i. Shadows from the Past
CAPÍTULO 1
sombras del pasado
[ Cuartel de entrenamiento
de las tropas de reclutas ]
Año 838
—¡REN, alegra esa cara!
Al girarse para mirar a la chica que se acercaba vigorosamente hacia ella, no le hizo falta que se lo repitieran dos veces.
Una sonrisa sincera apareció en su cara y, cuando la pelinegra llegó hasta ella, aceptó gustosamente el abrazo. Al separarse, Ren estuvo tentada de pedirle que la volviera a abrazar un poco más. Luego, lo pensó mejor y se dio cuenta de que hubiera sido raro. En su familia, nadie la abrazó desde que cumplió cuatro años —sin contar a su hermano, claro, pero apenas iba de visita y luego...—. En fin, cuando entró en el cuerpo, hace tres años, hizo amigos que la abrazaban. Sin embargo, con cada abrazo, le era inevitable sentir que se le hacían demasiado cortos. En su mente, tenía que aprovechar el momento, porque no sabía cuánto tiempo podría pasar hasta que alguien volviera a abrazarla.
Recuerda a la perfección la vez que Haru se le acercó para darle un abrazo cuando ella fue a pedirle que fuera su compañero en una práctica por parejas. Básicamente, cuando la envolvió con sus brazos se quedó tan tiesa que él tuvo que separarse para ver si estaba bien. Al comprobar que un leve rubor se extendía por sus mejillas, él le sacudió el pelo y le dijo —casi a voz de grito— que era adorable. Seguidamente, ella le dio un codazo en las costillas que provocó que nadie se acercara a su mesa durante toda una semana. Menos Haru, que se ve que lo consideró como una solicitud de amistad.
—Y dime, ¿qué se siente al ser la mejor recluta de toda la humanidad?
—Pregúntaselo al mejor recluta de toda la humanidad.
Akane Ral hizo una mueca en cuanto le respondió. Su pelo negro ondeaba con el viento y sus ojos azules —los cuales la hacían recordar el agua de un río, con tonalidades más oscuras— la miraron con réplica.
—Puede que haya exagerado un poco, pero vamos, ¡vas a graduarte como la primera de nuestra promoción!
Sonrió de lado, algo incómoda al no saber exactamente cómo responder.
—Por cierto, ¿estás segura de que te viene bien venir a comer mañana? No se me había ocurrido que tu familia querría celebrar contigo tus resultados. Si te sentías presionada por la manera en la que te lo dije...
—Tienen cosas mejores que hacer —le respondió con una sonrisa amable—. Además, después de escuchar tantas veces que tengo que conocer a tu hermana...
—¡Y tienes que hacerlo! Es adorable, ya lo verás. Dice que quiere entrar en el cuerpo. En parte me da pena, pero estoy muy orgullosa de ella. Cuando entremos en la Legión de Reconocimiento podré presumir de hermana pequeña.
Cuando terminó de hablar sobre su hermana, se quedó observando a Ren durante un rato, como si estuviera debatiéndose entre hacerle una pregunta.
—Puedes preguntármelo, ¿sabes?
Akane sonrió como si quisiese decir "me has pillado" y continuó caminando junto a Ren.
—Nunca hablas mucho de tu familia y, bueno, no te estoy juzgando ni nada, pero... ¿Qué padres tendría algo más importante que hacer que ir a felicitar a su hija por ser la mejor de nuestra promoción? Mi padre está contentísimo por mí, y eso que ni estoy entre los diez primeros...
«Mierda».
«Sonríe y haz como si no ocurriera nada», se dijo. «Sonríe o ya no te volverá a mirar de la misma manera. Sonríe o verá el monstruo que llevas dentro. Sonríe y todo estará bien. Sonríe hasta que te lo creas tú misma».
«Sonríe».
«Sonríe».
—Tienen una reunión con miembros veteranos de la Policía Militar. Ya sabes, nada importante, pero tienen que ir por reglamento. Además, es su oportunidad de presentar a mi hermana oficialmente a los altos rangos.
—¿Tu hermana? Fue ella la que te entrenó antes de convertirte en recluta, ¿verdad? Debería de pedirle algunos consejos.
Un escalofrío recorrió la espalda de Ren al pensar en el entrenamiento, justo donde empezaba su cicatriz. Justo donde lo hacía la de su hermana también.
A pesar de que se preocupaba por Nara, no podía evitar sentir alivio al saber que ella no tendría que asistir a esa reunión.
Cuando las dos amigas llegaron, la mayor parte de los reclutas ya se encontraba en el descampado que había frente al escenario. Akane, que era la más alta de los tres amigos, se puso de puntillas para ver si podía dar con Haru, pero, sin resultados, se rindió en cuanto vio al instructor pidiendo que le prestasen atención.
