Sonrisa
La vi al borde del edificio y casi muero. Mi vecina, de la que he estado enamorado desde jardín de infantes, estaba parada en la cornisa.
Motivos no le faltaban: hacía poco había perdido a toda su familia en un accidente automovilístico. Y justo ayer me enteré de que el banco le iba a quitar el único hogar que conoció.
Me acerqué despacio, no quería asustarla y que saltara por mi culpa.
—¿En verdad lo harás? —le pregunté.
Se giró y me miró con esos ojos que me han quitado el sueño desde que tengo uso de razón. El cabello se le agitaba por el viento y se le pegaba en las mejillas, surcadas de lágrimas.
En ese momento quise abrazarla y secar su rostro con mis labios. Pero no podía; ella apenas sabía que yo existía...
—No lo hagas, por favor —le supliqué.
Volvió a mirar a lo lejos, y me contestó:
—No sientas lástima por mí..., ni siquiera me conoces.
Sus palabras me calaron hondo. Sabía de sus tristezas, pero también, percibía sus tímidas sonrisas y el anhelante brillo de sus ojos al mirar al chico que le gustaba. Sabía de su corazón roto y de su amistad traicionada. Conocía cada palmo del parque donde paseaba y la escalera solitaria, donde solía sentarse a pensar.
Desde donde estaba pude percibir el aroma de su cabello, y una vez más quise tenerla entre mis brazos. Decirle que sí la conocía, que siempre había estado ahí, para ella, aunque nunca me hubiera atrevido a decírselo.
Inspiré profundamente y di un paso.
—¡No te acerques! —me gritó, y me quedé paralizado. Si llegara a saltar, me moriría con ella.
—Por favor, no lo hagas...—insistí—, hablemos; me llamo Santi...—le dije, invitándola a continuar la charla.
—Yo soy...
—Vero, lo sé —apenas esas palabras salieron de mi boca, me di cuenta de que me había delatado.
—¿Cómo sabes mi nombre? —inquirió, un tanto inquieta, mirándome por un momento.
—Bueno..., es una larga historia... ¡Pero si te bajas, te la cuento! —Fue lo único que se me ocurrió.
Se hizo un largo silencio durante el que mantuvo su vista perdida en el horizonte; la oí suspirar. Y entonces, sucedió lo inesperado: Vero se bajó de la cornisa y se secó las lágrimas con la manga. Al voltear hacia mí, pude ver que en su cara, se dibujaba una tenue sonrisa.
—Me atrapaste. La curiosidad es más fuerte que yo —me dijo.
—¡Genial! —No podía creerlo, había funcionado. Nunca había sido muy elocuente, pero esto era el colmo.
Creo que ella percibió mi incredulidad porque, haciéndome seña para que me sentara a su lado, en el piso de la terraza, me explicó:
—Me han pasado muchas cosas malas; creí que ya no tenía nada porqué vivir... Pero mientras exista alguien capaz de hacerme sonreír, no todo está perdido.
Ese día, fue el primer día, del resto de nuestra vida juntos.
***
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