Capítulo 7: Un pequeño susto en la oficina del profesor Estrada

"You're to sweet for me..."

"Tú eres muy dulce para mí..."

-Too sweet/Hozier

Lunes 10 de febrero del 2025, Montreal, QC, Canadá.

Febrero aún sostenía su helado dominio sobre Montreal, y aunque el sol del mediodía derramaba su tibieza sobre los edificios de la universidad, el aire aún mordía con su aliento frío al menor descuido. Afuera, las veredas del campus salpicadas de nieve derretida a medias, reflejaban tímidamente el tenue calor que se colaba entre los árboles desnudos y los estudiantes cruzaban los pasillos cubiertos con chaquetas gruesas, bufandas y guantes, cargando libros, tazas de café y esa mezcla inconfundible de cansancio y expectativas que traen los lunes.

Dentro de uno de los edificios más antiguos de la Facultad de Artes y Música, en el segundo piso, el sol entraba oblicuamente por una ventana entreabierta, colándose a través de los cristales empolvados y tiñendo de oro las motas que flotaban perezosas en el aire. Una ráfaga suave pasó entre los ventanales del inmueble, levantando apenas unos papeles de un tablón de anuncios viejo, que crujía con resignación al ritmo de los pasos apurados de los estudiantes.

La luz se deslizaba hasta una oficina de puertas abiertas, un pequeño santuario escondido entre el bullicio académico, como invitando al silencio a colarse dentro: la oficina del profesor Oscar Estrada.

Era un espacio que hablaba de historia y arte con un susurro refinado. Un rincón cálido en medio de la sobriedad académica. No era especialmente grande, pero estaba cuidado con un gusto sereno, casi introspectivo. A un lado, junto al ventanal abierto, descansaban dos plantas de hojas verdes y generosas: una costilla de Adán que se extendía como si quisiera asomarse al pasillo y una sansevieria alta, estoica y firme como un centinela. Ambas recibían la luz del mediodía con la misma dignidad que el cuadro de Monet colgado sobre la pared a la derecha. La pintura era una réplica pequeña, enmarcada en madera clara: El estanque de las ninfeas. Oscar solía detenerse a mirarlo a veces entre clase y clase, como si la quietud líquida de la pintura pudiera filtrarle algo de paz.

Claro que también había libros, muchos libros, todos dispuestos con cierto orden encantador. Entre ellos, convivían volúmenes antiguos de cubiertas de cuero y ediciones más recientes con portadas brillantes, juntos formando una constelación de saber alrededor del arte y su historia, justamente lo que Oscar era.

En una de las esquinas de la oficina, a un par de metros de la puerta de entrada y bastante pegado a la pared, estaba su escritorio de madera pulida y líneas sencillas que estaba ocupado, pero no desordenado.

Había una pila de trabajos por calificar, subrayadores a un costado, su inseparable taza blanca con manchas de café ya seco en el fondo y justo al lado, un par de bolígrafos sobresalían de un portalápices hecho con palitos de madera y brillantina de varios colores, evidentemente una pieza artesanal, regalo de Alicia por el día del padre el año pasado, la había hecho ella misma en su clase de artes.

Además, en otra esquina, descansaba una pequeña maceta con lavanda y junto a esta, había un marco apoyado discretamente y que resguardaba una foto especial. La imagen ayudaba bastante a Oscar a enfrentar el día a día. En ella y delante del fondo de una feria-carnaval, aparecía Ali sobre sus hombros, con el cabello desordenado y la risa desbordándole el rostro. Y él, con los ojos entrecerrados por las luces del ambiente y sosteniéndola con firmeza, como si el mundo entero se redujera a ese instante. De hecho, también aparecía sonriendo, con una ternura que parecía ajena al habitual aire serio con el que caminaba por los pasillos de la universidad.

Cada vez que sus ojos la alcanzaban, aunque fuera de reojo, algo se le asentaba en el pecho: un recordatorio sencillo y genuino de por qué hacía todo lo que hacía. E incluso, no le hacía falta mirarla directamente, solo bastaba con su presencia en el ángulo de su visión, como un susurro constante de amor y propósito.

