34) Fuego [Premio Anubis 2023]
(Ella es su espejo incendiado, su espera en hogueras frías, su elemento místico,
su fornicación de nombres creciendo solos en la noche pálida).
Alejandra Pizarnik - Árbol de Diana, 17.
Forcejeo con la puerta del patio para entrar en la sala, adentro, oigo chillidos irreproducibles y afuera, los gritos desesperados de mis abuelos. Necesito ingresar antes de que sea demasiado tarde, no me importa romper la puerta si es necesario, pero debo salvar a mi tía de las llamas.
Intenté convencerla de no terminar con todo, discutimos; intenté que pensara en cómo sufrirían sus padres, que ya son viejos, pero no me escuchó. Forcejeamos hasta que me sacó de la casa y se encerró con llave. Mi abuelo corrió a la puerta de la calle, trató de entrar por la ventana y, sin embargo, no pudo hacer nada.
Ahora la tía Norita, la trágica tía que tuvo una vida llena de misterios, se consume en llamas dentro de la sala de estar de la casa de su infancia.
Cuando por fin logro romper el vidrio reforzado, para girar la llave desde dentro, es demasiado tarde: mi tía yace en el suelo, temblando, balbuceando, toda su piel chamuscada y agrietada como si un río de lava corriera bajo ella. Me acerco llorando, quiero socorrerla, pero no sé qué hacer, solo me queda acompañarla en sus últimos momentos. Ella emite unos quejidos apenas audibles y me imagino que debió de quemarse por dentro también.
Exhala su último aliento. Toco su pecho para confirmar que ya no sufre; increíblemente, no me afecta el calor.
Detrás de mí, mis abuelos lloran, se abrazan y consuelan, sin atreverse siquiera a cruzar el umbral para ver los restos de la que fue su hija. Es mejor así, no lo soportarían, la imagen es espantosa y el olor a carne quemada es nauseabundo. Me dirijo a ellos para darles la noticia y unos gemidos profundos salen de la garganta de mi abuela, le bastó solo ver mi expresión para entenderlo todo. Mi abuelo me mira suplicante, no tengo ni idea de qué me quiere decir, pero le respondo cómo creo que debería hacerlo en una situación así:
–Yo me voy a encargar de todo... —les digo y se me quiebra la voz—. Solo quédense acá afuera, no entren, por favor.
Los llevo hasta las sillas del jardín donde estaban desayunando antes de que la pelea comenzara, y les repito que yo me voy a encargar de todo y les voy a avisar al resto de la familia.
Vuelvo donde el cuerpo y tomo mi celular para llamar al 911. En realidad no sé a quién debería marcar en una situación así, ¿a la morgue, los bomberos o la policía? La operadora me pide que me calme para que pueda entender lo que digo, mientras lloro sobre el cuerpo de mi tía favorita; más que tía, una amiga. Mis lágrimas se evaporan al contacto con su cadáver y noto que sus manos están completamente consumidas, a un soplido de convertirse en cenizas. La operadora me pide que tape a mi tía con una sábana, que no deje entrar a nadie y que espere a la policía, que ya vienen en camino, junto con una ambulancia.
Obedezco mientras pienso en cómo le voy a contar a los demás lo ocurrido. ¿Debería grabar un audio y reenviárselo a todos? ¡Pero si no puedo ni hablar! ¿Escribir un mensaje en el grupo familiar, en donde faltan un montón de miembros que se ofendieron por diferentes razones? No. Mejor le relato todo a mi papá y que él se lo transmita a los demás. A fin de cuentas, él es el mayor de los hermanos y puede convocar a la familia para que vengan a acompañar a los abuelos.
Mientras tanto, tapio la ventana de la puerta como puedo, cierro todas las cortinas y la puerta, y me guardo la llave en el bolsillo. También cierro la puerta que comunica la sala con la cocina y el recibidor, de modo que la tía queda aislada de cualquiera que pueda alterar la escena, como me dijo la del 911. Aislada también de los ojos curiosos. Y de todos. ¡Me da no sé qué dejarla ahí sola! Quiero acompañarla hasta que se la lleven, pero también debo ocuparme de mis nonos y de ponernos de acuerdo en la versión de los hechos que vamos a contarle a la policía.
.
Cuando la familia empieza a llegar, me instalo en la cocina para vigilar el living y, de paso, no entablar conversación con nadie; de todos modos, se acercan y me piden que les repita una versión cada vez más resumida del suicidio. En algún momento, mi mamá me pone a hacer café para todos en la pequeña cafetera de lata de mi abuela. Sé que tendré que preparar varias tandas o servirles en las tazas más chiquitas para que alcance.
