45. Viaje

El camino había sido tranquilo y lo recorrimos enseguida. Disfruté mucho de la compañía de J y pude comprobar que, además de un gran amante, era un compañero ideal de viaje. Estuvimos todo el tiempo hablando de su difícil infancia y de su paso por el ejército.

Me contó cómo, tras la muerte de sus padres a los 9 años, quedó huérfano y su abuela materna lo acogió en su casa. Era una mujer enferma, su abuelo había sido pescador y ella contaba con una pobre pensión.

Desde muy niño tuvo que buscarse la vida para sobrevivir y llevar algunos peniques extras a casa. En ocasiones se enrolaba en algún barco pesquero, eso le aportaba mejor economía; pero la mayor parte del tiempo trabajó como estibador, cargando y descargando barcos. Era una vida difícil y el único entretenimiento eran las amistades entre pescadores y estibadores, gente ruda de puerto y las tabernas que desde joven frecuentó.

—¿Dónde está ahora tu abuela? —le pregunté conmovida por aquella historia.

—Falleció cuando tenía 17. Por eso me enrolé en el ejército. Quería salir de toda aquella miseria.

—Lo siento.

—La vida es demasiado corta como para perder el tiempo haciendo cosas que no quieres —fue su respuesta—. Quería conocer mundo y aprender cosas.

Me contó la oportunidad que le brindó el ejército de estudiar. Sacó su graduado escolar estando allí y pronto destacó por sus habilidades en el combate cuerpo a cuerpo. Durante su infancia había tenido que aprender a defenderse de aquellos que querían hacerle daño; no eran pocas las peleas que se organizaban entre marineros por alguna mujer o por más alcohol del debido.

En el ejército fue donde aprendió artes marciales y, debido a su esfuerzo, dedicación y a su espíritu luchador, pronto destacó lo suficiente como para integrarse en las fuerzas de operaciones especiales, soldados de élite que cumplían misiones complejas, especialmente fuera del territorio británico. Fue así como participó en cruentas guerras como la de Afganistán o la de Irak.

Durante aquellos años, el ejército le brindó todo lo que necesitaba. Dinero, un hogar, amigos y todos los estudios que fuese capaz de asimilar. Fue así como aprendió español y francés, idiomas que ambos hablábamos bastante bien, además de algo de ruso.

Sus capacidades adquiridas le valieron las recomendaciones necesarias para intentar entrar en el Servicio Secreto Británico, donde siempre eran bienvenidos militares obedientes y preparados para la acción.

—¿Has matado alguna vez a alguien? —me atreví a preguntarle.

—Cuando estás en una guerra y las personas que tienes delante disparan contra ti, tú disparas contra ellos, Charlotte. Es matar o morir. No hay más opciones —me explicó reflexivo—. El problema es cuando los que empuñan los fusiles son niños dispuestos a matarte.

—¿Mataste niños? —Observé que mi pregunta le había hecho daño, pero necesitaba conocer la respuesta.

—No. Debí hacerlo en su momento pero no pude. Eso me costó una herida, no sé si la habrás visto... —John se bajó un poco el cuello de la camisa para que pudiera verla.

—Pensaba que era una quemadura. —Ya había visto antes la herida que tenía en la base del cuello, no era circular como habría imaginado una herida de bala, más bien tenía el aspecto de una quemadura alargada—. Pensé que era una quemadura —le dije.

—En realidad no fue un impacto de bala sino solamente un roce de metralla. Es una quemadura —me dijo incómodo—. El día que me hirieron a mí, murió en la misma refriega un amigo y compañero. Yo debía cubrirlo las espaldas, pero no fui capaz de apretar el gatillo. Aquel niño no tenía más de 12 años y perdió su vida inmolándolse por Alá con una bomba atada a su cuerpo. Nosotros eramos su enemigo... El invasor. Pero no hablemos de esas cosas, Charlotte.

Abandoné el tema de conversación, era demasiado duro para John y a mi me encogió el corazón.

Llegamos a la ciudad portuaria de Southampton. John vivía de alquiler en Percy Road, en una de las típicas casitas adosadas de ladrillo visto que inundan barrios enteros. Su casa era modesta, pero muy acogedora. Estaba claro que no existía ninguna mano femenina en aquel hogar, aunque cualquier mujer se habría podido sentir bien entre aquellas paredes.

—Me gusta tu casa John. Me imaginaba que vivías en el típico pisito de soltero de una sola habitación.

—Esperaba que alguien algún día pudiera mudarse aquí para compartir mi techo.

—¿Había alguna voluntaria?

—En realidad muchas. Un soltero alto, guapo y trabajador como yo, no tiene desperdicio —bromeó.

—Te creo, pero ya puedes irle diciendo a todas esas pécoras que tú eres mío —le dije haciéndome la ofendida.

John viajaba a menudo, así que no le costó más de 15 minutos coger lo necesario para emprender el viaje de nuestras vidas. Mientras tanto, yo anduve por la casa, buscando alguna fotografía de familia o algo que me pudiera hacer conocer mejor a mi hombre.

—¿No tienes ninguna foto de cuando eras pequeño con tus padres?

Se acercó al mueble donde estaba el televisor y, de un cajón olvidado, sacó un álbum de fotos. No había muchas. Apenas treinta fotografías en las que se veía a un niño pequeño, sólo o acompañado por una mujer joven, rubia y esbelta. Su padre, que solamente aparecía en cuatro de las fotografías, había sido alto y muy guapo, de barba cerrada y fuertes hombros. Enseguida vi que su sonrisa era la de su madre, los ojos y la corpulencia, de su padre.