Esa mañana, la casualidad le había regalado una hora libre entre clases. Nada extraordinario: una clase cancelada por motivos ajenos a él. Nada de lo que alardear, pero por primera vez en semanas, el tiempo le había hecho un pequeño obsequio. Podría haber calificado trabajos, podría haberse adelantado en sus correos, pero en lugar de eso, decidió abrir espacio a su pequeño placer culposo: volver darle su atención al libro que había jurado no leer apenas hace menos de un día y justamente, para retomar en la página donde se había quedado la noche anterior...

Y ahí estaba, sentado de espaldas a la puerta en una posición cómoda que le permitía mantener su columna erguida, las piernas cruzadas y balanceando su pie suavemente en el aire al ritmo de la música que lo envolvía desde sus audífonos inalámbricos: una pieza de Chopin, el Nocturno Op. 9 No. 2, suave como caricia y melancólico como tarde de lluvia. La verdad es que, Oscar estaba presente físicamente, pero no mental y menos, espiritualmente. Se había puesto los audífonos apenas entró, no para desconectarse del mundo, sino para encontrar el estado exacto de concentración que su lectura de Esencia a rosas y rebelión le requería.

La melodía acariciaba sus sentidos con la misma delicadeza con la que él pasaba las páginas del libro. Sus dedos eran cuidadosos, casi reverentes, mientras sus ojos recorrían las líneas con una intensidad callada.

No entendía cómo ni en qué momento había llegado a la mitad en solo un día. ¿Sábado por la noche? Sí, fue el sábado por la noche cuando empezó, con escepticismo y después de todo su insensato conflicto interno. Pero ya para la página veinticinco, había dejado de resistirse.

Había algo en esa voz narrativa que lo tocaba de un modo que no había anticipado. No era solo una buena historia, eran sentimientos desnudos contados con belleza, una caricia furiosa, una memoria perfumada de dolor y nostalgia, pero también de esperanza.

Y aunque al principio había querido mantenerse imparcial, como lector, como académico, incluso como hombre... la verdad era que se estaba hundiendo en cada página. Reconocía a Melissa incluso disfrazada entre las palabras de sus personajes. Encontraba algo de ella en cada línea, en cada espacio en blanco entre párrafos, como si el libro mismo respirara con su aliento.

Ahora no solo lo leía, lo absorbía. La forma en ella describía los silencios, los gestos, la intensidad de una caricia contenida... Todo lo sentía de una forma que no quería aceptar. Y lo peor (o lo mejor) es que no podía (ni quería) detenerse.

Sus pupilas se dilataban ligeramente cuando una escena se ponía especialmente intensa, sus cejas se arqueaban con una línea poética inesperada, y a veces, solo a veces, una risa se le escapaba por lo bajo, suave y sincera, como si algo en el texto lo hubiese encontrado desprevenido.

La forma en que abrió los ojos delató la emoción del momento que estaba leyendo, mientras con una mano acariciaba inconscientemente el lomo del libro y con la otra sostenía su frente por un instante, como si necesitara contener lo que sentía. El pie que colgaba en el aire seguía meciéndose con ritmo, sincronizado con el piano que lo envolvía.

Estaba tan inmerso y completamente ajeno al murmullo de voces en el pasillo, al eco de los pasos y, sobre todo, a los primeros golpecitos en su puerta abierta. No los notó, nada. Ni los segundos. Ni la voz conocida que, desde el umbral intentaba llamarlo sin alzar demasiado el tono. Oscar no escuchaba nada con los audífonos puestos, con el alma en las páginas, con Melissa entre los dedos...

—Esto es... —murmuró apenas, sin darse cuenta de que había hablado—. ¿Cómo demonios esto está bien escrito?

Por puro reflejo, Oscar soltó una risita incrédula por una línea particularmente afilada del capítulo. Era como si la oficina, la música, la luz del mediodía y el libro hubieran creado un universo propio, donde el resto del mundo no tenía permiso para entrar. Todavía no.

La cuestión es que Melissa ya había tocado dos veces. No muy fuerte, pero lo suficiente para que alguien con los oídos libres y la conciencia despierta la hubiera escuchado. Como no obtuvo respuesta, entró con pasos lentos y ligeros.

