VIII
VIII
Al principio no quería abrir los ojos.
Podía sentir sus tripas derramadas fuera del cuerpo, en cualquier momento algún carroñero se animaría y vendría por él, a comérselo...
Pero... ¿por qué seguía vivo?
Quizás no lo estaba, pero temía abrir los ojos y comprobarlo.
Los aldeanos decían que a él, el príncipe deforme, como era que le llamaban, ni siquiera el diablo lo quería, lo había escuchado más de lo que deseaba recordar, y quizás estaban en lo cierto, ¿por qué entontes seguía con vida? No existía otra explicación.
Pero Igor quería estar muerto, no sentir vergüenza por permitir que su tío le arrebatara fácilmente el reino. Todo estaba perdido, su tío poseía el anillo, y pronto sería reconocido como el legítimo rey de Archar.
Preferiría estar muerto y no estar ahí, tendido, en medio del lúgubre bosque de Arlen, y padecer ese frió lacerante que cercenaba la piel como si fueran cuchillas, de alguna forma, ya no sentía sus piernas ni el vientre desgarrado por la cuchilla desgastada del traidor.
Igor miró al cielo, ¿acaso nevaba?
El cuerpo de la anciana ya no estaba, estaba seguro que los malvivientes se la llevaron para sus depravaciones.
Ya no existía nada más que el silencio a su alrededor.
Hasta que un día escuchó a lo lejos, el canto de pájaros, de repente la nieve se convirtió en humedad, y esta, a la vez en calor veraniego. Veía transcurrir los días, las lunas, una y otra vez, como si el tiempo pasara sin pasar, lo único latente era el dolor y su agonía de no estar muerto. Y en esa agonía, tarareaba las tristes melodías que Infinia le cantaba, justo antes de que esa maldita enfermedad lo convirtiera en un pedazo de carne inservible, en basura viviente, que cuidaba con amor y devoción, a regañadientes de su padre, el que insistía con aislarlo del mundo y así evitar la vergüenza, la debilidad de su familia.
Igor no olvidaba, no las ofensas que le lanzó su padre, aquella vez que le pidió que lo deje entrar al ejército.
―No puedes defender tus calzones.
Igor siempre supo que no lo quería, pero era su único hijo, el futuro heredero al trono.
―Tenías razón padre, no pude defender siquiera mis calzones. Soltó una amarga carcajada.
― Si tan sólo pudiera morir ya.
Morir ya. Morir ya...
Vocecillas infantiles repetía sus palabras, ¿o sólo alucinaba?
No pudo identificar su procedencia y dejó de pensar en ello.
Ya no cantaban los pájaros, no se escuchaban más el sonido de rapaces, ni de carroñeros. El silencio imperaba, una vez más en medio del bosque de Arlen.
―Ayu-da ―se atrevió a pedir, mas esas palabras no eran suyas y sin embargo salían de su boca.
Ayuda, ayuda, ayuda...
No estaba sólo. Repetían sus palabras.
―¿Quiénes son? ¡No se atrevan a burlarse de...!
A burlarse de, a burlarse de...
Igor intentó incorporarse pero el dolor se intensificaba con cada movimiento que intentaba.
― ¡Los voy a atrapar, malditos! ―amenazó, aun sabiendo lo impotente que era.
Con la fuerza que sólo puede nacer de la ira, consiguió moverse unos centímetros. Agarró sus tripas pegajosas, apestaban a mierda y a sangre, e intentó metérselas de nuevo, el dolor era paralizante pero no lo suficiente para matarlo, era una agonía insoportable.
Después de mucho esfuerzo consiguió girar hasta quedar tendido boca abajo.
El dolor se intensificó mucho más y ahogó un grito de dolor, se arrastraba para volver al árbol de antes. Con una mano sujetaba sus tripas y con la otra avanzaba con mucho esfuerzo.
De repente escuchó risas provenientes de cualquier lado, y pensó que se burlaran de él.
―¡Dios mío! Si existes mándame de una vez por todas al infierno ―rogó, mordiéndose los labios.
Al infierno, al infierno, al infierno...
Repitieron las vocecillas.
―¿Al infierno?
Preguntó una voz diferente a las anteriores.
Era una voz extraordinaria, pero... quizás venía por el anillo, quizás sólo venía a rematarlo. Igor lo buscaba con la mirada.
―¿Quién eres? ¿Viniste a terminar el trabajo de ese traidor? ¡Anda, hazlo ya! ―gritó con la poca voz que le quedaba.
―No es lo que me trajo acá ―respondió su interlocutor.
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