—Me gustaría haber podido conocer a tus padres —le dije mostrándole una fotografía donde se les veía a los tres juntos. John apenas contaría con cinco o seis años.

—A mí también, Charlotte, a mí también —dijo nostálgico.

—Has tenido una infancia mucho más dura que la mía, cariño.

—Bueno, digamos que he sobrevivido. Por eso soy bastante solitario.

—¿Se acabó la soledad?

Me tomó de la barbilla como solía hacer cuando debía decirme algo importante y me besó dulcemente.

—Eso espero.

El camino de regreso a casa fue más animado. Decidimos darle la espalda al pasado y pensar en un futuro prometedor, lleno de sueños y cosas por hacer juntos. Le prometí que algún día viajaríamos juntos a Nueva York y Niágara, lugares que siempre había deseado conocer. Él me dijo que le gustaría que fuéramos de safari fotográfico. Nunca había estado en África y le atraía mucho la naturaleza. También quería llevarme a pescar salmones a Noruega. Me resultó muy romántico pensar en un hombre que era capaz de proveer alimento a su hembra con sus propias manos, pescando o cazando.

—¿Lucharías con un oso para salvarme?

—Lucharía a tortazos y mordiscos con él si fuese necesario —se rio—. Pero luego nos comeríamos el oso, claro.

—Nunca he probado la carne de oso.

—Después te dejo que me des un mordisco —volvió a reír. Su risa y su sonrisa, invadieron todo el espacio de mi coche.

—Pues yo te llevaré a un circuito de carreras para ver si eres capaz de ganarme en una carrera —le dije guiñándole el ojo mientras apretaba el acelerador con energía.

Hablamos sobre el mundo y el caos, la vida y la muerte, la felicidad y el odio que podían llegar a desarrollar las personas con sus actos de fe. Durante aquel viaje, fuimos dos personas que se conocen y se aman, sin ninguna otra barrera que el mundo para explorarlo juntos.

Llegamos a Londres cuando ya era entrada la noche. Mientras John preparaba algo de cenar, yo desempaqueté las maletas y metí dentro todo lo que consideré de utilidad, incluido el ordenador portátil. También llamé a mis amigas Letty y Martha para contarles la noticia. Me iba a Varsovia con mi flamante novio. Apenas si pudieron creérselo y de hecho, yo todavía no podía hacerlo.

Revisé el correo electrónico. No había nada importante que dejase atrás.

Después de una noche tranquila de charla, vino, besos, y la pasión que dos amantes que se acaban de conocer y cuyas vidas están en la cuerda floja, son capaces de desarrollar, dormimos nuestra última noche en un hogar de verdad.

Mucho antes de que saliera el sol estábamos subidos a un taxi que nos llevó al aeropuerto de Heathrow. Allí aproveché para hacer las últimas compras: unas chocolatinas "After Eight" para mi tío y el perfume favorito de mi tía, Chanel nº 5.

Acomodados en nuestras butacas "Business Class", cortesía de La Agencia, pudimos ver, cogidos de la mano, el amanecer sobre el canal de la mancha mientras encarábamos, de la mejor manera posible, nuestro destino a Varsovia.

El vuelo duró una hora y media. Al llegar lo primero que hice fue llamar a mi tío Aleksander. A mi tía la estaban preparando para la operación, así que, tras recoger el equipaje y el coche de alquiler, decidimos ir directamente al hospital, pero antes de ir, John se preocupó por comprar un gran ramo de flores. Insistió en pagarlo él con el argumento que había cosas que La Agencia no podía pagar, como su agradecimiento de haber cuidado de mi durante tantos años.

En los apenas veinte minutos que duró el viaje desde el aeropuerto, pude ver a un hombre feliz observando las amplias avenidas ajardinadas, salpicadas por construcciones de edificios grises de hormigón prefabricados de los tiempos del comunismo soviético. Muchos años después de la caída del Telón de Acero, también se veían construcciones más modernas y agradables, en colores blancos y rojos.

—No es la Varsovia que quiero enseñarte, John. Este lugar es distinto a lo que hayas podido conocer. Varsovia tiene una historia muy rica y unos monumentos impresionantes. Estoy deseando que conozcas el centro, nuestra cultura y a la gente. Es maravillosa.

El Szpital Medicover era un moderno hospital privado dotado con la mejor tecnología y con grandes profesionales. Hacía años que yo pagaba un seguro médico para mis tíos. No es que la atención primaria en Polonia fuera mala, en absoluto, pero me sentía más tranquila sabiendo que podían acudir a los mejores profesionales.

Al entrar en el gran complejo que formaban sus instalaciones me sobrecogí pensando en la operación de mi tía. Sabía que no era nada importante, pero su delicado estado de salud solamente podía empeorar las cosas.

—No te preocupes, Charlotte. Ya estamos aquí —me dijo John tranquilizador.

Después de dejar el coche en el parking, buscamos el edificio donde estaba mi tía ingresada. John me acompañaba todo el camino rodeándome con la mano la cintura. Al entreabrir la puerta de la habitación 212, mi corazón se quedó paralizado de miedo.

Él se encontraba a los pies de la cama donde mi tía Ania reposaba. Era el mismo que yo había conocido. Muy delgado, casi demacrado y moreno. Llevaba el pelo largo recogido en una coleta. Vestía un jersey gris, pantalones vaqueros y zapatillas de lona.

Me giré un segundo para mirar a John y pudo leer el terror en mis ojos.

—¿Qué pasa? —me preguntó con un gesto de la mirada.

—¡Charlotte! —escuché en polaco dentro de la habitación. Szczesny Budny me había visto. Ya no había marcha atrás.

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Espero que hayáis disfrutado conociendo un poco mejor a nuestro John.

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