Rencor
El viaje a la Argentina fue largo y penoso. Semanas viendo por la borda un horizonte que parecía inalcanzable. Los días de tormenta fueron realmente aterradores: los pasajeros no podían salir de la bodega y el aire viciado por el hedor de la muchedumbre hacinada, amenazaba con asfixiarlos.
Los inmigrantes que escapaban de la Italia en guerra, dejaban todo atrás, vendiendo hasta la última de sus pertenencias para poder costear el viaje. Estaban hambreados y a duras penas podían pagar un pasaje en la clase económica, con destino a la América, donde esperaban encontrar un futuro.
Así llegó Giovanni a Buenos Aires, dejando atrás no solo la guerra desoladora, sino también,
a aquella joven ingrata y al que se la había robado. Descendió con la marea de pasajeros que, tras tanto tiempo de encierro, buscaba el sol y el aire fresco, libre del olor a muerte, que se respiraba dentro del Luigia.
Fueron conducidos a un Hotel donde estarían alojados algunos días hasta que vinieran a buscarlos, para relocalizarlos en una colonia rural. Mientras esperaban, pudieron comer por lo que no habían comido en las semanas que duró el viaje.
Finalmente llegó el transporte que los llevaría a San Genaro, una colonia recién fundada y con todo por hacer, ubicada en Santa Fe. Les darían la tierra, sí, pero luego tendrían que hacerla florecer con el sudor de sus frentes. No iba a ser tarea fácil.
Giovanni subió con mucha ilusión al carro que lo conduciría durante días, por caminos pedregosos, hasta la finca que se volvería su hogar. Allí levantaría su casa y cuando sus campos dieran frutos, pediría la mano de alguna niña casadera de la colonia, y formaría su propia familia.
Ni bien llegaron al sitio, con ladrillos de adobe y paja, construyó su morada y empezó a labrar la tierra, dura y rocosa. Cuando el terreno estuvo listo, sembró el costal de semillas que le habían entregado, y esperó.
Varias lunas pasaron hasta que el trigo estuvo listo para ser cosechado. Giovanni, hinchado de orgullo, admiraba su sembradío y se regodeaba ante el trabajo bien hecho.
Desde que él llegara, habían arribado distintas tandas de inmigrantes, incluso algunos que eran de su mismo pueblo.
El día que empezaba a cosechar, llegó un nuevo grupo desde Italia. Giovanni estaba tan ocupado con la siega, que no prestó atención a la familia que se estaba instalando en la casa de al lado.
Al quinto día, terminó de levantar la cosecha, se sentó a la puerta de su rancho a descansar, después de tanto trabajo. A la jornada siguiente llevaría las gavillas de trigo al mercado. Todo el grano —menos algunos atados que servirían para resembrar—, sería vendido para financiar el año venidero.
En eso estaba pensando, cuando vio que alguien se acercaba. Supuso que se trataba del nuevo vecino, que venía a saludar. Giovanni sabía que en algún momento vendría, porque era la costumbre que los recién llegados saludaran a los que ya estaban instalados. Éste se había demorado cinco días en venir, por lo que tuvo tiempo de hacerse una idea de la clase de vecino que sería.
Se puso de pie y se aproximó a la tranquera. El sol del atardecer le daba en la cara, lo que le impedía ver al extraño que se acercaba, hasta que lo tuvo en frente y comprendió que su más terrible pesadilla se había vuelto realidad.
Allí estaba, parado del otro lado del alambrado, Giuseppe: su peor enemigo. Desde pequeño, en el pueblo donde ambos habían crecido, tuvo recelo de aquél. Y al crecer, su enemistad llegaría a su punto máximo al comprometerse su contrincante con Rosa, la joven que él pretendía y con la que soñaba casarse y formar una familia.
Apenas se hubo enterado del compromiso, Giovanni vendió todo y se embarcó para la Argentina, con la idea de dejar su pasado atrás y comenzar una nueva vida. Y ahora veía con verdadero horror cómo su pasado lo había alcanzado, y lo tendría frente a sus narices por el resto de sus días.
—¡Cómo le va vecino! Entiendo que somos del mismo pueblo. Es un gusto conocerlo al fin —saludó extendiendo la mano, el recién llegado.
Giovanni no se inmutó y se limitó a mirarlo con el rostro serio.
El otro, al ver que su mano no era aceptada, se quedó contrariado. Al momento, pareció ocurrírsele algo.
—Le pido que me disculpe por no haber venido antes. Espero que no se haya ofendido por eso. Es que mi esposa estaba de parto, y no he podido dejarla sola en esos momentos tan difíciles —explicó, esperando que su vecino se solidarizara con tal situación y aflojara el semblante, que tenía ceñudo.
Sin embargo, Giovanni pareció más enojado aún, al punto de que dio media vuelta y se marchó hacia su casa, dejando a Giuseppe plantado junto al alambrado, totalmente desconcertado. Éste pensó que quizá habría ido a buscar algo o a arreglar la casa, para luego invitarlo a pasar, pero se quedó ahí parado un rato y el otro nunca regresó.
Tras veinte minutos decidió que ya había esperado suficiente. Se volvió para su propiedad y le contó lo ocurrido a su esposa quien, sentada en la cama, aún convalecía.
—No me ha dirigido la palabra y no sé por qué; no me ha recibido el saludo... —le contó sumamente mortificado—. Sabiendo que venimos del mismo pueblo, esperaba otra clase de recibimiento del tal «Giovanni».
—No te alteres, esposo mío —lo tranquilizó su mujer, intuyendo de quién se trataba. —Si el hombre es maleducado, es su problema, no el tuyo —razonó sabiamente.
—Tienes toda la razón —aprobó el marido.
Rosa, reflexionó sobre lo afortunado de haberse desposado con Giuseppe y no con Giovanni, aquel joven extraño que la pretendía, pero que nunca había hecho nada para cortejarla y que, cuando ella se hubo comprometido, se marchó del pueblo, como si le guardara rencor.
***
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