La intrusión

Estaba nervioso, pero decidido. Acostado, miraba el techo sin poder dormir. Al día siguiente iba a entrar a la casa de los Fisher.

«Esa gente debe de ser muy rica», pensaba. «No es posible que las personas se vean tan felices, a menos que posean muchas cosas». Y los Fisher tenían siempre la sonrisa tatuada en el rostro.

Más temprano esa tarde, le había contado a su primo Tomy, su intención de irrumpir en la casona de la esquina, pero éste no se entusiasmó por la aventura como esperaba. Por el contrario, trató de desalentarlo. Cuando le preguntó por qué se comportaba así, su primo le dijo que algo no estaba bien con esa familia.

—Son tenebrosos —le había dicho, con la mirada ensombrecida.

«¡Qué miedoso!», pensó, rememorando la conversación con su primo, mientras giraba en su cama, tratando de encontrar una posición que le ayudara a conciliar el sueño. Luego recordó que alguna vez había sentido un escalofrío corriéndole por la espalda al cruzarse con la señora Fisher en la calle. Sacudiendo la cabeza, desechó las ideas que empezaban a formarse en su mente. Cerró los ojos. Mañana sería un gran día.

A la mañana siguiente se levantó tarde, como todos los sábados, para no generar sospechas.

Le anunció a su madre que saldría con sus amigos, algo que siempre hacía, por lo que parecía un plan normal de cualquier sábado. Pero al abandonar su vivienda, se dirigió directo a la casona de los Fisher.

Aunque sabía que allí vivía gente, la casa parecía deshabitada. Todas las ventanas estaban cerradas —no recordaba haberlas visto abiertas nunca—, y mostraba un marcado estado de abandono.

Ingresó al jardín de los Fisher metiéndose entre el seto y saliendo al otro lado todo arañado por las ramas, pero feliz de haber realizado la mitad del camino.

Ahora solo quedaba entrar a la casa por una pequeña ventila que se encontraba al ras del suelo. La abrió lentamente, porque chirriaba un poco, y fue introduciendo su cuerpo despacio, primero los pies, luego el torso y finalmente los hombros y la cabeza. Eufórico, se encontró de pie dentro del sótano, sonriéndole a la oscuridad.

De a poco fue adaptando la vista a la penumbra. El subsuelo suponía un solo ambiente muy grande, con dos columnas estructurales en el centro, que sostenían toda la casa. Empezó a avanzar lentamente por la habitación. Más allá del primer puntal, se veían un freezer contra la pared, junto a la única puerta. Más acá, un mesón muy sucio y destartalado, que completaba todo el mobiliario del lugar.

Se internó en la habitación, pisando suavemente para hacer el menor ruido posible. Al llegar junto al mesón percibió una mirada en su nuca.

Se dio vuelta y lo último que vio fue a la dueña de la casa saliendo de detrás de la columna.

La señora Fisher observó con los ojos inyectados y expresión de deleite, cómo la cabeza del muchacho rodaba al piso, separada del cuerpo de un solo golpe de hacha.

Al anochecer, su familia estaba muy preocupada porque no había regresado en toda la jornada. Llamaron a todos sus amigos y conocidos. Contactaron incluso con el director de la escuela y el entrenador de su equipo de fútbol. Nada. Nadie lo había visto ese día.

A la media noche no aguantaron más y llamaron a la policía.

Tomy sabía a dónde se había dirigido su primo. Pero no podía decirles a sus tíos, ni mucho menos a la autoridad, sobre su plan de ingresar furtivamente a la casona de la esquina para robarles un poco de "felicidad".

Siendo ya de madrugada, los agentes hicieron un rastrillaje por el barrio. Llamaron a la puerta de cada casa del vecindario, con resultado negativo.

Ningún vecino, incluido el señor Fisher, que atendió a la puerta en piyama y con cara somnolienta, había visto al jovencito desaparecido.

Tomy sugirió al comisario que entraran a revisar las viviendas, pero el policía le explicó que no había motivo para pensar que su primo pudiera estar realmente en alguna casa cercana. Solo buscaban información. Los vecinos no eran sospechosos, sino que seguían la pista de una fuga del hogar.

—A veces los adolescentes hacen cosas estúpidas, como irse de su casa —le dijo el comisario. Pero Tomy sabía que no era eso lo que había pasado.

Transcurrió todo el día siguiente sin que hubiera novedades. Sus tíos estaban sumidos en la desesperación. Apenas oscureció, salió tras los pasos de su primo.

Protegido por las sombras de la noche, se dirigió a la casona de la esquina. Trepó al seto que la rodeaba y se preguntó cómo había hecho su primo para pasar al otro lado sin que lo vieran, a plena luz del día. Pero luego pensó que quizá sí lo vieron y que por eso no regresó a su casa.

Se acercó a la ventila del sótano, que se encontraba entreabierta y asomó lentamente la cabeza.

Estaba completamente oscuro. Se quedó escuchando y no oyó nada. Así que sacó su cabeza y metió las piernas por la abertura, para deslizarse al interior y caer de pie.

Una vez adentro, trató de ver qué había alrededor, pero estaba muy oscuro. Empezó a caminar, despacio, arrastrando los pies suavemente para evitar tropezar con alguna cosa que hubiera en el suelo. Los brazos en el aire, tanteando la oscuridad para no chocar con algo.

Al otro lado de la habitación distinguió algo blanco, contra la pared. Se dirigió hacia allí. Al llegar comprobó que era un freezer. Lo abrió y tocó el interior. Estaba lleno hasta arriba de lo que parecían grandes trozos de carne congelada.

Metió la mano al bolsillo y sacó el celular. Prendió la pantalla y, al alumbrar el interior, dio un salto de espanto al encontrar la cabeza de su primo y el resto de su cuerpo allí dentro. Retrocedió un paso para tomar distancia de tan escabroso espectáculo. Al bajar la linterna, alcanzó a ver un par de piernas junto al freezer.

Se quedó petrificado. Lentamente empezó a subir el haz de luz hasta llegar al rostro de la señora Fisher, que parecía radiante de satisfacción, con una gran sonrisa malévola en el rostro, un hacha en las manos y su delantal de cocina manchado de sangre.

—¡Apaá! —llamó hacia sus espaldas la mujer—, ¡vamos a necesitar otro freezer!

***

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