Una casa, un niño que salta (Borja Vargas)

Una casa. Un niño muerto, saltando y cantando por tu casa.

De día trotaba por los pasillos, empapado en el calor del sol que entraba, abundante, por los ventanales. Acababas de mudarte a la masía, la antigua residencia de un funcionario de la última época de la dinastía Qing. Aunque sabías que era demasiado grande para ti solo, te fascinó desde el principio y podías permitírtela. Habías limpiado a fondo sin ayuda de nadie, querías hacerlo así, pero la escoba nunca era suficiente porque más polvo parecía formarse detrás de cada salto del niño difunto.

Aparecía de pronto, brincando, feliz, juguetón, ligeramente hediondo. Sus mejillas tenían color. Se reía y te hacía sentir cierta alegría, una pequeña atracción por la muerte. Cuando se manifestaba escapabas al jardín, claro que te daba miedo, contemplabas la casa desde fuera y te sentías como si hubieras vivido allí antes. Por alguna razón, te recordaba a tu propia infancia, una infancia que imaginabas que no tuvo nada que ver con la de este espectro. Se suponía que había sido asesinado por su perro, un fibroso animal entrenado por su padre para matar ratones.

Mientras el niño estaba dentro y hacía suya tu casa, agarrabas el portón medio oxidado de la entrada como si fueras a caerte. Al otro lado de la ventana veías con intermitencia la cabeza del pequeño, que asomaba a cada salto, sus dientes de leche tan blancos que refulgían. Desaparecía por la ley de la gravedad y surgía de nuevo, sin poder contener la emisión de un canto rimado. Le gustaba mucho cantar, con su voz ligera y sin sombras.

Lo escuchabas y detrás de ti un camino de tierra, más de cien metros protegidos por cedros y ortigas hasta la siguiente puerta, la del muro que os separaba del mundo exterior. Tus tierras. Todo tuyo. El niño te pertenecía también. Como la nota que encontraste en su cuarto:

"La entrada al jardín se iluminó y llegó con un ramo de girasoles en las manos, hambriento y holgazán se comió una dona de chocolate y su animal favorito era el unicornio, nunca nada más pequeño."

Por las noches estabas inquieto pero no aterrado, porque el fantasma solo saltaba de día. De noche existiría o no, quién podría entenderlo, pero es seguro que no estaba en tu casa. Lograbas dormir.

Así que cada día lo oías hacia media mañana, su voz y los pies desplomándose contra la madera del segundo piso, te asustabas y huías. Observabas, él no te veía, su boca intermitente y escuchabas los chasquidos de su lengua y, cuando se iba, después de un tiempo para tranquilizarte y volver a aceptar la normalidad, te quedabas en una plazoleta asfaltada que te servía para practicar tu actividad favorita: dibujar efímeros caracteres de agua con tu pincel de un metro, en compañía de las melodías silbadas que inventabas al momento y que te permitían volver a sonreír. Te encantaba transcribir los poemas de animales antropomorfizados de Qin Zu con tu caligrafía de estilo de hierba, tan libre como pesada, como los movimientos de la aparición. Cuando dibujabas el último verso el primero ya se había evaporado y el niño había dejado de cantar y de agitar su cuerpo arriba y abajo, en el aire y en el suelo, a lo largo del pasillo principal de la segunda planta, arriba y abajo.

¿Habría algo que temer?

·

Llegó el primer domingo. Parecía haber pasado no una semana sino una eternidad desde la última vez que estuviste en el mundo exterior. Aprovecharías este día para desarmar las cajas que quedaban cerradas, colgar los pergaminos de leyendas felinas de tu maestro calígrafo y adecentar un poco el jardín ornamental, tan distinto a la naturaleza asalvajada del resto de la parcela.

El sol duro de mediodía quemaba la casa y el niño no se manifestaba aún. Echabas de menos tiritar escuchando su canto, te hacía sentir vivo. ¿Se habría roto su hechizo al instalarse alguien en su espacio, por primera vez después de su muerte?

Cansado de esperarlo, sorprendido de estar esperándolo y con mucho que hacer, te dirigiste hacia el jardín. Un estanque sucio pendiente del desembarco de carpas de varios colores que lo revivieran, una estructura seminatural de roca con una hornacina para los dioses de los antepasados y tres árboles plantados siguiendo un meticuloso, inútil patrón feng shui.

Había también una bancada de piedra invadida por cadáveres de insectos en la que, tras deshacerte de los pequeños cuerpos, te sentaste a pensar en algunos detalles de las habitaciones, y a echar ojeadas al interior, en busca del fantasma. La sombra del castaño más alto formaba una media luna sobre la charca.

El agua se agitó. El niño, que ya estaba alejándose de ti, había salido de la que creías su prisión para lanzar un guijarro y círculos concéntricos se expandían por la umbría del minúsculo lago. Como tus ensoñaciones no eran profundas, reaccionaste con rapidez y advertiste la dirección de su carrera. Parecía invitarte a jugar con él, a unirte al pegadizo estribillo de su canción. Le seguiste, sorprendido de tu temeridad pero sin poder evitarla.

El niño navegaba sin aterrizar el muro de la enorme construcción, siempre al límite de tu mirada. Lo veías con nitidez, aunque sin asimilar sus contornos. Hasta que comprendías los detalles de su figura y entonces, de golpe, pasaba a convertirse en una percepción borrosa, encaminada a la nada material. Y después volvías a verlo tan formado como tu robusto pincel, que acababa de robarte para tirarlo con mucha fuerza al lado opuesto de la plazoleta por la que corríais.

Su canción se volvió amarga y después cambió ciertos tonos altos por pequeños desgarros. La voz de un cachorro violento, aún por educar.

