PROLOGUE: ❝the adler family shame❞
PRÓLOGO
la vergüenza de la familia adler
| Distrito Mitras,
Muralla Sina |
Año 828.
CUANDO EL HERMANO de Ren murió, los sentimientos llegaron luego.
Sin embargo, estaba acostumbrada. Llorar sólo te hacía más vulnerable y el mundo no había sido moldeado para las personas débiles.
—Ren. —La pequeña giró la cabeza al escuchar la voz determinada de su hermana—. Ve a tu cuarto y no salgas hasta que te lo diga.
Sin saberlo, en ese preciso instante, su vida comenzó a perder el eje sobre el que giraba. Cada miembro de la familia Adler tenía grabado en fuego su destino, les gustase más o menos. Incluso había extraños —ciudadanos que conocían su impecable reputación— que estaban más seguros que la persona en cuestión de qué futuro le depararía. Ren Adler, tal y como sus dos hermanos, nació con el propósito de convertirse en miembro de la honorable Policía Militar. Fue criada en un clan donde abundaba la perfección y escaseaban las risas y los abrazos, pero estaba acostumbrada.
No puedes echar en falta algo que nunca has tenido.
Por eso mismo, para ella, las palabras de su hermana no la pusieron en un estado de alerta. No se dio cuenta de cómo sus cejas se fruncían en un gesto de terror —algo que se le hacía impensable ver en su hermana— y tampoco se fijó en qué es lo que había perturbado tanto a su hermana, que observaba desde la ventana lo que sucedía apenas a unos dos metros por debajo.
Ren no se dio cuenta de absolutamente nada. En ese momento, ignoraba que su eje estaba a punto de ser desplazado por completo.
Cada día ocurrían centenares de cosas que no alteraban las vidas de los ciudadanos para nada. Salía el sol, las puertas se abrían, la gente decía «hola», las palomas invadían las plazas y los niños pintaban los pies de la muralla Sina con restos de tiza. Pero, de vez en cuando, sucedía algo. Algo a veces gigante, a veces minúsculo, que marcaba tu vida para siempre. La constante se detiene y te das cuenta de que no tienes un eje sobre el que girar.
Ren tenía once años el día que su mundo dejó de dar vueltas.
Cuando Nara Adler se aseguró de que su hermana pequeña estaba encerrada en su cuarto, se marchó por las escaleras, apenas haciendo ruido con el sonido de sus pisadas.
Mientras tanto, Ren se asomó por la ventana de su habitación y sus labios se curvaron en la que sería su primera sonrisa en semanas. Sólo le dio tiempo a ver una capa con las alas de la libertad bordadas, pero para ella fue suficiente. Ese emblema sólo podía significar una cosa: Ryu Adler había regresado a casa.
Le dieron ganas de dar saltos de alegría y bajar las escaleras a toda prisa. Sin embargo, recordó las palabras de su hermana mayor y se quedó donde estaba, sabiendo que se metería en problemas si incumplía su orden.
Sin dejar que eso la desanimara, sacó su cuaderno de dibujo y ojeó con orgullo sus últimas creaciones. El hielo que había alrededor del corazón de Ren pareció comenzar a derretirse y un atisbo de la ilusión que debería sentir una niña de su edad se hacía paso entre los pliegues de su piel.
Al oír cómo unos pasos se acercaban hasta el piso donde estaba ella , otra sonrisa volvió a aparecer en su cara. Su cabeza comenzó a maquinar todo lo que podría hacer con su hermano. Probablemente, la felicitaría por todo lo que había progresado esas semanas y luego dibujaría en una de las páginas de su cuaderno algunos de los paisajes que había visto durante su última expedición. Con suerte y, teniendo en cuenta la época del año, se tratarían de amplios campos repletos de florecillas silvestres. Tal vez, incluso, podrían pasarse por la panadería que había cerca de su casa y...
Cuando abrieron la puerta, ella aún tenía su cuaderno entre sus manos e hizo el amago de saltar a darle un abrazo a su hermano. Sin embargo, se topó de lleno con su hermana.
Un nudo se fue creando en su garganta al ver la expresión de Nara. Seguía igual de impasible que siempre, pero sus ojos se encontraban aguados. A pesar de todo, de estos no cayó ninguna lágrima y su voz no tembló cuando se dirigió a su hermana pequeña.
