21 de Enero


Eugenia estaba sentada en el sofá, agarrándose las rodillas con las manos. Meditaba. Su mirada parecía perdida, ya no le importaba lo que pasaba a su alrededor. No podía dejar de pensar en aquello. Estaba asustada; sus nervios carcomiéndola, sus manos temblaban. Reconocía que estaba cerca su fin. Iba a perder su libertad; iba a perder la única razón para vivir, y lo sabía.

Pensaba y reflexionaba: no podía seguir adelante con el plan. No podía escaparse, pues no llegaría muy lejos. Tampoco podía entregarse en manos del destino, esas manos que una vez abiertas parecía que le sonreían y la invitaban a disfrutar de la vida. Ahora esas manos estaban llenas de furia, con esposas y rejas la esperaba. Y no se había olvidado del insensible de Angelo, que sin importarle lo que estaba sufriendo, estaba decidido a irse con o sin ella.

Él bajó las escaleras. La miró fijamente. Ella no movía un músculo. El aire estaba tenso en la sala. Él miró hacia afuera, y le dijo:

—Espero que estés contenta. ¡Nos delataste! Ahora vendrán a buscarnos. Y ya sabes lo que nos harán.

A lo que ella respondió con ira:

—¿Y qué más podía hacer? No podemos seguir escapando, nos atraparán tarde o temprano. ¡Ya no quiero correr más!

En ese momento ella se paró y él se volvió hacia ella. Sus labios ya no eran rojos, eran blancos como la escarcha en los vidrios de aquella institución que habían robado a las tres de la madrugada. Sus rostros se encontraron, sus ojos vacilaron por un momento. Ese amor que antes los unía, ahora se aferraba fuertemente a la decepción y la repulsión que sentían el uno por el otro a causa de lo que habían hecho. Pero Ya. no había horror en sus rostros, cada vez más palidecentes, ni rabia, ni ira, ni odio, ni dolor.

Mientras estaban cara a cara, a punto de enfrentarse a las fuerzas del destino, él le dijo:

—Mirá, nada borrará lo que has hecho y nadie creerá que yo te obligué. Puede que ya no quieras hacerlo más, pero nadie te tratará diferente porque te hayas arrepentido.

El sonido de las sirenas se hacía cada vez más agudo, tanto que penetraba en sus cerebros como un aguijón, y en sus corazones como estaca. Ya no les quedaba tiempo. Y de repente, como si el mundo hubiera dejado de girar, ella se perdió en sus ojos, que le atravesaban el alma, y en esas manos que sostenían su frágil cuerpo. Ya no podía pensar. Ya no podía respirar. Y como un mosquito que directo hacia la luz va, cayó en la trampa y se dejó llevar por la voz de la tentación. Dijo: —Voy contigo —.

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