21. Despertar
Estaba despierta y traté de abrir los ojos. Mi cuerpo no respondía a ninguna de las órdenes de mi cerebro. Mis brazos, mis piernas, e incluso mi cabeza estaban totalmente embotados y paralizados.
La luz que iluminaba la estancia brillaba en fuertes impulsos. Los tonos cambiaban del blanco puro al violeta, pasando por el rojo carmesí y el verde esmeralda. En cada parpadeo, un dolor agudo de cabeza, como una aguja que atravesase mi cerebro, se abría paso en el sufrimiento de mi pésimo estado físico. Habría jurado que eran luces estroboscópicas; como si estuviera sometida a un continuo disparo de flashes de distintas tonalidades o como si me encontrara en mitad de una discoteca en pleno apogeo de la hora más "house".
—Me han drogado —pensé por un momento—. ¿Pero por qué? —seguía sin encontrar sentido a nada.
Un seco y lacerante dolor de garganta y de pecho se abría paso en cada respiración. Era insoportable. Necesitaba beber agua en aquel mismo momento. No veía nada más importante que aquello. Necesitaba reponerme y lo primero era beber.
De nuevo mis párpados se cerraron pero la luz que los atravesaba me hacía imposible descansar.
Mi cuerpo yacía tendido en una superficie cómoda. Supuse que era una cama, pero mis sentidos no me permitían tomar más noción del entorno ni de mi misma.
—¡Que alguien pare las luces! —repetía mi cerebro en un quejido herrumbroso con sabor metálico—. Necesito beber —me dije a mi misma sin ningún control sobre mi movilidad ni mi cuerpo.
Mientras mis ojos se adaptaban a la luz y mis sentidos recobraban muy despacio su capacidad de percepción, comencé a distinguir a mí alrededor formas borrosas, siluetas todavía indeterminadas. La estancia donde me encontraba era pequeña y fría. Sentía calambres en los pies y las manos, pero al menos comenzaba a sentir algo que no fuese dolor. Mi cerebro estaba comenzando a procesar de una forma más ordenada y las luces parpadeantes se habían convertido en un foco constante y brillante que ya me hacía tanto daño.
Poco a poco comencé a mover las manos. Empecé por los dedos. En cada movimiento sentía ráfagas de dolor. No era un dolor intenso, sino más bien como el que sientes cuando se te ha dormido una extremidad y ésta comienza a recibir de nuevo riego sanguíneo. Después vinieron los pies, y poco a poco, el resto del cuerpo comenzó a despertar.
El sabor metálico comenzó a invadir mi boca como un tsunami. Cuando las sensaciones llegaron a mi estómago, no pude contener el vómito. Estaba tumbada y no fui capaz de controlar absolutamente nada. Tal vez eso me ayudase a recobrarme un poco mejor.
De nuevo cerré los párpados y traté de descansar. Habría matado por poder beber un poco de agua, pero no me veía capaz de pronunciar ni una sola palabra o de pedir auxilio. Tampoco habría servido de nada.
Desperté de nuevo. Esta vez las luces no eran molestas. Abrí los ojos y vi el techo de placas técnicas típico de las oficinas. En mitad de la habitación, que no tendría más de cinco o seis metros cuadrados, había una pantalla de luz formada por cuatro tubos fluorescentes. Giré mi cabeza despacio, con temor a que el movimiento pudiera provocarme dolor. Estaba mareada pero no iba a vomitar más. Observé a mi alrededor mientras comenzaba a movilizar mis extremidades. El desagradable cosquilleo había desaparecido y ahora tan sólo quedaba un entumecimiento general de todo mi cuerpo.
Cuando traté de mover las manos fui incapaz. Miré hacia ellas. Estaban atadas con una gruesa brida de plástico.
—Pero... ¡Qué coño...! —las imágenes de mi amiga Letty, con las manos atadas con bridas a la silla donde estaba retenida en contra de su voluntad, asaltaron mi mente. Ahora era yo la que también estaba atada.
La estancia era pequeña, cuadrada, yo me encontraba tumbada sobre una estera en el suelo. Frente a mis ojos había una silla y una mesa a cada lado de ella. Más allá de ésta, un gran espejo que cubría los dos metros de pared que tenía enfrente. En la pared hacia la que apuntaban mis pies pude ver una puerta metálica, sin ventana, cerrada. Mi cabeza estaba en una de las esquinas de aquella angosta habitación blanca.
Todo parecía estar limpio y no había rastro del vómito que había tenido no sé cuánto tiempo antes. No llevaba puesta mi ropa. En su lugar, alguien me había vestido con una especie de pijama de color blanco. Era de mi talla, horroroso, pero al menos parecía limpio. Mis pies estaban cubiertos por unas zapatillas también de color blanco. Al menos no los tenía atados.