—Lo siento, Ren.
No hizo falta que añadiera nada más para que la siguiera silenciosamente. Al bajar las escaleras que daban a una amplia sala, pudo entrever la capa verde que vestían los miembros de la Lagión. No pudo evitar que el pensamiento fugaz de que ese era su hermano pasase por su cabeza.
Sin embargo, cuando el hombre se giró se dio cuenta de que las únicas similitudes que compartían era el uso de la vestimenta reglamentaria de la Legión. Él tenía el pelo castaño y unas arrugas tempranas surcaban su cara, indicando que la vida no había sido especialmente amable con él durante los últimos tiempos. Al fijar su mirada en Ren, sus preciosos ojos grises se tiñeron de estupefacción y horror.
—Es sólo una niña —dijo, sin dirigirse a alguien en concreto y tapando con su cuerpo lo que había a su espalda—. No debería de ver esto.
Los hombros de Aston Adler se tensaron.
—Te agradecemos que hayas traído el cadáver de nuestro hijo, pero no pienso permitir que cuestiones nuestra manera de crianza.
—No es nada que no pueda soportar ese monstruo —añadió su madre, con una mirada de repugnancia.
El muchacho pareció paralizarse ante las palabras cargadas de crueldad que salieron de la boca de sus padres. Sin embargo, a Ren no le importó. Ya sabía que era verdad todo lo que decían. Ya sabía que si el muchacho continuaba insistiendo su padre volvería a enfadarse, a gritar, a romper cosas. Ya sabía que todo lo que sostenían sus huesos era la piel de un monstruo.
Lo que realmente la hizo reaccionar fue la palabra «cadáver». Y entonces lo vio.
Tal vez lo hizo porque su padre apartó al soldado de malas maneras, tal vez fue porque llegó un momento en el que resultó ineviable no verlo. Todo daba igual, porque el cadáver de su hermano estaba justo ahí.
Al principio, casi no lo reconoce. Más de la mitad de su cara estaba desfigurada y le faltaban partes del estómago y su pierna derecha al completo. Si no hubiera sido por su pelo rubio y el cayo que tenía en un dedo de su mano —siendo este el que utilizaba para escribir y dibujar—, no lo hubiese reconocido.
Por si no hubiera sido suficiente, su padre la agarró del hombro con fuerza y la acercó aún más a lo que quedaba de su hermano. Era su manera de decirle: no puedes escapar, yo soy el que manda, no hagas que me enfade, no puedes escapar, no puedes escapar, no puedes escapar...
Ese cadáver no era su hermano. No podía serlo. Estaba cubierto de sangre y no había ninguna expresión en su cara, ninguna sonrisa tranquilizadora, ningún atisbo de la persona que dejó esa misma casa semanas atrás, con la promesa de que le contaría con pelos y señales las aventuras que tendría como soldado a su hermana pequeña.
—¿Has visto qué es lo que les ocurre a los que se unen a la Legión? Espero que esto te sirva de lección.
Por primera vez, Ren se sintió más muerta que en toda su vida. Su cuerpo no respondía a ella y el vacío que había en su interior creció y creció y creció. El hielo de su corazón volvió a crsitalizar con la misma velocidad que había empezado a derretirse: primero en su garganta, impidiendo que soltara algún sollozo, y luego en sus párpados, que estaban tan entumecidos como para moverse. Como para soltar alguna lágrima.
Años después, descubrió que lo normal habría sido ponerse a llorar. Pero ella ni siquiera era capaz de recordar la última vez que se puso a llorar. Cuando fue la última vez que sus lágrimas significaban que era pequeña y no débil.
—Buena chica, Lauren. Puedes irte a jugar.
Con un asentimiento, obligó a sus piernas que se movieran. Aunque su cuerpo estuviera entumecido, aunque hubiera podido haberse quedado estática en el mismo sitio durante días, semanas, meses... obedeció a su padre. Tenía demasiado miedo como para no hacerlo.
•✦───────────•✧
Para Ren, «jugar» consistió en sentarse bajo uno de los moreros que había en su casa. Estaba tapada por las vallas que separaban el jardín de la calle, pero eso no le impidió escuchar las risas de los otros niños mientras jugaban a cualquier juego bajo el sol abrasador.
A cualquier juego el cual ella nunca sabría jugar.