—Para ustedes, ahora se abren tres caminos. Podéis ubicaros en las murallas y defender las ciudades como miembros de la Guarnición. Podéis arriesgar vuestras vidas para luchar contra los titanes como miembros de la Legión de Reconocimiento, o tal vez podáis servir al rey, controlando las multitudes y protegiendo el orden como miembros de la Policía Militar. Por supuesto, sólo las diez personas con las mejores puntuaciones podrán ingresar en la Policía Militar.
En dos días, los líderes de los tres cuerpos militares vendrían hasta aquí para llevarse a los nuevos reclutas. Y Ren no se permitió olvidar eso: puede que ahora fuera la mejor, pero continuaba siendo una novata.
—¡Haru Ikar! —comenzaron a llamar.
Mientras iban diciendo todas las puntuaciones, cada vez quedaban menos reclutas por subir al escenario. Akane, que estaba a su lado, le dio un empujoncito segundos antes de que la nombraran.
—¡Lauren Adler!
Mientras subía las escaleras, se escuchaban sus notas de fondo con algún cuchicheo de impresión. Cuando pasó frente a Haru, éste le guiñó un ojo mientras levantaba su pulgar en un mal intento de hacer que se riera.
A lo lejos, situó a Akane mirándola con orgullo. Sin embargo, el dulce sentimiento de ser aceptada por su amiga se esfumó más rápido de lo que le hubiese gustado.
De repente, se sintió paralizada. Sus padres todavía no sabían que iba a unirse a la Legión.
•✦───────────•✧
Una vez decidido a dónde iría cada soldado, la gran explanada comenzó a vaciarse progresivamente.
Akane les pasó un brazo por los hombros de Haru y Ren, con una sonrisa victoriosa.
—¡Al fin! —exclamó—. Todos estos años de dolor y sufrimiento han merecido la pena.
—Deberían de darnos más vacaciones. ¿Qué es esto de tres días con tu familia? —protestó Haru—. Yo llevo tres años matándome a correr. Deberían revisar seriamente las cuentas.
Un nudo comenzó a formarse en el estómago de Ren. A ella tres días le parecían una eternidad junto a sus padres.
Después de todo, aunque hubiera entrado en el cuerpo, no era capaz de cortar los lazos con su familia de forma definitiva. Si Nara tuviera una casa propia podría haberse ido con ella, pero seguía viviendo en casa de sus padres. Nunca iba allí, por supuesto, ya que vivía en el cuartel de la Policía Militar, y había decidido que no le merecía la pena comprarse una casa.
Podría haberles pedido a Haru y a Akane quedarse con ellos, claro, pero terminaría siendo una molestia. Y comenzarían a preguntarse por qué evitaba a sus padres.
—Bueno, yo me marcho ya. ¡Tened un buen viaje!
Dándoles un beso en la mejilla a cada uno, se separó de ellos y se dirigió a la zona en la que se encontraban los carruajes que había contratado el ejército con destino al distrito Karanese.
Haru y Ren fueron sin comentar nada hasta los dedicados al distrito Mitras. Él le ofreció su mano para ayudarla a subir, ya que la distancia era considerablemente alta, y flexionando la rodilla para impulsarse se subió al carro.
Los dos amigos se sentaron al lado y, conforme el carruaje se iba llenando, los reclutas felicitaban a Haru y Ren por sus buenas calificaciones.
—Me muero por comer la tarta de manzana de mi abuela —mencionó Haru, inclinándose un poco hacia Ren para que la conversación quedara entre ellos—. ¿Sabías que mi abuelo ha comenzado a hacer punto? Me mandó una bufanda horrorosa por mi cumpleaños.
Rebuscando en la mochila que traía consigo, medio sacó una bufanda azul con numerosas irregularidades.
Una pequeña sonrisa apareció en los labios de Ren.
Al verla, la sonrisa de Haru acrecentó.
—Estabas un poco tensa en la ceremonia de graduación —comentó—. ¿Te encuentras bien?
A Ren le gustaba Haru por ese motivo. La mayoría del tiempo era un guasón de primera, sin embargo, era una persona oportuna. Sabía identificar por si mismo cuándo sobraba uno de sus comentarios. Cuándo incomodaba a la gente.
Con esa pregunta, mostraba interés, pero no la presionaba a nada.
—Perfectamente —mintió ella—. Supongo que me impone pensar que ya se han acabado nuestros años como reclutas.
El carruaje se puso en marcha y, simultáneamente, el nudo que tenía en la barriga se hizo más grande.
