
Aumra se despidió de su hijo con la mano antes de enfrentarse a lo que le esperaba. Auset le respondió agitando con fuerza la mano. A pesar de su inseguridad se le veía contento.
Una multitud los recibió por el Camino del Origipa. Todos, fueran libres o esclavos, querían ver a su futuro rey. Era fácil diferenciar a un noble de un esclavo: los primeros iban vestidos con lujosas telas. Además, los esclavos no osaban tocar a los nobles, lo que daba el efecto de que estaban metidos en un burbuja protectora. Muchos nobles de los que ahora veía los siguirían hasta ell templo tras pasar por delante de ellos. Aumra se preguntó cuántos afentikós estarían allí. Seguramente muy pocos. Los afentikós detestaban a los nobles. Eran hombres libres, pero no poderosos. La mayoría se dedicaba al comercio de esclavos y aspiraban a subir de escalafón social.
—Querido, saluda para que vean qu...—Neferusobek no pudo completar lo que iba a decir.
Aumra apenas pudo distinguir la saeta dirigida hacia él. Lo único que notó fue un silbido que pasaba cerca de él y lo siguiente fue ver una flecha clavada justo en el corazón de su mujer.
Neferusobek, su esposa, la madre de sus hijos, su reina, estaba muerta.
La multitud que antes los vitoreaba ahora corría alarmada, llenando de gritos indescriptibles el lugar.
—¡Qué alguien nos ayude! —gritó Aumra, intentando hacer algo por su esposa—. Quédate conmigo, quédate conmigo...
Pero Aumra sabía que ya cualquiera decisión era inútil. Un disparo certero le había arrabatado al amor de su vida.
La flecha no parecía ser tosca como aquellas que utilizaban los esclavos. En su lugar, era bastante elaborada, con bellas plumas rojas y cuerpo de madera brillante. En lugar de un arma, casi parecía que el corazón de Neferusobek había sido atravesado por una rosa.
Aumra lloraba y no se percató de la siguiente flecha. Sintió cómo sus músculos del brazo derecho eran aguijoneados. Desde el fondo de su garganta salió un grito profundo, similar al de un animal. Aumra buscó a su misterioso atacante, pero la gente alarmada, yendo de un lado para otro, actuaban como un rebaño de ovejas que escondía al lobo. Otra flecha, está vez en su hombro.
—¡Solo un cobarde ataca desde la distancia! —grito, sin percatarse de sus palabras.
Otra flecha, pero esta erro en su trayectoria.
«¡¿Dónde está?!». Miraba de un lado para otro, pero no distinguía nada con claridad.
Un hombre se subió a su carruaje. Aumra no lo reconocía, pero iba vestido como un esclavo.
—¿Quién eres?
El desconocido le dirigió una mirada socarrona. Media sonrisa se dibujó en su cara, acompañada de una mueca burlesca. Con un rápido movimiento, sacó del interior de su ropa una daga.
—Larga vida al rey.
Un líquido frío le recorrió el cuello. Aumra se llevó la mano al cuello. Intentó gritar, pero la palabras no llegaban a su boca. Le había rajado la garganta. El mundo empezó a oscurecerse. El aire abandonaba lenta pero paulatinamente sus pulmones.
Aumra sintió que caía, pero,antes de tocar el suelo, el rey incoronado tuvo tiempo de un último pensamiento.
«Auset, Isatra, os q...».
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top