Mi mamá comienza a contar historias de otros velatorios que presenció, mientras prepara la bandeja con las tazas y el azúcar. «Esto no es un velorio», pienso, el cuerpo de la tía aún está, literalmente, caliente. Una de mis primas se acerca a la cocina y, sin quererlo, me ayuda para que mi mamá deje de distraerme de mi misión.
Ambas me piden fósforos para salir a fumar, pero no los encuentro.
–¿Y cómo encendiste la hornalla? —me pregunta mi mamá.
–Ay, pobre, debe estar en shock, con lo que tuvo que ver... —comenta mi prima, como si no pudiera escucharla.
* * *
Se acerca el mediodía y la ambulancia aún no llega. Los niños están esperando en la vereda para pegar el grito cuando la vean. Los vecinos y curiosos empiezan a acercarse, luego de advertir que algo grave pasaba al ver a la familia reunida. Todos quieren entrar a la casa para que les cuente lo ocurrido, mi mamá me pide que salga al patio a atenderlos, pero a mí me preocupan mis abuelos, que aún no comieron. No creo que tengan hambre tampoco, sin embargo, no quiero que se enfermen.
Mi prima, al notar mi malestar, envía a todos al patio trasero y se ofrece a ir a comprar unos sánguches de miga para entretener a las visitas. ¡Como si en verdad fuera un velorio!
–No —le digo—, que vaya a otro. Vos seguí vigilando la puerta, que no entren a chusmear, porque los voy a mandar a todos a la mierda.
¡¿Y dónde están los que venían a investigar y a llevarse el cuerpo?!
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Después de esto, entran mis sobrinitos a la cocina a buscar algo de comer. No sé si entienden la gravedad de lo que está pasando, me dan ganas de sacudirlos para que se queden quietos. Pero me contengo porque son niños, solo saben de necesidades básicas y, ahora mismo, tienen hambre. Abren la heladera como si fuera su casa y asaltan el cajón de las frutas y los tuppers de sobras. Solo los miro y cuento hacia atrás, de tres en tres, desde el cien.
Una vez que sacian su hambre, se ponen a jugar con lo que tienen a mano, a golpear sartenes como si fueran bateristas o a fingir que los repasadores son pelotas de vóley.
–¡Mirá, soy como la tía...! —le dice uno a otro, mientras juega a subir y bajar la llamarada de la hornalla de la cocina.
Esto colma mi paciencia. Le tironeo la oreja y lo mando con su madre, y al resto, les grito para que vayan a jugar a la calle. Cuando se van, noto que esa oreja quedó más roja de lo normal, pero lo dejo así. Se lo merece, sus padres ya le habrán explicado que hay cosas con las que no se jode y de las que no pueden hablar en voz alta. Aun así, sigo molesta, jugar con fuego es peligroso (nunca mejor dicho); así que arranco todas las perillas de los mecheros y las escondo en lo más alto de la alacena, para que nadie las vea. Si logro controlar la cocina, puedo manejar esta crisis.
¡Necesito mantener el control!
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Cuando llegan los sanguchitos, me piden otra tanda de café o mate y, esta vez, preparo una olla de agua porque ya perdí la cuenta de la gente que debe haber en el patio. Los fósforos siguen sin aparecer. ¿Los habrá usado la tía? ¿Habrán quedado cerca de su cuerpo y yo no los vi? Pero si no los necesitaba para prender el fuego...
Además, ¡¿cómo hice el café esta mañana?! No usé un Magiclick, ¿o sí?
Intento encender la hornalla del frente sin reponer el botón y lo logro. Sin embargo, el fuego no nació de la cocina, se originó en la mano que tenía en el aire...
¡No puede ser!
Mi mamá vuelve para ayudarme nuevamente con el café. Finjo compostura para que no me haga preguntas. Ni siquiera yo entiendo lo que me está pasando. Ahora me habla de las vigilias donde el funeral duraba toda la noche, y que ella una vez se quedó haciéndole compañía a un occiso para que su familia descansara. Y eso me recuerda a Norita. Ella sigue sola, no puedo ir a acompañarla sin que alguien me vea y le parezca raro, o que me persiga algún curioso.
Mi mamá me pregunta por las llaves de las puertas del living. No le contesto, pero, por instinto, palpó mis bolsillos para corroborar que se mantienen ahí.
–Yo tampoco quiero dejarla sola —me dice, como si nos hubiésemos comunicado telepáticamente.
–Es algo horrible de ver, no lo soportarías —le contesto.
–¿Y vos, cómo hacés para soportarlo? ¿Descansaste un poco desde que pasó?
–Voy a descansar cuando ella descanse.
* * *
La ambulancia y la policía llegan a eso de las dos de la tarde, cuando la mayoría de los chusmas ya volvieron a sus casas. Igual, me imagino que deben espiarnos detrás de sus cortinas. A esta hora sí puedo asegurar que Norita ya está fría. Y a mí me recorre un escalofrío cuando pienso en los exámenes que le van a hacer y en las preguntas que tendré responder.
La familia se reúne en la puerta de entrada, siguiendo atentamente cada paso que da la policía científica. Me llevan a la sala para que vea el procedimiento y hacerme las preguntas que van surgiendo en el momento, ya que soy la principal testigo.
Los tipos se miran contrariados cuando no encuentran ningún elemento inflamable cerca del cuerpo, tan solo unos restos de un viejo álbum de fotografías.
–¿Tocaron algo de la escena, se llevaron algo? —me preguntan.
Mi respuesta es negativa.
–¿Está segura? Mire que es muy grave alterar una escena del crimen, porque no estamos en condiciones de afirmar que fue un suicidio.
–Les digo que no. Soy la única que entró y no toqué nada. Solo la tapé con una sábana, como me dijeron.
Miré la sábana, estaba empapada de una exudación roja y negra. Nunca nadie va a volver a usarla. Ni siquiera estaremos tranquilos en este cuarto.
Después que sacaron veinte mil fotos de cada ángulo posible de la habitación, traen una bolsa negra y guardan a mi tía. Entonces comienza el interrogatorio. Les cuento todo con lujo de detalle, excepto aquello que juramos nunca confesar a nadie que no pertenezca a la familia.
–Cuando me di cuenta de lo que quería hacer, intenté detenerla... —digo, y mi garganta se empieza a anudar al recordarlo—. Le dije que estaba loca, que pensara en sus padres... y sí, estaba trastornada, quería quemar el álbum de fotos, la casa... Forcejeamos, yo quise... no sé qué quise hacer, agarrarla de los brazos y abrazarla, sabía que conmigo al lado no se iba a atrever...
»Pero ella me agarró de las muñecas, me apretó muy fuerte y me empujó hacia afuera... Tenía una fuerza descomunal, sentí cómo me clavaba las uñas... Ahí nomás cerró la puerta y vi por el vidrio como se extendían las llamas desde sus manos, y no soltaba las fotos... Escuché el fuego consumirla como si fuera leña seca... y a ella chillando de dolor, pero nunca trató de apagarse ni pidió ayuda...
Me detengo porque me quiebro en llanto, no puedo soportar las imágenes tan vívidas, tan frescas.
–¿Y no vio con qué elemento inició el fuego? —me interroga uno de los policías.
–No. El vidrio de la puerta es esmerilado, solo se distinguen siluetas —mentí, porque ellos no pueden conocer nuestro secreto.
Siguen repreguntando detalles de mi historia, quizás para ver si me equivoco en algo, y tratando de cuadrar mi relato con los elementos que encontraron en la escena. Hasta que, en un momento, me piden que le muestre las muñecas a la fotógrafa. Intento arremangarme la polera, pero la tela está pegada a mi piel y duele cuando la separo. Con el mayor de los horrores, los presentes descubrimos dos quemaduras que rodean mis brazos por arriba de las muñecas, con forma de manos.
¡Juro por Dios que no me di cuenta, no lo sentí ni me dolió en toda la mañana!
La carne estaba al rojo vivo. Mis ojos pasaban de ver las heridas, a las palmas de mis manos. No se suponía que el fuego hiriera a Nora y, sin embargo, ahí estaba casi carbonizada. Y, si su don pasó de alguna manera a mí, ¿cómo es que pudo herirme?
La fotógrafa me mira entre fascinada y asqueada.
–Entonces, ya estaba prendida fuego cuando echó a la sobrina afuera —dice un oficial a otro—. Debió sufrir un shock para no haberse dado cuenta de eso, ni sentir dolor hasta ahora. Llevémosla al hospital para que la curen y pidamos una entrevista psicológica.
* * *
Regreso del hospital por la noche con las muñecas vendadas. La familia sigue en el patio de la casa de los abuelos. Los nonos y los niños duermen en las sillas. El resto me mira raro. Todos quieren escuchar lo ocurrido de mi boca, quieren respuestas a sus preguntas.
–No nos van a entregar el cuerpo hasta que hagan la autopsia —les anuncia mi papá, quien me estuvo acompañando y habló con los policías—. ¿Qué prefieren, esperamos para hacer el velorio, a cajón cerrado, por supuesto? ¿O la despedimos ahora, sin... sin ella? —dice aguantando las ganas de llorar.
–¿Es necesaria la autopsia? —pregunta otra hermana— Si ya sabemos lo que pasó, ¿por qué no ponerle fin a esta tragedia y que mis papás puedan descansar?
–Es el procedimiento... —empieza a responder mi papá.
–¡¿Realmente sabemos lo que pasó?! —habla mi tío por encima de su hermano.
Todos se miran entre sí, como comunicándose en medio del silencio. Y luego me miran a mí.
–¿Qué más quieren qué les diga? —les respondo con un dejo de voz.
–Norita siempre controló el fuego, nació con eso. ¿Cómo es posible que se autoincinerara? —vuelve a intervenir mi tío, su esposa secunda su opinión.
Mi madre me acaricia la espalda y me dice al oído que no debo hablar si no quiero.
Miro mis vendajes, ni siquiera recuerdo cómo pasó, quizás fue cuando pensé que la tía me clavó las uñas. Ahora sé que no fueron sus uñas, me estaba quemando. En el pasado, Norita demostró que podía evitar herir a otros con las llamas que desprendía de su cuerpo. «El fuego no quema», solía decir, mientras hacía trucos para sorprender a los más pequeños en las juntadas familiares.
–Para nadie es sorpresa que Nora era muy inestable —dice mi papá—, un día estaba feliz de la vida y, al otro, se peleaba con todo mundo. Nunca pudo ser normal o encajar en ningún lado, siempre fue dramática y no le faltaron rupturas escandalosas con sus parejas. Creo que era cuestión de tiempo para que terminara así.
–Puede ser, pero eso no explica cómo se pudo quemar a sí misma. El fuego la consumió, ¿entendés? —duda nuevamente mi tío.
Repaso los detalles en mi cabeza, intentando recordar algo que dé respuesta a la pregunta que yo también estuve haciéndome durante toda la jornada... Tratando de entender cómo fue posible que el fuego quemara el cuerpo de Norita.
Mi familia sigue debatiendo entre ellos, me piden respuestas, mi mamá me defiende para que no insistan. Estoy muy cansada, así que decido hablar para terminar con este eterno día. Pero no tengo idea de qué decir...
–Mientras se quemaba, gemía de dolor... también reía. Sufrió, lo sé, pero no se detuvo, ella quería eso. Y se quemó muy rápido... es increíble que lo hiciera tan rápido...
En ese momento, mi abuelo se despertó de un sobresalto.
–No sé cómo lo hizo —continúo—. Supongo... que así como podía controlarse para no quemarnos, también podía elegir dejar de hacerlo... —digo y miro mis manos—. Le pedimos, le rogamos con los abuelos que no lo hiciera y ella siguió...
No puedo continuar. Me quiebro.
El nono también se quiebra, y trata de confirmar entre llantos lo que digo.
La abuela se despierta con la nueva conmoción y apoya sus manos sobre las de su esposo. Mi familia se pone de pie para abrazarlos. Ambos cruzamos miradas dolorosas.
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Pasado un rato de lamentos y abrazos colectivos, mi mamá, servicial como siempre, propone tomar un té de tilo para que todos podamos tranquilizarnos e ir a dormir. Se dirige a la cocina y mi abuelo le avisa que para ellos no, que ya se van a la cama. Mi prima los acompaña a su habitación, permitiendo que se apoyen en ella.
En el patio trasero, la tensión sigue en el aire. Muchas preguntas quedan aún sin responder, pero es imposible para cualquiera de nosotros conocer la respuesta, solo podemos aventurar hipótesis.
Al cabo de un minuto, mamá vuelve al patio preguntándome por los benditos fósforos.
–Ahora los busco —le digo, tocándole el brazo para que sepa que yo me encargo, y ella vuelve a tomar su lugar al lado de mi papá.
Cuando entro en la cocina, no recuerdo si yo moví los fósforos o no, ni imagino en dónde podrían estar... Busco por todos lados, pero estoy muy cansada, ya no puedo ni pensar.
Me rindo ante el descubrimiento que hice más temprano y enciendo la cocina usando mi dedo índice como si fuera un Magiclick. Es muy fácil perderme ante la visión de la pequeña llama roja y amarilla que envuelve mi última falange. ¡Es fascinante! Pero debo detenerme, no quiero que los demás descubran lo que puedo hacer por ahora, no quiero que continúen realizando preguntas cuando aún yo sé cómo pasó el don hacia mí ni cómo controlarlo.
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