Capítulo 7

Después de unos minutos en los que la dejé desahogarse y mojar mi camiseta con libertad, sus lágrimas cesaron y ella recobró la compostura. Empezó a alejarse de mí, pero la retuve por la cintura, diciéndole sin palabras que me encontraba a su lado si me necesitaba. No importaba nada de lo de antes, estaba ahí para ella.

—¿Quieres contarme qué es lo que pasó? —cuestioné en voz baja.

Seguí acariciando su espalda con movimientos lentos. Su mejilla estaba apoyada en mi hombro y mi barbilla sobre su cabeza. Podía sentir su aliento soplando en mi cuello y me tranquilicé cuando me di cuenta de que ya no trataba de alejarse de mí. Solo me permití relajar un poco mi agarre a su alrededor.

Algunos mechones escapaban de su coleta siempre desordenada y el viento provocaba que se pegaran en su rostro o volaran hasta el mío.

—Mandaron a hacerle más pruebas —susurró. De inmediato me tensé al comprender que hablaba de Dean. Sabía que no tenía buenas noticias por la forma en la que había estado llorando cuando la encontré; por la desolación que dejaba entrever su tono de voz—. Encontraron... Se dieron cuenta de que hizo metástasis en los pulmones y...

Se interrumpió a media frase y sacudió la cabeza.

—Lo siento pequeña, no entiendo qué quieres decir —expresé.

La escuché ahogar un sollozo y vi cómo sus manos volaban a tapar su rostro antes de explotar en llanto.

—¡Se expandió! —dijo con impotencia—. ¡El maldito cáncer se expandió a sus malditos pulmones y a todos sus malditos órganos! —gritó mientras se ponía de pie y nuevas lágrimas comenzaban a caer por sus mejillas. —Está por todo su cuerpo y yo no puedo hacer nada, ¿entiendes? Yo no puedo hacer nada —sollozó dejándose caer sobre rodillas frente a mí.

Por un momento no me pude mover. Solo la pude ver frente a mí, arrodillada en medio de la calle con sus manos cubriendo su rostro y el llanto sacudiendo sus delgados hombros.

En momentos así era cuando uno se sentía impotente. El saber que no puedes hacer nada por ciertas personas... te parte el corazón; pero también te hace ver la vida desde nuevas perspectivas.

Me puse de pie para llegar a su lado y tenerla de nuevo en mis brazos. Me coloqué en cuclillas y situé un brazo por detrás de su espalda y el otro por debajo de sus piernas y la levanté con una facilidad que me sorprendió bastante. Se sentía mucho más liviana.

¿Cuánto peso podía perder una persona en tres días?

La llevé dentro de su apartamento y la coloqué sobre el sillón, mientras me dirigía a la cocina. Me moví con familiaridad dentro de su espacio y saqué los ingredientes necesarios para prepararle un café. En esos días había aprendido que era algo así como su mayor vicio y que siempre lograba relajarla, cosa que necesitaba en ese preciso momento.

Exhalé sintiéndome como el peor idiota del mundo. Las cosas que me molestaban a mí eran nada comparado con lo que ella enfrentaba a diario. Su hermano, tantas responsabilidades... Y luego venía yo a hacerla parte de un juego en el que ella no había pedido meterse.

Pero ya no era un juego, ¿cierto? En algún momento esto había comenzado a adquirir seriedad para mí.

Sacudí la cabeza tratando de dispersar esos pensamientos y me dirigí a la sala, donde ella todavía se hallaba hecha un ovillo sobre el sofá; no se había movido para nada.

—¿Cuándo pasó todo esto? —pregunté con suavidad al tiempo que le entregaba la taza.

Me senté frente a ella, en la pequeña mesa de café y la observé beber con cuidado de no quemarse.

—El domingo después de que dejáramos a Dean. Me dejaste en casa y ellos me llamaron y no sabía... —Su barbilla comenzó a temblar de nuevo por lo que me acerqué y puse la taza a mi lado, sobre la mesa.

—A ver, tranquilízate un poco, ¿sí? —Cuando lo hizo, continué—: ¿Por qué no me llamaste? —quise saber.

La mirada que me lanzó fue suficiente respuesta.

—Estaba molesta contigo. Estaba dolida, era obvio que no iba a recurrir a ti —confesó.

Solté un suspiro y pase la mano por mi rostro. Lo que tenía que hacer era decirle toda la verdad, así que reuní valor y lo solté.

—Mira, Jan, la apuesta la hice antes de saber por todo lo que pasabas. Yo solo pensé que eras así por... no sé. Solo creí que así era tu actitud. Jamás me imaginé que detrás de toda esa seriedad hubiera una historia tan triste, y quiero que sepas que te admiro. De verdad. Admiro tu fuerza, tu valor, tus ganas de seguir adelante... Admiro todo de ti, y me gustas. —Su rostro antes inclinado se levantó con brusquedad y sus ojos se elevaron para encontrarse con los míos.

»Me gustas mucho, toda tú. Me gusta pasar tiempo contigo y hacerte enojar; me gusta que trates de enseñarme álgebra aun cuando no entiendo nada, me gusta que te sonrojes cuando te digo bromas subidas de tono, me gusta cuando acomodas tus gafas al resbalarse por el puente de tu nariz y cómo la arrugas al estar concentrada o cómo inflas tus mejillas cuando algo te molesta. —Me acerqué un poco más, mi trasero en el borde de la mesa, y tomé sus manos entre las mías.

»Me gustas, de verdad, y creo que yo también te gusto. Solo te pido que no me alejes por una cosa que hice mal, porque te prometo que puedo hacer cien cosas bien para compensarte, y si eso no te parece suficiente, entonces dime tú qué es lo que deseas; prometo que haré todo lo posible por cumplirlo.