Sin embargo, el viaje no fue tan malo como esperó. Para bien o para mal, se le pasó volando, escuchando los chistes absurdos de Haru y las peculiaridades de sus dos abuelos.
En cuanto se bajaron del carruaje, tuvo claro que preferiría mil veces tener un entrenamiento exhaustivo. En ese momento. A esas horas de la noche. Preferiría correr hasta el alba, si con eso pudiera librarse de la que le iba a caer.
Haru y ella fueron paseando por las calles del distrito. En un momento dado, Haru se detuvo y señaló una calle.
—Bueno, yo me voy por aquí —le dijo—. Mi casa está en esa calle, enfrente de una panadería, por si un día te quieres pasar.
El pecho de ella se encogió, pero se obligó a asentir y a darle una pequeña sonrisa.
—¿Estás segura de que no quieres que te acompañe a tu casa? Es bastante tarde.
—Segurísima.
El silencio se instauró entre los dos. No quería que se marchara. No quería separarse de él.
Por dentro estaba conteniéndose para no rogarle que la dejara quedarse en su casa.
—Nos vemos en tres días, supongo.
Haru le revolvió el pelo con una sonrisa preciosa. A veces le recordaba a la de su hermano.
—¡Disfruta con tu familia!
Una vez se giró, se permitió dejar de sonreír.
Con pies de plomo se dirigió hacia la casa que la había visto crecer.
Dejó atrás una plaza con una fuente, una calle repleta de árboles, escaparates comerciales...
Hasta entrar en el ejército, nunca salió de ese distrito. Por eso mismo, le resultó impresionante que fuera vagando entre las calles que le eran completamente desconocidas. De pequeña nunca la dejaron salir demasiadas veces y, evidentemente, desde la ventana de su cuarto no se podía ver todo el distrito.
Y el momento inevitable llegó.
Como si saliera de entre las sombras, la majestuosa casa de la familia Adler se alzaba entre la negrura de la noche.
Ren dio tres respiraciones profundas. Agarró con fuerza el asa de su pequeña maleta y, con dedos temblorosos, movió la cuerda que conectaba con una campana.
Esperó impaciente a que alguien del servicio saliera a abrir la verja. No obstante, sus pies se quedaron clavados en el suelo cuando vio que eran sus padres los que estaban saliendo. Felicia y Aston Adler eran la encarnación de la belleza. Para Ren, eran la del miedo.
Su madre tenía el pelo rubio, largo y sedoso. Ren y Ryu lo habían heredado de ella. Su cara perfilada, su nariz perfecta y sus ojos definidos de un color marrón la convertían en la descripción de la delicadeza. En cambio, su padre, igual que Nara, era todo lo contrario. Su pelo era negro como el ónix y sus ojos verdes centelleaban en la oscuridad, como un depredador acechando a su presa.
—Niña tonta, cómo te atreves a venir hasta aquí después de lo que has hecho.
Las palabras ácidas de su madre se le clavaron en el pecho como una daga. Sin embargo, no fue ella la que hizo que su corazón pasara a latir desenfrenadamente.
Su padre abrió la reja con tanta fuerza que sonó de forma estruendosa cuendo chocó con el muro.
De una amplia zancada, ya la había alcanzado.
Su amplia mano la agarró del cuello sin dificultad. Esa mano que tan bien conoce. La que la ha atormentado durante tantísismo tiempo.
La elevó del suelo y la arrastró dentro de la propiedad. En algún punto su maleta cayó al suelo, con un golpe seco, pero ella ni siquiera fue consciente de eso. El poco aire que luchaba por retener en sus pulmones se escapó en cuanto la estampó en el muro que separaba el patio de la calle.
De pronto, volvía a tener tres años. Y cinco y diez. Volvía a ser regañada por llorar demasiado, por haber roto algo, por ensuciarse la ropa... Pero esa vez, algo era distinto.
Tal vez algo colosal. Tal vez minúsculo. Pero, esa vez, ella sabía que no había hecho nada malo. Puede que no hubiera cumplido con las expectativas, pero definitivamente no había hecho nada malo.
Por ese motivo intentó soltarse. Arañó las manos de su padre y pataleó todo lo que pudo, en busca de que aflojara su agarre, de algo de aire.
—Lauren, deja de resistirte. Acabas de manchar el apellido Adler con tu estupidez —bramó—. Te mereces un castigo.
Con una fuerza brutal la lanzó al suelo cubierto de césped. Fue tal el impacto que ni siquiera le sirvió para amortiguar la caída.
Un dolor punzante le recorrió el cuerpo. Absolutamente todo el cuerpo.
Y entonces recordó por qué nunca antes se había intentado defender.
