Espejo (Sara Casanovas)
I
—Y se comió una dona de chocolate. —La frase escapó de la casa cuando abrió la puerta de la calle, seguida de una risa histriónica.
Asomó la cabeza en el interior del recibidor, las luces estaban apagadas a pesar de que la noche estaba cayendo.
—¿Greta?
No obtuvo más respuesta que el sonido del culebrón que emitía la televisión.
Entró en el recibidor y dejó las llaves sobre el mueble, prendió la luz. Todo parecía en orden, nada fuera de su lugar, pero, aún y así, sintió que algo no iba bien. Greta odiaba los culebrones, por eso que no hubiese cambiado de canal y estuviese viéndolo se le hacía inusual.
—¿Greta, estás ahí? —volvió a preguntar adentrándose en la casa de piedra—. Soy Luis. Cariño, ¿va todo bien?
Pero de nuevo no hubo respuesta alguna.
Se adentró en el enorme salón, estaba en perfecto orden, el mando a distancia permanecía inalterable sobre la mesita de café, lo tomó y apagó la televisión. Miró, una vez más, a su alrededor, en el sofá un gigantesco unicornio de peluche descansaba apoyado contra el respaldo. Sonrió al verlo, cuántas veces se había burlado de aquello cuando empezaron a salir, su animal favorito eran los unicornios y a él le parecía ridículo. Greta y los estúpidos unicornios, incluso tenía un pijama rosa con unicornios estampados por todos lados.
—¿Greta? —insistió. Con el televisor apagado el silencio abrumador le puso la piel de gallina—. Cielo, no tiene gracia. Ya te has reído suficiente del cobarde de tu marido, sal de una vez. —Pero ella no apareció y el silencio continuó.
»Cogeré a Grace Kelly y lo tiraré montaña abajo, no es broma —bufó agarrando el peluche por el cuerno—. Greta, en serio, no tiene maldita gracia.
Exhaló un suspiro exasperado soltando a Grace Kelly, el peluche. Dejó atrás el comedor para inspeccionar la cocina. Los platos estaban limpios y ordenados, al igual que el salón, no había nada fuera de sitio. Allí tampoco estaba.
Regresó sobre sus pasos, hasta la entrada, se detuvo unos segundos al pie de la escalera, esperando que de repente asomase por la barandilla riéndose, pero no apareció. La subió con cuidado, cada vez más nervioso, el silencio le pesaba como una losa y que los peldaños crujiesen no le ayudaba. No era normal, a pesar del grosor de las paredes de piedra, y de la calma del bosque, debería oírse algo, algún signo de vida.
El pasillo de la planta superior estaba en la más absoluta penumbra, buscó el interruptor y lo pulsó cuando sus dedos lo localizaron. La luz amarillenta iluminó un corredor igual de desierto que la planta baja. Las puertas estaban abiertas de par en par, así que fue avanzando poco a poco y encendiendo las luces a su paso. Las persianas de todas las habitaciones estaban bajadas, aunque las ventanas estaban abiertas, haciendo que el silencio reinante fuese aún más desconcertante.
Salió del último cuarto, ya sólo le quedaba el pequeño recodo del pasillo, allí donde estaba el cuarto de aseo. Tragó saliva, intentando calmarse, el corazón le latía a toda prisa.
—¿Greta? —preguntó, una vez más, con voz estrangulada por el miedo. Del recodo del pasillo no surgió sonido alguno.
Inspiró hondo y, llenándose de valor, giró la esquina. Entrecerró un poco los ojos enfocando la pequeña figura que allí había.
—¡Oh, joder! ¡Greta! —chilló.
Su espalda apoyada contra la pared, derrumbada como una muñeca de trapo, inerte, mirando hacia el interior del baño con el pelo cayendo desmadejado por su rostro. Se arrodilló junto a ella agarrando su rostro entre las manos, su piel estaba helada y sus ojos castaños muy abiertos, como los de una demente.
II
Había logrado llamar a la policía entre sollozos. Le habían llevado a la comisaría, tras certificar la muerte de su esposa. Estaba en una sala de interrogatorios, con un humeante vaso de plástico lleno de café con leche. El policía frente a él apartó la mirada de los papeles sobre la mesa y le encaró.
—Y dice usted ¿que vino aquí sola?