Tenía que hablar con Oscar sobre un asunto administrativo de la facultad, algo que no podía esperar: había un cambio de horario en una reunión de comité docente que implicaba reorganizar presentaciones, firmar documentación y lidiar con decanatura. Todo importante y necesitaba avisarle que la cita sería a la una en la sala de maestros, ya que él había decidido no responder a su correo electrónico urgente y tampoco, a sus mensajes de texto. Le parecía ridículo el hecho de tener que ir a buscarlo, sobre todo, porque estaba segura de que la estaba ignorando a propósito.

Avanzó por la oficina con recelo. Después de todo, no tenía muchas ganas de verlo. Desde aquella tarde en la feria del libro (cuando él, de la nada, se apareció justo cuando estaban hablando de su novela y, peor aun, fue arrastrado a leer en voz alta uno de los fragmentos más íntimos del manuscrito), Melissa no sabía bien cómo sentirse frente a él. Una parte suya quería fingir que nada de eso había ocurrido. Otra... bueno, otra habría preferido lanzarle un tomo de 250 páginas a la cabeza y dejarlo inconsciente...

Pero ya no se podía hacer nada con el pasado además de claro, aprender de él. Si llegaba a haber una próxima vez, definitivamente le arrebataría el micrófono y se lo daría a cualquier otra persona, porque eso de lanzarle el libro... bueno, la haría ver muy mal públicamente y ese no era el objetivo, por lo menos no delante de tanta gente.

Y entonces, llegó hasta donde él estaba: sentado frente al escritorio, de espaldas a la puerta, con los hombros ligeramente encorvados hacia adelante y una de sus manos sosteniendo su mentón. Tenía puestos los audífonos y un libro abierto en la mano libre, lo cual explicaba por qué no la había escuchado y también por qué no la había sentido llegar. Se notaba tan concentrado en su lectura y completamente ajeno a todo, que le parecía que el tiempo se hubiera detenido solo para él. Eso también le daba la respuesta del por qué no había contestado su correo y sus mensajes.

Melissa dudó un momento antes de avanzar. Lo observó unos segundos, en ese tipo de quietud que se siente más que se piensa. La luz del ventanal se colaba entre las hojas brillantes de la costilla de Adán, proyectando sombras irregulares sobre el suelo. La sansevieria alta parecía vigilar la escena desde una esquina, y el delicado aroma de la lavanda fresca sobre el escritorio se entremezclaba con algo más.

Fue entonces cuando lo notó. Un leve rastro en el aire, era su perfume: un aroma discreto y sobrio. Como el crepitar sutil de madera cálida tras una lluvia temprana. Tenía algo de vetiver y algo más que no supo nombrar, pero que le parecía elegante sin esfuerzo, intenso, pero sin invadir. El tipo de fragancia que no grita, pero que susurra cerca del cuello, justo cuando uno piensa que ya lo ha descifrado todo.

Melissa frunció ligeramente los labios, obligándose a sacudirse el efecto de la fragancia y mantener la compostura. No era momento para distraerse. Además, ya estaba bastante cerca, lo suficiente para saber que si lo tocaba de improviso, probablemente se asustaría y conociéndolo, lo haría con dramatismo.

Suspiró apenas y cuando ya estuvo lo suficientemente cerca como para notar cómo se tensaban sus hombros levemente cada vez que giraba una página, alzó la mano y le tocó el brazo... El efecto fue inmediato y, como temía, absolutamente escandaloso.

Al verla, Oscar dio un salto como si le hubieran tirado un balde de agua helada encima y soltó un grito ahogado (algo entre sorprendido y escandalizado) que hizo que Meli se llevara ambas manos al pecho con un ligero temblor porque con su reacción, ella también se asustó.

—¡AAAAAH! —exclamó él, palideciendo de una forma que parecía que acababa de ver a un fantasma, y en el mismo segundo, como si algo en su cerebro hubiera hecho cortocircuito entre el susto, la sorpresa y el horror puro, lanzó su libro lejos, con un movimiento torpe y exagerado, directo hacia la esquina más lejana de la oficina.