Todo su cuerpo estaba formado de músculo. Era gigantesco, imponente, y ella... ella... En comparación, Ren era insignificante. Esa es la palabra. Insignificante. Contra él no tendría ni una sola oportunidad. No con lo grande y fuerte que era. No cuando conocía cada debilidad de ella.
—Yo no me merezco nada de esto —dijo, casi en un suspiro, mientras se intentaba poner de rodillas, poyándose con las manos en el suelo—. Y no soy el monstruo que tú me llamas, madre.
Una expresión escalofriante, de locura, atravesó el rostro de Felicia Adler. Pero a ella no le dio demasiado tiempo a verlo.
Su padre la agarró del cuello de la camisa, obligándola a ponerse en pie, temblando.
—Eres una desagradecida, Lauren —le dijo, después de darle un puñetazo en el pómulo—. ¿Así es como tratas a tus padres?
Su cabeza golpeó de lleno en el muro. Comenzó a ver borroso, a marearse. Las palabras se le entremezclaban en la cabeza y ya no sabía distinguir qué le dolía y qué no. Casi no fue consciente del momento en el que su padre la soltó.
Y su madre fue la que la agarró.
Sus manos pequeñas, delicadas, se cerraron en torno a las hebras de su pelo. Pegó su cabeza a la pared, tensando el cabello, y acercó su cara a la de Ren.
Agarrándola de la mandíbula con fuerza, para que no desviara la mirada por su visión borrosa y su cabeza palpitante.
—¿Cómo no va a ser culpa tuya lo que ocurrió aquel día? —le susurró, con una mirada cínica—. Es todo culpa tuya. Y de nadie más. Llamarte monstruo es lo justo, ¿no te parece? No eres más que una abominación.
La soltó de golpe, como si le quemara el tacto. Y Ren se quedó tambaleante, tratando de recuperar el aire.
Su padre la agarró del hombro y, de un empujón, la tiró a la calle.
Cayó de rodillas y por la quemazón que sintió en las rodillas supo que se acababa de romper su pantalón.
—No te queremos aquí después de habernos hecho pasar por esta vergüenza. Coge tus cosas y no vuelvas.
Y cerraron la verja, como si nada.
Cuando Ren se aseguró de que habían entrado en la casa, intentó recomponerse lo mejor que pudo.
Tanteó el suelo hasta que dio con su maleta y cerró con fuerza los ojos debido al dolor de cabeza que estaba sintiendo.
No podía quedarse ahí tirada.
Dio una bocanada de aire, y antes de que a su cuerpo le diera tiempo a volver a darse cuenta de lo adolorido que estaba, se puso en pie.
A trompicones, se las apañó para avanzar por las calles. Constantemente, la maleta le golpeaba en la pierna derecha, pero se veía incapaz de ejercer la fuerza requerida para evitar que dejara de suceder.
Apoyándose en las paredes y muros de las otras casas se dio cuenta de que no tenía ningún otro lugar al que ir.
Y ella estaba tan adolorida...
La cabeza le daba tumbos, sentía cómo la sangre le bombeaba, como si tuviera otro corazón latiendo en la cabeza...
Haru.
No quería que la viera así.
Pero no tenía ningún otro lugar al cual recurrir.
Iría hasta su casa para reponer las fuerzas y, cuando dejara de sentir cómo su cabeza estaba a punto de estallar, sería capaz de pensar en un lugar donde quedarse.
Volvió sobre sus pasos. Dejó atrás los escaparates, la calle decorada con árboles, pasó la plaza con una fuente...
Estaba muy mareada. Si no recordaba mal, estaba delante de una panadería.
Allí la vio, tragada por la oscuridad. La cabeza no dejaba de darle tumbos, estaba desorientada... Palpando la pared, llegó a la casa que estaba enfrente.
Tenía que ser esa.
Tenía que serlo.
No se veía con fuerzas suficientes para pedir perdón a una familia que no fuera la de su amigo, volver a buscar a tientas la casa correcta...
Agarró la aldaba y golpeó con la pieza metálica varias veces la puerta.
Se escuchó el susurro de las voces, una puerta del interior abriéndose... Y un señor mayor le abrió la puerta.
—¿Est- está aquí...?
Cogió aire. Lo volvió a soltar.
—¿Quién es, abuelo? —Al fondo se escuchó una voz. Una voz que Ren conocía—. Dios mío, ¿Ren?
No podía soportar el dolor de cabeza. Se sentía atontada, mareada. Tuvo que agarrarse a los hombros de Haru, que se había acercado de inmediato, para no caerse de rodillas al suelo.
Y cerró los ojos.
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