76. Jaque al Rey

Mientras Kauffmann escapaba caminando con dificultad con Charlotte y Sanders, en el túnel se intercambiaban disparos. Pese a la distancia, los impactos se producían peligrosamente cerca de John. Aquello obligaba a John a mantenerse protegido y no poder apuntar adecuadamente.

En cada intento que hacía por asomarse al túnel, recibía una ráfaga demasiado próxima. No sabía cuánta munición le quedaba a aquel tipo, pero en el ejército le habían enseñado bien a contar los disparos. Cada ráfaga de aquel tipo suponían 6 ó 7 disparos.

Conocía bien aquella arma de fabricación israelí. Se habían producido más de veinte disparos e inmediatamente dedujo que la munición empleada era de 9 X 19 Parabellum, era letal. La Uzi solamente empleaba cargadores mayores de 16 cartuchos para ese tipo de munición. Provocó un par de ráfagas más y aguzó el oído todo lo posible. Debía intentar dejar cuanto antes a aquel tipo sin munición pero para eso tendría que exponerse constantemente. La última ráfaga provocó la interrupción del arma en el segundo o tercer disparo. El cargador se había terminado y John calculó que debía ser de 32 o de 40 balas.

Era su momento. No se lo pensó y salió corriendo para cruzar el túnel al otro extremo, apenas cinco metros.

Desde su nueva posición tendía un ángulo de tiro más abierto. Se asomó de nuevo al túnel, apuntó y disparó una, dos, tres y hasta cuatro veces. Erró sus tiros. Aquel tipo se había metido detrás del todo terreno mientras cambiaba el cargador. Aprovechó para tratar de mirar más allá pero no vio rastro de Kauffmann ni de Charlotte. Pensó en provocar más al gigante, que ya había recargado y esperaba paciente tras el coche.

Un nuevo intercambio de disparos y ráfagas se produjo. John guardaba la munición, disparando tiro a tiro, pero el teutón la derrochaba. Aquella sería su perdición.

Provocó tres ráfagas más. La última arrancó un trozo de hormigón que impactó con fuerza en la visera de protección balística que incluía el casco táctico para combate urbano con el que le habían dotado.

—Ha estado cerca —pensó John mientras calculaba que debía estar cerca de agotarse la munición del enemigo, si es que no se le había acabado ya. Al segundo escuchó resonar en el túnel el característico sonido de la corredera de una pistola al cargarla. Lo tenía.

John salió de su parapeto encarando el fusil hacia el coche mientras caminaba hacia él. El teutón se había escondido de nuevo detrás del vehículo. Sabía que debía mantener un ritmo lo más rápido posible de avance sin perder puntería. Disparaba un tiro cada cinco pasos, de forma constante. Cada vez que el alemán asomaba el arma y disparaba tientas, John respondía inmediatamente al fuego. Lo tenía acorralado. Un nuevo disparo y cinco nuevos pasos, sin parar de moverse.

—Celeritas et Subtilitas Patriae —Rapidez y precisión por la Patria. John se recordó el lema de su antigua Unidad Especial de Intervención. Ahora volvía a ser uno de los "caras negras". Así los llamaban por el característico pasamontañas de ese color.

Quedaban menos de cien metros y el enemigo, protegido por el coche, había dejado de disparar. John avanzaba y disparaba, en un movimiento continuo, cada vez con más decisión ya que la menor distancia aumentaba la puntería. Había contado 13 disparos. Su enemigo podía estar sin munición, pero no iba a arriesgarse a comprobarlo.

Apena 30 metros le separaban de su objetivo y en su visual ya no aparecía el guardaespaldas de Kauffmann. El último disparo de J acababa de agotar su cargador. Pulsó el mecanismo de extracción cuando tuvo preparado el siguiente. Con el debido entrenamiento, la maniobra de recarga no debía durar más de dos segundos, pero el alemán no le dio tiempo.

John sintió un golpe muy fuerte en el abdomen que lo dejó sin aire. El chaleco antibalas había parado el disparo. El segundo impactó en su antebrazo izquierdo y el cargador que tenía en la mano salió por los aires. Sintió un terrible dolor en el brazo izquierdo. La bala había tocado el hueso.