—Sed —repetía una y otra vez mi cabeza—. He de beber o moriré de sed —me decía a mí misma incapaz de articular palabras.
Mi mirada continuó observando el entorno. En cada una de las esquinas de aquel cuartucho había una cámara de video. Aquello no tenía sentido, pero estaba claro que aquello debía ser una sala de interrogatorios. Me habían encerrado y que seguramente me estuvieran observando a través de las cámaras o a través del espejo.
—¿Por qué? —era lo único que mi cabeza se preguntaba una y otra vez.
Traté de incorporarme. Me costaba desentumecer el cuerpo pero con un poco de esfuerzo conseguí quedarme sentada con la espalda apoyada en la pared y las piernas recogidas. Apoyaba mis manos en la estera.
Desde esa perspectiva pude ver que sobre la mesa descansaba una botella de agua y un vaso. Fue el único estímulo que necesité para lograr ponerme de rodillas para alcanzar la botella, abrir el tapón y comenzar a beber. Cuando por fin bebí todo lo que mi cuerpo era capaz de soportar de un trago, la botella se encontraba casi vacía, y el sabor metálico de mi boca comenzaba a desaparecer.
Escuché un sonido a mi derecha. La puerta se abría. Mi cuerpo se acurrucó en la esquina y el miedo me invadió una vez más. Por la puerta entraba el detective Samson, el mismo que me había drogado de aquella manera y me había encerrado en aquel lugar.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó sin demasiado interés.
—¿Por qué estoy aquí? —conseguí balbucear.
—Tome asiento, por favor —su tono no era amable, sino imperativo.
—¿Qué hago aquí? ¿Qué es lo que me han hecho? —Mi instinto no me invitaba en absoluto a abandonar aquel rincón, como si pudiese protegerme del mundo en aquella postura.
—Tome asiento, Charlotte —acompañó sus palabras de un gesto de invitación con la mano—. Tiene mucho que contarnos y no tengo todo el día. —Su orden era tajante, no había posibilidad de réplica.
Me levanté despacio y me senté en la silla.
—¿Quiere más agua? —me preguntó mientras observaba la botella que todavía aferraba entre las manos como si en ello me fuese la vida.
—Sí, y quiero saber qué hago aquí —mi voz volvía a ser la de siempre, mi tono anhelante, una súplica—. Quiero saber por qué me han hecho esto —dije al tiempo que levantaba las manos atadas.
—¿De verdad no lo sabe? —una torcida mueca cruzó el rostro de Samson.
—He contestado a todo lo que me ha preguntado. No, no sé lo que hago aquí. ¡Exijo que me dé una explicación! ¿Letty Evans está en peligro y usted me hace esto? ¿Es que se ha vuelto loco? —las preguntas se agolpaban una detrás de otra, al igual que la ira que comenzaba a adueñarse de mis emociones.
Sin inmutarse por mis palabras, el agente, que permanecía al lado de la puerta cerrada, dio dos pasos adelante. Tranquilamente se quitó la chaqueta de cuero y la colgó en el respaldo de la silla. Arremangó con parsimonia los puños de su camisa hasta el codo, y se sentó en la silla frente a mí. Recolocó con los dedos parte del rubio flequillo que rozaba sus pestañas mientras emitía un fingido suspiro. Después me observó durante un tiempo que a mí me pareció una eternidad. Su rostro era indescifrable. Sus ojos, de un intenso color azul, insondables. No había odio, tampoco ternura, no había compasión ni temor. No había nada; nada salvo un frío aterrador.
De repente cogió la botella de plástico de mis manos y la lazó con violencia hacia un lado, estrellándola contra la pared, sin dejar de mirarme.
—¡Mi agua! —me dije a mi misma muy asustada. Mi cuerpo comenzaba a pedir de nuevo saciar la sed, pero aquel agua ahora estaba desparramada por la pared y el suelo, y apenas quedaban unas gotas en el interior de la botella.
El agente Samson apoyó las palmas de sus manos sobre la mesa y, mientras escrutaba mi cara con frialdad, inclinó el cuerpo hacia adelante. Su voz sonó aterradora cuando pronunció aquellas palabras.
—Está usted aquí porque es sospechosa de pertenecer a una organización terrorista.
——————
¡Hola amigos! Hoy no hay mucho más.
Acepto sugerencias y comentarios. Incluso acepto que alguno de vosotros me odiéis por no daros más material, por haceros pensar o por despistaros más.
La buena noticia es que la trama será por fin desvelada en los próximos capítulos que tengo ya preparados y a medio escribir.
¿He dicho yo eso? No, no es posible...
¡Un abrazo para todos!
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