Tomé una respiración profunda sin quitar mis ojos de los suyos, tratando de convencerla de que me dejara quedarme en su vida y, después de una eternidad, ella asintió con timidez.

—Está bien —dijo mientras retiraba sus manos de entre las mías. Se puso de pie, tomó la taza a mi lado y caminó a la cocina. La seguí de cerca y me senté en un taburete mientras ella enjuagaba su taza. —Pero tú sabes que no tengo paciencia y te juro que si haces una sola cosa mal...

—No lo haré —la interrumpí. Ella giró para enfrentarme y luego sonrió con calidez.

—Bien, porque de verdad odiaría perderte. En estos últimos días, me di cuenta de que... —Cerró los ojos y tomó una profunda respiración—. Te necesito. Más de lo que me gusta. Te volviste mi pequeño oasis en medio del desierto. Eres mi única alegría en esta triste vida que tengo. Tú y Dean son mis soportes y probablemente no soportaría perder tu amistad justo ahora, eso terminaría por volverme loca. En tan poco tiempo te has convertido en mi mejor amigo y no sabes cuán agradecida te estoy por eso.

Sus ojos brillaron con lágrimas nuevas y vi cómo trataba de retenerlas con desesperación. Sabía que no le gustaba llorar, pero me alegraba saber que se abría lo suficiente conmigo como para permitirse demostrar sus emociones. Seguramente prefería sacarse un ojo antes de dejar que alguien más la viera derramar una lágrima. Ese pensamiento me hizo sonreír.

—Ven aquí, pequeña —pedí abriendo mis brazos. Ella prácticamente corrió a ellos.

—No me llames así —espetó; yo sonreí.

—Cállate, sabes que te encanta.

Dejó escapar una carcajada que me hizo sentir bien.

Hacerla reír era uno de los más grandes placeres de mi vida. Al igual que ella, yo también sentía que los días con Jan a mi lado eran más fáciles de sobrellevar, aun cuando yo no tenía ningún problema tan malo como los que ella sufría. No me imaginaba cómo de relajante era para ella tener a alguien con quien desahogarse y poder quitarse la máscara; ser ella misma, no tener que pretender ser alguien que no era.

La retiré un poco con mis manos en sus hombros y, por primera vez, vi las manchas oscuras bajo sus ojos y sus mejillas un poco más hundidas.

—¿Cuándo fue la última vez que comiste? —pregunté preocupado.

Ella miró hacia sus zapatos y de repente no me encontré seguro de querer saber la respuesta.

—El sábado —susurró.

Un gran enfado me recorrió y tuve que tomar una gran respiración antes de hacer o decir algo de lo que me arrepintiera.

—Vamos —dije tomando su mano y llevándola a la mesa del comedor—. Te prepararé algo de comer.

—¿Sabes cocinar?

—No —admití. Su gemido torturado me hizo reír—. Hubieras pensado en eso antes de pasar tanto tiempo sin comer. Siéntate, no quiero que te vayas a desmayar o algo; mi espalda me duele y no quiero tener que cargarte de nuevo.

—¿Me estás diciendo gorda? —preguntó indignada mientras se sentaba frente a la mesa.

—No seas ridícula, eres casi un palillo. Apuesto a que puedo abarcar tu cintura con una de mis manos. —Ella resopló y me sacó la lengua. Tras esto giré y me dispuse a cocinar algo sencillo.

* * *

—Tengo que admitir que te quedó delicioso —dijo mientras masticaba una albóndiga. ¿Quién hubiera pensado que sería tan agradable ver comer a una mujer hambrienta?

Era la segunda porción de espagueti con albóndigas que se servía, y la segunda vez que dejaba el plato casi limpio.

—Yo tengo que admitir que te ves sexy con la boca llena de salsa de tomate —bromeé. Despegó la mirada del plato y me miró con sus ojos muy abiertos. Un bonito sonrojo cubrió su cuello y rostro hasta las puntas de las orejas.

—L-lo siento—tartamudeó.

—Yo no, es muy agradable ver como aspiras la comida.

Sus ojos se estrecharon y dejó el cubierto en el plato con un sonido molesto.

—Hoy mi turno empieza a las cinco —dijo cambiando de tema, lo cual me divirtió. Descansé mis brazos en el borde de la mesa y la miré, una sonrisa jugando en mis labios.

—¿Quieres que te lleve?

—No es necesario, recuerda que Lora me dejo su auto. —Limpió su boca con una servilleta y luego me miró—. Estaba pensando en que saliéramos mañana antes de que empiece mi turno. A comer, tal vez, si eso está bien para ti.

—Lo estoy deseando —dije con tono seductor. Ella puso los ojos en blanco y luego miró hacia la pared.

—¡Mierda! —soltó mientras salía corriendo de la habitación. Dos minutos después regresó vistiendo su uniforme de enfermera, el cual consistía en una enorme blusa y unos pantalones igual de grandes azules con estampados de ositos—. Se me hizo tarde, te veo mañana a las dos. No llegues tarde.

—¡Adiós, cariño! —me despedí jugando.

Caminé hasta la entrada para observar cómo encendía el auto y le soplé un beso cuando me vio por el espejo retrovisor. Ella respondió mi gesto enseñando el dedo medio de nuevo y no pude evitar reír. Volvía a ser ella misma.

Cuando todo quedó en calma, me sentí extrañamente vacío. Ya la estaba extrañando y eso que no había pasado ni un minuto desde que se fuera.

Dios, cuánto me gustaba estar con ella. Y eso era peligroso por muchas razones.



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