La puerta principal estaba abierta y la cruzó, al tiempo que apreciabas que la luz empezaba a virar al naranja. Se acercaba el atardecer, aunque sentías que solo habías pasado una o dos horas en el exterior. Te notaste cansado, como si hubieras corrido o saltado durante medio día. Entraste a por él, con él. El eco de su risa, ahora forzada, parecía haberse quedado colgando en el marco del portón.

Se apropió del salón y retozaba de aquí para allá, con una pasión que no parecía adecuada para su edad. Incómodo ante su impudicia, lo observabas desde el pasillo que daba a la estancia, ofendido por su existencia, como si fuera una versión pequeña de ti mismo más entusiasmada que tú por la mudanza. Sin intentar comunicarte, hiciste un movimiento para iniciar tu entrada en la sala y el niño, que había muerto un domingo como hoy, se detuvo. Apretó el apoyabrazos del sofá más grande y viejo, aún envuelto en un plástico que crujió con fuerza. La funda se agujereó, el espectro movió los ojos y te enfocó, se aseguró de haber establecido contacto y su brazo se desplazó hacia abajo, atravesando el sofá como si no estuviera allí. Como si fuera siete días atrás, cuando no había nada allí, cuando el espacio era solo suyo.

Negrísimos los iris, casi tanto como los tuyos a su edad. Apretó los dientes y escuchaste cómo chirriaba su mandíbula. La melodía que había cantado persistía ahora como una cacofonía reverberante, aunque apenas audible. Sus molares en formación produjeron un ruido que retumbó por las paredes y diste unos pasos atrás. El cuerpecito saltaba por la habitación como si esta no fuera más que un receptáculo de aire, sin muebles, sin nada físico más que él mismo. Dejaste de poder moverte y cruzó también a través de ti, en ese momento tus órganos internos burbujas vacías a punto de explotar. Tu corazón bombeando al ritmo nuevo marcado por la casa. Tu casa.

El niño subía por las escaleras, levantando más y más polvo de la alfombra recién cepillada, en un bote mal dado se tropezó y cayó dentro de la lana de cordero. Te acercaste, aterrorizado pero incapaz de comportarte como un cobarde, chocaste con el mismo escalón y te desmoronaste y tu barbilla sangró hasta parecer vaciada. Una muela rodó hacia abajo con gran estruendo y el niño te esperaba arriba.

Manos y pies te impulsaron hacia la estabilidad y tu cuerpo enhiesto arribó al segundo piso. El niño saltaba dentro y fuera de la que era su habitación, demasiado parecida a la que había sido tuya a su edad. Su garganta producía un elaborado rugido, la música más hostil, su mano había tomado un juguete puntiagudo que reflejaba las últimas luces del día. La mano que entraba y salía de la pared, a través de la pared.

Agarraste su muñeca, que estaba fría pero conservaba algo del calor del sol de la tarde, recién apagado. Apretaste con tanta fuerza que te dolió como si hubiera sido tu propio antebrazo, tus uñas rasgaron al niño, parecieron dejar una herida similar a una cicatriz que tenías en tu cuerpo, en el mismo lugar. Tus dedos ensangrentados se aflojaron y soltaron al espectro, que se revolvió y que intentó morderte, que no lo consiguió, que desapareció dentro de la casa, con la casa, con un chillido que jurarías haber emitido tú mismo hacía mucho tiempo.

Unos minutos pasaron. Estabas solo, mirando la marca en tu muñeca y tratando de recordar cómo te la hiciste, quizá a una edad como la que aparentaba el fantasma. La casa se sumía en la noche y los interruptores no traían la luz. Una especie de aullido permeaba con suavidad de lija el ambiente.

Mareado, apoyado precariamente en la pared, sentías el olor a viejo del alfombrado. Lo arañaste y su tacto de mopa te hizo temblar. Perdiste el equilibrio cuando el niño apareció, cayendo de su salto y te pateó, exhalando sílabas átonas por entre los huecos de sus encías. Su golpe como los golpes de tu padre. Apuntó hacia la buhardilla y se fue.

Subisteis juntos, tú aspirando el polvo a su espalda. Al llegar arriba dejó de saltar y empezó a llorar. Perdió toda seguridad. Era un llanto de puro terror, lágrimas que anticipaban su muerte inminente.

Entendiste que no podría llevarte con él y tu miedo, que no cesó pese al descenso de la amenaza, se convirtió en algo menos explicable.

Se elevó en el aire unos centímetros, como si unos músculos rocosos lo levantaran para castigarle. Mirasteis juntos, como si fuerais uno, el espejo, enmarcado en una obsidiana tan negra que se había hecho invisible en la oscuridad de la casa, en aquella noche de luna nueva. El niño lanzaba patadas para defender su vida años atrás extinguida, sus pies te alcanzaron y te tiraron al suelo, tus huesos hundidos en pelusa, doloridos por tanto tiempo abandonados en la humedad de aquel desván. El fantasma era fuerte pero no tanto como su padre. La cabeza del niño se rompió una y otra vez contra el cristal del espejo, reconstruido tras cada impacto. Murió y murió durante la madrugada, cada sucesiva escenificación del asesinato más real que la anterior.

Volvió el sol y la luz te mostró que el espejo había cesado de regenerarse y tenía la marca de la cabeza. Estaba partido por la esquina en la que tu frente impactó cuando acabó tu vida, cuando las zarpas de tu padre se quedaron con una parte de tu cabellera después de haber desgarrado tu muñeca, marcas de tu sangre fosilizada, la sangre que derramaste la misma mañana sin nubes en que tu padre lanzó tu cadáver a su perro, tu padre, siempre enfadado porque pasabas el día saltando y canturreando por sus terrenos.

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