—Sí. Es... era escritora —pronunció por enésima vez desde que estaba allí—. Vivimos en la montaña, pero vio esa casa en internet y se enamoró de ella, dijo que era el sitio ideal para escribir. —Soltó un lamento enterrando el rostro entre las manos—. No tendría que haberla dejado venir sola, ya lo sé... mierda, Greta...
—¿Cuánto hace que vino?
—Quince días. Iba a estar aquí dos meses.
—¿Iba a estar ambos meses sola?
Miró al policía.
—Sí.
—Entonces ¿qué hace usted aquí?
—Greta me llamaba cada noche, antes de acostarse. Llevaba dos días sin hacerlo, la estuve llamando, pero no me cogió el teléfono ni una sola vez. Por eso he venido.
»La última vez que hablamos estaba extraña, decía que estaban pasando cosas raras en la casa.
—¿Qué tipo de cosas raras? —interrogó el agente.
Se encogió de hombros, tocó el vaso con los dedos, pero se quemó por lo que volvió a apartar la mano.
—No lo sé, no habló de nada en concreto. Sólo dijo que pasaban cosas raras.
—Señor Albuixech, ¿es consciente de lo sospechoso que suena eso?
—Pues es la verdad. Greta siempre ha tenido mucha imaginación, pensé que estar sola tanto tiempo le estaba pasando una mala jugada. Por cosas raras supuse que se refería a los ruidos de las casas viejas, no lo sé.
—¿Su esposa tomaba drogas?
Luís le miró pasmado.
—¿¡Qué!? ¡Claro que no!
—¿Podía estar teniendo una aventura?
—¡Por supuesto que no! —replicó más que ofendido.
El policía le miró intensamente, como analizando si decía o no la verdad.
—Le hemos buscado alojamiento para esta noche, mientras la científica acaba su examen de la casa.
»Manténgase localizable por su tenemos que hacerle más preguntas.
Luís sencillamente asintió.
III
Al final tardaron dos días en analizar la casa. Intentó encontrar alojamiento por la zona, pero era temporada alta y fue imposible, quedarse en aquella casa era lo último que deseaba.
Metió la llave en la cerradura y la giró. Todo estaba tranquilo, como cuando llegó, antes de encontrar a Greta muerta. Encendió la luz y se adentró en el salón. Se dejó caer en la silla frente al portátil apagado de ella. Observó la libreta, estaba abierta por una página a medio escribir con el bolígrafo de color lila cruzado sobre ella, la tomó entre las manos tragándose el nudo que se había formado en su garganta. La letra de Greta, redonda y clara, adornaba la hoja cuadriculada.
Greta tenía la costumbre de ir apuntando sus ideas en la libreta que siempre la acompañaba, por mucho que el portátil le permitiese escribir en documentos diferentes ella seguía prefiriendo el papel. Acarició la página como si fuese la piel de Greta e inspiró hondo. El pedazo de papel no retenía su calor y apenas albergaba un atisbo de su perfume, pero contenía parte de su inventiva. Buscándola a ella leyó las palabras allí escritas:
A menudo quería huir, dejarlo todo atrás y volver a empezar. Desaparecer. Alejarse de él, de sus sentimientos asfixiantes, emprender la aventura que necesitaba.
Encendió un cigarrillo y, sentada en el sofá, reflexionó sobre la posibilidad de marcharse de una vez por todas, de dejar de fantasear.
Él llegó con un ramo de girasoles en las manos y se lo ofreció, con una sonrisa estampada en sus labios. lo odiaba, porque cuando se plantaba delante de ella de aquella manera hacía que su convicción se esfumase.
Una serie de garabatos se apiñaban bajo aquellas palabras. Deslizó los dedos de nuevo por la hoja, notando la marca de presión de la punta del bolígrafo de algo más escrito. Pasó la página. La caligrafía de aquella hoja era más irregular.
—¿Por qué estabas tan nerviosa, Greta? —preguntó a la casa vacía, aun sabiendo que estaba solo y que ella ya no estaba.
Leyó:
Creo que ya puedo asegurar que no son imaginaciones mías. ¡Oh, Dios! Es peor saber que no son imaginaciones que creer, que estaba perdiendo la cordura.
La mancha del espejo. