El Marinero y la Sirena 2
Las costas vascas se calmaron desde aquel fatídico día en que un marinero astuto intentó engañar a una sirena. El hombre salió en busca de su amada, surcando los mares en su bote pesquero, y las mujeres ilusas de la tierra ya no tenían de qué quejarse. Las sirenas no volvieron a aparecer por la playa ni por tierra firme, arrastrando con ellas a los peces, que las siguieron a las profundidades.
La Itsaslaminak que provocó estos desastres se sentía devastada luego de tantos años de confinamiento submarino. Su comunidad la culpaba por obligarlos a permanecer aislados y no poder acercarse a la superficie a ayudar a los humanos, algo que solían disfrutar. El castigo impuesto a los hombres por la orgullosa sirena, debido a su miedo de volver a verse amenazada por la esclavitud, trajo infelicidad a todas las criaturas marinas. Estos se quejaban de morirse de aburrimiento. Sus colores, antes vivos, se apagaron de a poco por la falta de contacto con los rayos solares y las propiedades de la arena de la costa.
La sirena se sentía triste y no podía compartirlo con sus hermanas porque la despreciaban. Quiso emerger una vez más para buscar contentamiento en algún hombre, pero se detuvo al contemplar la posibilidad de ser cazada en venganza por sus acciones. Entonces recordó al único hombre que sabía que nunca le haría daño, pues un encantamiento le hacía creer que la amaba y deseaba y, si la maldición se levantaba, podría volver a hechizarlo cuantas veces quisiera.
Salió entonces a la superficie y halló la embarcación del marinero mujeriego. Lo encontró solo, como suponía, retorciéndose en su pena. Subió al bote. Hizo desaparecer su cola para dar lugar a dos piernas similares a las humanas, y se acercó a su víctima.
El marinero, ni bien la vio, se asió a ella, la besó con pasión y sus manos se enterraron en su piel; la desesperación lo consumía.
—Levanta mi ánimo con palabras dulces —pidió la Lamia.
Pero el marinero no respondió, mas se la quedó mirando fijamente, no había vida en sus ojos.
La sirena se dio cuenta de que el marinero estaba vacío. Su alma era negra por perseguir una causa perdida durante tantos años sin hacer nada más, y la luz de sus ojos se apagó al fin. La fuerza se había escapado de su cuerpo por buscándola a ella, creyendo que estaba enamorado. Durante décadas no hizo nada de provecho, nada de su agrado, no disfrutó de los placeres de la vida y comía sólo para sobrevivir un día más. Su piel quedó pegada a los huesos, sus canas cubrieron sus cabellos, y la barba le cubrió el rostro. Poco quedaba del hombre al que ella maldijo con toda su furia.
El marinero, fuera de sí, volvió a su acto apasionado, sin notar que la sirena comenzó a llorar.
—¡Detente! —le ordenó ella— Y llora conmigo, pues estoy conmovida con el daño que te he hecho.
Las lágrimas corrían por las mejillas del marinero, pero permanecía templado.
—¡Lo siento mucho! —se disculpó— Lamento haberme entrometido con la voluntad de los hombres. No es así cómo se pagan los errores. Tu deseo ya no estará más atado a mí, eres libre de mi maldición.
El marinero se alejó desconsolado, lloraba en un rincón sujetado de sus piernas. ¡Tantos años perdidos, no los recuperaría jamás! Ahora que recobraba sus emociones, se sentía hueco.
La sirena le entregó su peine de oro, el amuleto que protegía su vida, el cual sacó de entre sus cabellos, y le prometió hacer lo posible para enmendar su acto de injusticia.
El marinero sólo pidió una cosa:
—Quiero que me quites esta pena. Quiero ser feliz.
A lo que la sirena respondió, sonriendo:
—En una bahía escondida y desolada, vive una mujer con sus tres hijos. Hace varios días que no tienen comida y están hambrientos. Si vas hoy y le das de comer, ella te dirá lo que debes hacer para encontrar la felicidad.
—¿Y qué pasa si no funciona? —quiso saber el marinero.
La sirena le hizo guardar el amuleto y se fue sonriente, se zambulló y se sumergió hasta perderse en el inmenso mar.
* * *
El marinero llegó hasta el lugar indicado con una red llena de peces y un pan que compró en un mercado lejano. Al no ser atendido luego de golpear repetidas veces la puerta, entró sin ser invitado para encontrar a una mujer y a tres niños abrazados y llorando al calor de las brazas. Él les ofreció la comida y los niños gritaron de alegría con las pocas energías que les quedaban. La mujer lo invitó a quedarse y comieron todos juntos, mientras contaban historias sobre criaturas mágicas marinas a pedido de los pequeños. Al terminar, el marinero salió a tomar aire, aún no quería incomodar con la pregunta que le llevó a ese lugar.
La mujer hizo dormir a los niños y luego salió para hacerle compañía al hombre que salvó sus vidas y a demostrarle su agradecimiento.
La sirena los observaba desde lejos, solamente sus ojos sobresalían del agua.
—Escuché que había una familia que no tenía qué comer y vine a ayudar —dijo él.
—Los peces ya no vienen a la orilla y no tenemos un bote para pescar en las profundidades —explicó la mujer—, y no puedo dejar solos a mis niños para ir al pueblo porque han estado enfermos.
El marinero reflexionó sobre su problema y lo relacionó con los de la mujer, luego comentó:
—Debe ser difícil ser madre soltera en este lugar tan aislado.
—No siempre fui madre ni hace mucho que vivo aquí. Una Lamia de Mar me trajo a este lugar luego de salvarme de un naufragio, y estos niños aparecieron de la playa poco después.
—¿Renunciaste a tu vida para hacerte cargo de ellos? —quiso saber el hombre.
—Mi padre siempre decía que el secreto de la felicidad era ayudar a otros —contestó la mujer—. Y yo he sido muy feliz en esta pequeña casa, criando a estos niños, aunque no tenga recursos para cuidarlos mejor.
La mujer se fue ante el llamado de uno de sus hijos adoptivos y dejó al marinero solo, pensando en lo que acababa de oír. Él tenía un medio para pescar y nada por lo que retornar a su hogar, pues su familia y su fama ya no existían; entrado en canas ya nadie le daría trabajo, pero dentro suyo despertaba un fuego que devolvía a la vida a su viejo corazón. No estaba tan achacado como para ayudar a esta familia y le agradaron las sonrisas de los niños cuando le agradecieron la ayuda prestada. A esa edad, todos sus amigos tendrían mujer e hijos para cuidar, pero él, por andar de Don Juan, nunca pretendió tales metas. Ahora que no poseía ni hermosura ni su galantería sólo le restaba su infelicidad. Quería ayudar a esas personas sólo para sentir ese calor en su pecho una vez más, y decidió quedarse allí. Y, puesto que ya no le interesaban los objetivos de antaño, se acercó a la orilla del mar y arrojó lejos el peine de oro. Luego dio media vuelta y entró a la casa para pedirle a la familia que lo aceptasen como un miembro más.
La sirena atrapó el talismán en el aire y regresó a su hogar feliz porque recordó que lo más satisfacía a una Lamia de las costas vascas era ayudar a la gente. Ni bien hubo llegado, comunicó a toda su comunidad que liberó a los humanos de su maldición, y de inmediato las criaturas marinas volvieron a nadar en todas las costas.
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