Porque ella no era nadie. Era lo que sus padres siempre quisieron que fuera, una sombra más que con el tiempo pasaría desapercibida. Una mezcla de la niña que nunca fue y los retazos de su infancia perdida.
Y es que, cuando el hermano de Ren murió, los sentimientos llegaron luego.
Tuvieron que pasar minutos —horas, incluso— para que fuera capaz de procesar la información. Su hermano estaba muerto. Tal vez había muerto en cuanto uno de los titanes le arrancó parte de su cara. O tal vez murió desangrado, sintiendo el aliento de esos seres inmundos y tratando de parar desesperadamente la hemorragia. Tal vez seguía con vida cuando uno de sus compañeros logró rescatarlo y gastó su último aliento contemplando el paisaje infinito del que le había hablado tantas veces.
El paisaje que ya no volvería a ver. El aire que no volvería a respirar.
Se apoyó en el tronco del árbol cuando le vino su primera arcada. Le siguió otra y otra y otra... De un momento a otro, sus ojos comenzaron a soltar lágrimas que, por mucho que intentara frenarlas, le era imposible.
Era débil. Fingía que no era así, pero sólo era una mentira más.
Sin embargo, su hermano no era débil. Ryu Adler no era la vergüenza de su familia, no había cometido ningún pecado, no era un monstruo como ella. Había entrado a la Policía Militar porque quería ver el mundo, buscar algo de la esperanza que la humanidad había dado por muerta, sentir el viento en su cara al cabalgar y ver cómo amanece y anochece por el horizonte.
Por primera vez, las palabras de su padre dejaron de tener sentido. Ella no sabe lo que es crecer en una familia amorosa, pero sabe que no debería ser así. Sabe que no es normal que todos los niños rían despreocupadamente mientras que ella no sabe cómo hacer que su propia risa salga a la luz. Sabe que debería de haber llorado, vomitado y gritado en cuanto vio a su hermano, pero no lo hizo porque tenía miedo a su padre.
Miedo a que su madre volviera a llamarla monstruo.
Pero a pesar del miedo. A pesar de los escalofríos que recorrían su cuerpo y el vacío que había en su interior, un nuevo sentimiento creció dentro de Ren.
Su padre había hecho lo que había querido con ella. Le enseñó el cadáver de su hermano como una amenaza. «Sigue sus pasos y así acabarás», parecía querer gritarle. Pero ese cadáver una vez perteneció a su hermano, un joven que tenía sueños e ilusiones. Alguien que vivía una vida tan intensa e importante como cualquier otro ciudadano.
Las verjas de su casa la hicieron sentirse atrapada. Imaginó la inmensidad de la muralla Sina, más allá la muralla Rose y kilómetros más alejada, la muralla María. Y, más allá, el mundo exterior.
No había sido consciente hasta ese momento, pero se sentía como un pájaro en una jaula.
Un pájaro que pensaba pelear y revolotear hasta que sus alas se hicieran lo suficientemente fuertes como para llevarla lejos de su prisión.
Sus sollozos se cortaron de inmediato en cuando escuchó unas pisadas acercándose a ella. Intentó secarse las lágrimas lo más rápido que pudo, pero sus ojos continuaban rojos. Aguantó el aire y, cuando vio que se trataba de su hermana, pudo volver a espirar.
—Mañana empieza tu entrenamiento —le dijo con voz firme.
—Ya estoy entrenando con...
—No me refiero a ese —la cortó—. Me refiero al entrenamiento que te hará sobrevivir cuando te unas a la Legión.
Ren carraspeó y trató de ponerse recta.
—Me voy a convertir en miembro de la Policía Militar.
Nara se apoyó en el tronco del morero, justo al lado de Ren.
—Tienes la misma mirada que él —le dijo—. Tienes la misma mirada que puso Ryu cuando me contó que iba a unirse a la Legión. No hace falta que me mientas, Ren.
Nunca pensó escuchar a su hermana revelarle eso. Su pelo negro y su mirada afilada la hacían imponente.
Era tan diferente a su hermano. A su hermano, que había muerto de una forma horrible y, a pesar de que rescataron su cuerpo, ninguno de sus padres lloraría su pérdida.
Ahogó un sollozo con la palma de su mano.
Ya no volvería a ver a su hermano.
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