Fue un acto reflejo tan absurdo, como veloz, porque literalmente lo arrojó con fuerza, como si le quemara las manos, y el libro voló, dio un par de vueltas en el aire, chocó contra una repisa, derribó un par de carpetas y provocó una mini avalancha de papeles y clips que terminaron derramados por el suelo con un estruendo seco.

Melissa se quedó congelada observando todo. Oscar también. Unos segundos después, parpadeó, luego lo miró y él igual, ambos estudiándose, observándose, como si acabaran de despertar de un sueño extraño y no supieran en qué idioma hablarse y la única pregunta en sus mentes fue: "¿QUÉ ACABA DE PASAR AQUÍ?"

—¿Qué..? —preguntó Melissa, entre confundida y ligeramente alarmada. —¿Qué fue eso? —añadió, señalando vagamente el desastre que había causado.

—¿Qué cosa? —respondió Oscar, con un intento de seriedad que se desmoronaba a cada segundo mientras se quitaba sus audífonos.

—Eso. Eso. —Melissa apuntó al desorden del rincón frente a ellos de nuevo con ambas manos—. Lo del libro volando. ¿Estás bien? ¿Te dio un ataque de... algo?

—No tengo idea de lo que estás hablando.

—Oscar... el libro voló. Literalmente lo lanzaste.

Y justo en ese momento, del rincón donde había caído el libro, se escuchó otro golpecito sordo cuando un cuaderno mal acomodado resbaló de la repisa y cayó, levantando una ligera nube de polvo y haciendo que ambos volvieran a mirar hacia allá. Cuando Melissa volvió a mirarlo, lo hizo entrecerrando los ojos y Oscar se quedó quieto, estatuado, como si no tuviera la menor intención de admitir absolutamente nada pero, trató de relajarse soltando un largo y pesado suspiro y le sostuvo la mirada con firmeza.

Pero sus ojos... ¿Por qué le parecían tan... hipnóticos?

—...Te juro que esto no tiene ninguna explicación racional —murmuró ella.

—Lo único irracional fue el susto que me metiste. ¿Vienes a asustar gente o qué?

Melissa cruzó los brazos.

—¿Ah, yo te asusté?

—Claramente —contestó él, poniéndose de pie.

—¿Ah, yo te asusté?

—Claramente —contestó él, poniéndose de pie.

El rostro de Melissa se contrajo en una expresión inesperada, con una mezcla de indignación y exasperación, la misma que pondría si un estudiante le dijera que no entregó un proyecto porque Mercurio estaba retrógrado.

—Perfecto. Encima no revisas los correos, no respondes los mensajes... y ahora resulta que yo soy el problema. Dime, ¿de vedad tengo que venir en persona a rescatarte de tu cueva académica para recordarte que tenemos una reunión en cuarenta minutos?

Oscar arqueó una ceja, con ese aire entre distraído y condescendiente que ella tanto detestaba.

—¿Reunión?

—La del comité docente, Oscar. Esa reunión ¿Te suena? —Replicó, cruzándose de brazos—. Esa donde tienen que estar todos los coordinadores de área. Y tú —lo señaló con el índice—, aunque te comportes como una estrella en gira mundial, todavía eres profesor titular, no un invitado especial al que tenemos que esperar hasta que decida aparecer. Y se va a discutir un ajuste a los planes de estudios.

Oscar se frotó la cara con las dos manos, murmurando algo parecido a un "no puede ser" mientras se dejaba caer en su silla otra vez, como si el solo concepto de "comité docente" le hubiese quitado diez años de vida.

—Otra vez quieren rediseñar todo. Si la educación tuviera botón de reinicio, esta universidad lo apretaría cada semestre —refunfuñó—. La última vez, dijeron que ya era el cambio definitivo.

Melissa se apoyó contra el escritorio y lo miró con una muy leve sonrisa ladeada.

—Bienvenido a la Universidad de Montreal —resopló Melissa—, donde "definitivo" significa "hasta que alguien en decanatura se despierte con una idea brillante". Y por eso necesitas estar ahí. Porque van a rediseñar seminarios, reorganizar cargas docentes, y encima alguien propuso que Literatura Moderna se fusione con Teoría del Lenguaje. ¿Tú sabes lo que eso significa?

Él levantó un dedo con falsa solemnidad.

—Una tragedia. Un apocalipsis. El principio del fin.

—Ahí tienes la respuesta, profesor Estrada.

Oscar se echó a reír, bajito, y se encogió de hombros.

—Ya, entiendo. Pero dime algo... ¿valía la pena de verdad hacer todo este desastre solo por esa reunión? —Preguntó con voz seria y señaló con la cabeza el rincón desordenado.

—Fuiste tú quien lo provocó. Yo solo fui testigo del cataclismo desde que lanzaste a ese pobre libro —Melissa retomó su postura firme, mirándolo desde donde estaba de pie.

—¡Pues porque me asustaste!

—¡Porque no contestaste ni uno solo de los cinco correos que te mandé! ¡Tampoco mis mensajes!

—Pensé que eran recordatorios, no amenazas —Oscar se recargó en su silla, dejando descansar su pierna sobre la rodilla.

—De hecho, eran ambos.

Melissa estaba ya al borde. Ese tipo tenía el don de despertar en ella todas las emociones incorrectas al mismo tiempo. Ya era suficiente, lo decidió justo en el momento que se pasó la mano por el rostro para intentar no perder la poca paciencia de la que era portadora, quitándose los lentes solo por un momento. Unos segundos después, los puso de nuevo en su lugar, inhaló y exhaló suavemente... Oscar drenada demasiado rápido esa pizca de paciencia.

—Dios mío, te juro que eres como una pesadilla vestida de ironía. Mira, solo te quiero en la sala de maestros a la una. Y más vale que llegues puntual, Oscar, porque si no apareces, te pongo a cargo de las asignaturas de primer año todo el semestre. Y me da igual si eso sea posible o no.

Él puso cara de horror real. Realmente no estaba bromeado. De inmediato y sin decir nada más, ella giró sobre sus talones y salió de la oficina con pasos rápidos, como si necesitara dejar atrás la nube de sarcasmo que había generado a su alrededor. Ni siquiera volteó a mirarlo. Solo murmuró por lo bajo mientras avanzaba, algo como: "Este hombre me va a matar."

Oscar se levantó justo cuando ella salió y al llegar al marco de la puerta, la siguió con la mirada desde ahí, todavía asimilando al huracán Melissa y toda su furia.

—Por Dios, está loca —murmuró. Pero no sonaba como si lo lamentara.

Sin embargo, siguió con la mirada fija en ella, prestando atención hasta el momento en que desapareciera al doblar a la derecha para subir las escaleras que la llevaban directo a su oficina. Y entonces, justo en ese preciso momento, fue cuando la vio. O mejor dicho, la notó.

El traje que llevaba se ceñía a su cuerpo con precisión quirúrgica. Sus pantalones de pinza le marcaban la silueta con una elegancia que no debería estar permitida en un ámbito académico. Sus pasos, veloces y seguros, hacían que sus piernas largas se movieran con una sucesión tan armoniosa que hasta el aire parecía apartarse para dejarla pasar. Oscar sintió una punzada traicionera, una alerta silenciosa que le recorrió la nuca. Sus ojos la siguieron como quien mira sin querer mirar.

Y de repente, se sorprendió a sí mismo... deseando que ella no girara tan rápido la esquina.

Cuando se dio cuenta de lo que estaba haciendo, se obligó a parpadear. Como si sus propios pensamientos fueran un error que debía corregirse en el margen de un examen, pero de forma inmediata.

—No... no, no. Te cae mal. Te desespera. Es la razón por la que tomas más de un café por las mañanas, para poderla soportar —murmuró para sí, pero volvió a mirarla, hasta que desapareció por completo después de caminar el largo pasillo y, girar a la derecha en las escaleras. Después, cerró la puerta con un poco más de fuerza de la necesaria y por unos breves segundos, se quedó en silencio, hasta que volvió reprenderse a sí mismo por los pensamientos que acaba de tener—. ¿Qué carajos te pasa?

Suspiró, pasándose una mano por el cabello desordenado, y caminó de regreso hacia el campo de batalla que había dejado atrás. Volvió casi corriendo hasta el rincón donde su libro yacía sepultado bajo una mini tormenta de papeles, cuadernos y carpetas desordenadas y clips esparcidos por todos lados. Lo levantó con cuidado y al hacerlo, fue casi con un gesto casi paternal.

—Ay, no... no, no, no —dijo en voz baja al ver las páginas dobladas—. Te lastimé. Lo siento. Lo siento muchísimo, ¡de verdad!

Lo sostuvo con delicadeza, soplándole el lomo para quitarle el polvo, enderezando las páginas con la yema de los dedos y suspiró como si el objeto pudiera entenderlo.

—Es que... no debía estar leyéndote. No a ti. Eres de ella, literalmente. Tu autora, mi jefa. Esa mujer que parece hecha de sarcasmo condensado y trajes de dos piezas. ¿Entiendes lo complicado que es esto?

Comenzó a caminar de nuevo hacia el escritorio, acariciando la cubierta como si el libro pudiera perdonarlo con un ronroneo silencioso.

—Sabes que me cayó de sorpresa... y bueno, tú no deberías estar aquí. Técnicamente no debería tenerte conmigo. Es como si me estuviera comiendo la última galleta antes de cenar. Sé que está mal... pero es que tú eres tan bueno —dijo, con una media sonrisa, mientras lo apretaba contra su pecho—. Perdón por lanzarte. Fue el susto, fue ella... fue todo. Lo importante es que estás vivo, ¿vale? No le diré a nadie. Tú tampoco. Este es nuestro secreto y Melissa, tu odiosa autora, jamás debe saber que te estoy leyendo. Tiene que ser un pacto sagrado entre nosotros, ¿de acuerdo?

Al llegar al escritorio, lo colocó con cuidado sobre la superficie. Le dio una última caricia al lomo, cerró los ojos y dejó caer la frente sobre el mueble con un golpe sordo y resignado y un suspiro largo y dramático.

—¿Por qué me pasa esto a mí?

Nota de la autora:

¿Esto se está poniendo interesante? Sí, la verdad es que sí... Y tengo que decirles que, el próximo capítulo, ya es el cierre del primer arco de la novela... Así es, ya vamos a cerrar el primero. ¿No es hermoso? Y pensar que esta historia, este libro, solo lo tenía en mi imaginación apenas el año pasado y hoy, se está volviendo realidad. AMO ESO.

Les juro que ame cada segundo de escribir este capítulo, es una de las escenas que me había imaginado hace mucho y la verdad es que creo que hasta quedó mejor de lo que yo había imaginado incluso. Me encantó sumergirnos un poco más en Oscar y en cómo es que el libro de Melissa le causa tanto conflicto pero la verdad es que, lo ama (como va a terminar amándola a ella *tose, tose*, pero bueno, eso es para otro momento). Lo que si puedo decir, es que ame mucho escribir este capítulo, ame la forma en que Melissa aparece y como hace reaccionar a Oscar y como él actúa de una forma tan dramática... El susto, el haber lanzado el libro, como se ponen a discutir, como Oscar EMPIEZA A NOTAR A MELI... Uhhh, ¿eso no se lo esperaban, verdad? JSJASJAJSJA yo tampoco, pero bueno, el hombre no es de piedra y pues la Melissa es bonita (aunque ella no lo vea así por ahora, ya solo falta que ella también comience a notarlo) y también, como Oscar sigue disculpándose con su pobre libro por maltratarlo asjajsja.

Dios mio, ame tanto este capítulo, acaba de pasar a ser de mis favoritos. Pero, el que sigue (que seguro sale entre viernes o sábado porque solo voy a trabajar hasta el miércoles y desde el jueves me voy a alocar para escribir y hacer el capítulo que sigue y también avanzar en mis otras dos novelas pero ajá, ahí vamos) definitivamente, será también de mis favoritos y por mucho, ya lo verán, es un capítulo bastante importante para el desarrollo de la historia de mi par de ridículos y tan importante, que marca un antes y un después en la evolución que tendrá su relación. Pero ya lo verán jejeje, les va a gustar.

Entonces, ya después de mi biblia de siempre, nos leemos este nuevo fin de semana que viene, aquí y en mis otras dos novelas. Los quiero mucho, laters, gators. :3 

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