No tuvo tiempo de recuperar la situación. Aquel energúmeno corría pesadamente hacia él, medía alrededor de dos metros y, aunque iba con traje de chaqueta, eso no disimulaba su potente musculatura. No podía recargar. Echó un lado el fusil y trató de desenfundar la pistola que llevaba a la altura del pecho en el chaleco técnico, pero no lo logró. Aquel tipo se abalanzó sobre él derribándolo al suelo.

La situación de John era crítica. Dos disparos directos y al menos ciento veinte kilos de puro músculo y adrenalina a horcajadas sobre él. El casco con la visera le protegía de los puñetazos, pero aquel tipo tenía claro cómo quería pelear. Agarró su cuello con ambas manos y comenzó a apretar con una terrible violencia. Iba a matarlo.

John propinó varios derechazos secos, rápidos y contundentes en los codos del gigante. Cuando notó que aquel aflojaba su presa, en un rápido movimiento levantó sus caderas, dobló las rodillas y entrelazó las piernas delante del cuello del alemán mientras agarraba con su mano derecha la mano derecha del gigante. Hizo palanca hacia abajo con las piernas obligando a encorvar el cuerpo de su enemigo hacia atrás y hasta que soltó el cuello de John. En el mismo movimiento dio un giro rápido a su muñeca. Ya era suyo.

El hombre cedió hasta quedar tumbado en el suelo mientras John giraba sobre su cuerpo retorciendo en su movimiento el brazo del teutón. Con sus piernas todavía entrelazadas en el cuello y el brazo apresado también entre ellas, comenzó una presión constante. Cuanto más fuerza hiciera el enemigo, más violenta sería la palanca sobre su brazo y más se apretaría el cuello. Conocía bien aquellas técnicas. No podía escapar.

Cuando el animal dejó de respirar, John aflojó su presa y descansó un segundo. Con un terrible dolor de brazo se levantó. El casco le asfixiaba y se deshizo de él. Sentía un dolor intenso en el brazo, el cuello y el abdomen, pero salió corriendo en la dirección que habían llevado minutos antes Charlotte, Kauffmann y Sanders.

Kauffmann había subido con dificultad las estrechas y empinadas escaleras. Al llegar al final y levantaron la trampilla, se encontraron en el interior de una pequeña construcción donde se guardaban aperos de labranza. El alemán fue el primero en salir, después Charlotte y por último Sanders.

Al momento de abrir la puerta lateral de la edificación, Sanders comprobó dónde estaban.

—Parece que está despejado, pero deben estar por todas partes. Ahí, detrás de esos árboles, debería estar la entrada por la que ellos han accedido —dijo en voz baja señalando el lugar.

—Vamos allí —En la despejada noche estrellada, a unos trescientos metros al este, se veía otra construcción con aspecto de granero—. Cuando lleguemos pediré ayuda. ¡En marcha! —dijo Kauffmann empujando con el cañón de la pistola a Charlotte.

Comenzaron a caminar por mitad de un campo, lo que dificultaba más todavía el paso de Kauffmann. Las parcelas de propiedad de varios kilómetros a la redonda, habían sido adquiridas años atrás por Renasci a través de un entramado de empresas. Después construyeron un entramado de galerías, que conectaban distintos búnkeres y refugios subterráneos. Las posibilidades de escape eran mínimas, pero Kauffmann no se daba por vencido.

Cuando apenas habían recorrido la mitad del camino, John salió al frío de la noche. Una vez se hubo orientado, intuyó que Kauffmann habría huido en dirección contraria a donde estaban las instalaciones de Renasci. Eso le dirigió por descarte en la dirección de Charlotte. Avisó por transmisiones.

—Jefe Alfa de Alfa 11 —Esperó unos segundos antes de repetir la llamada—. Jefe Alfa de Alfa 11—.Nadie contestó. El equipo debía seguir en el búnker y no había cobertura.

J sacó la linterna de la funda del cinturón y alumbró al suelo. Al momento pudo ver el rastro dejado por Kauffmann, Charlotte y Sanders. Los campos estaban sin sembrar, pero habían sido arados. Las huellas eran claras. Con una mueca de dolor corrió en la dirección que llevaban. Se dirigían a un granero y no tardó más de un minuto en recorrer la distancia que le separaba de éste. Sigilosamente y con la pistola en la mano, se acercó a la puerta y escuchó al otro lado. Había desechado usar el fusil, la otra mano la tenía inutilizada. La voz de un hombre con acento alemán le aceleró más todavía el corazón. Apenas podía respirar y el dolor del brazo era cada vez más intenso.

