La cruz ansada

Los escucho, ya vienen. Será mejor que tome mis cosas y me marche. Comenzaba a encariñarme con los habitantes de esta pintoresca villa. Pero debí imaginármelo: estoy condenado a repetir la historia.

Miro por el resquicio de la ventana y a lo lejos vislumbro el resplandor de una veintena de antorchas que se aproxima. Avanzan por la calle "De la vida", la vía principal. Es la horda de pueblerinos que ha salido en mi búsqueda. Los encabeza el párroco, quien vocifera términos que avergonzarían al mismo Lucifer.

Tomo mi morral y guardo en él mi poncho; hace frío afuera, pero mientras me mantenga corriendo, no lo necesitaré.

Además, podría causarme problemas al enredarse en alguna rama mientras huyo por el monte. No, definitivamente no me lo pondré.

Aferro la cadena que rodea mi cuello y observo el amuleto hexagonal que cuelga de ella. Una filigrana de oro adorna su arista inferior. En el centro, una cruz ansada que ha sido mi protectora desde que tengo memoria. Estoy a punto de quitármela para guardarla en la bolsa, pero decido que estará más segura dentro de la camisa.

Ya no tengo nada más de valor que quiera llevarme. Doy una última mirada a la habitación que hasta hoy me acogía y la siento extraña, distante. Si en mi pecho latiera un corazón, en estos momentos se hallaría roto por la añoranza de los días pasados aquí.

Abro la puerta y salgo al salón. La dueña de la pensión duerme profundamente, se oyen sus ronquidos amortiguados provenientes de la habitación principal. El pasillo está en penumbra y ha perdido la alegría que luce normalmente durante el día, con su empapelado florido y cuadros al óleo de paisajes de la serranía.

Abandono la casa de la calle "De la muerte" por la puerta trasera. Salto la valla y me dirijo al monte que colinda con la propiedad. Escalo una cuesta y me interno entre los espinillos y chañares. Me vuelvo por última vez; avisto a la muchedumbre que ya ha llegado a la esquina de la calle principal con la de la pensión. Sonrío ante la ironía: toda mi larga existencia ha sido una encrucijada entre la vida y la muerte.

Por un tiempo creí haber dejado todo eso atrás. Me instalé en este pueblecito perdido en las sierras, y entablé amistad con los vecinos. Había llegado a apreciar su sencillez al punto de negarme a hacerles daño.

Sí, aunque no lo crean, desde que vivo en el pueblo no he probado sangre humana, mi principal alimento y fuerza de vida. En cambio, me he dedicado a cazar ganado cimarrón que habita libre en el monte, sin dueño aparente.

Lo que no me esperaba era atraer a los cazadores de ovnis, que vieron en mis víctimas la obra de algún ser del espacio. Y el pueblo se llenó de turistas y cámaras del noticiero.

Así fue que tuve que conformarme con ingerir la sangre de animales de granja, principalmente gallinas, que los pobladores crían en sus patios. Pero esto llamó la atención de otra clase de cazador: el cazador del diablo.

Ayer me descubrió dentro de un gallinero. Lo oí llegar y detuve mi ataque justo a tiempo, si no, hubiera hallado una imagen desastrosa y sangrienta. En lugar de eso, me encontró observando mansamente a las gallinas empollar sus huevos y picotear los bichitos del suelo.

Lo saludé lo más normalmente que pude, debido a mi sed y el cura me miró con suspicacia. Pero fue hasta que su mirada se dirigió hacia mi cuello y regresó rápidamente hasta mis ojos, que supe que estaba perdido. Mi eterna protectora, la cruz ansada, me había delatado. El símbolo de vida eterna que me ha acompañado por siglos, fue para el párroco la señal que confirmó sus sospechas iniciales: el maligno estaba entre ellos.

Retrocedió con verdadero terror en el rostro y hasta que estuvo a cierta distancia fue que giró sobre sus talones y emprendió la huida al grito de «¡Chupacabras!»

De esta manera fue que terminaron mis días en el paraíso, como han terminado cientos de veces antes; tantas que ya he perdido la cuenta. Me volteo y me marcho hacia el exilio. Cruzaré las sierras hasta el siguiente poblado y me perderé entre las gentes. Puede que un día llame a tu puerta.

Solo te pido que me invites a entrar.

***

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