—...pues dile a uno de esos helicópteros que hay personal civil en peligro y que debe ser evacuado —Una pausa—. ¿Cuánto? De acuerdo.

—¿Qué te ha dicho? —Escuchó decir a otro hombre. Seguramente era Sanders.

—En cinco minutos mandará a un helicóptero de los que están buscando al resto. Ya ha conseguido evacuar a otros hermanos. No te preocupes, nos vamos de aquí.

—¿Y ella?

—No viene con nosotros.

—Pero, ¿por qué? ¡Es una más de nosotros! —dijo Sanders.

—¿Eres imbécil Oliver? El tío de antes nos tenía a tiro. ¿Por qué te crees que no ha disparado? ¿Cómo te tengo que decir que ella trabaja para ellos? ¿Cómo crees que nos han seguido hasta aquí?

—No lo sé... —dudó Sanders.

—No tienes que saberlo. Nos desharemos de ella en cuanto llegue el helicóptero.

—Pero escucha a Sanders, ¡imbécil! ¡Yo no he hecho nada! ¿Quién vino a avisaros de que me habían secuestrado? ¿Cuándo he mentido el algo que haya dicho? —Charlotte gritaba desconsolada. Estaba rota y lloraba.

John decidió intervenir. El helicóptero militar llegaría en unos momentos y si lo encontraban allí, lo matarían. Se ajustó el pasamontañas. Observó la puerta, era débil y abría hacia dentro, las voces sonaban al otro extremo de la construcción, tan sólo unos metros a su derecha. Tomó carrerilla y se lanzó contra la puerta con todas sus fuerzas. El sonido de la madera rompiéndose con estrépito alertó a los de dentro. Atravesó el umbral en el mismo impulso y rodó sobre el suelo. Acabó su posición de rodillas, apuntando al frente. Había golpeado la puerta con el hombro izquierdo y el dolor del brazo al hacerlo estuvo a punto de desmayarle. Expiró un quejido de dolor.

Charlotte estaba de frente a él, protegiéndose con ella, Kauffman la agarraba con fuerza por el pelo y la amenazaba con una pistola en la sien. Sanders había cerrado los ojos con fuerza y levantó las manos despacio. J apenas tenía ángulo para poder hacer un disparo certero. Tal vez a las piernas, pero eso no aseguraba que Kauffmann no pudiera también disparar.

—No tienes escapatoria, Kauffmann. Deja a la chica y entrégate —amenazó John.

—¡John! ¡Por favor! —gritó Charlotte al escuchar su voz. Su voz sonaba un suplicio bañado en emociones.

—¿Así que conoces a este cabrón? —bufó Kauffmann—. ¿Ves Sanders? —le espetó a su colega de Renasci—. Me temo que no puedo atender su demanda, señor John.

—Charlotte, ¿recuerdas dónde acabó aquel tipo del bar el día que me conoció? Te imagino ahí..., ahora —dijo John guiñándole un ojo a Charlotte a la vez que soltaba despacio todo el aire de su cuerpo.

Ella comprendió lo que John quería que hiciera. Miró a los ojos de J fijamente y guiñó un ojo, cerró el otro lentamente y, apretándolos con fuerza, se dejó caer. El alemán la agarraba del pelo, pero no pudo sujetar su peso. Antes de que Charlotte tocara el suelo con las manos, Kauffmann había muerto. Un disparo a diez metros había acabado en su frente.

—¡Por favor, por favor, no me mate! —gritaba histérico Sanders.

John se acercó a Charlotte y sin dejar de apuntar a Sanders la recogió con suavidad del suelo y ella se abrazó a él.

—Charlotte, Sanders sabe demasiado.

—No lo mates, por favor J. Basta ya. Nadie más que él lo sabe y seguro que puede ser útil.

—No diré nada, de verdad. Haré lo que me digan. Se lo juro —suplicó Sanders.

—Tenemos que salir de aquí, ¡rápido! Tú vas delante —le dijo a Sanders mientras John buscaba el teléfono de Kauffmann.

No tenían tiempo y John decidió volver por las galerías de Renasci. Abrieron la trampilla que daba a las escaleras cuando un helicóptero sobrevolaba la pequeña construcción.

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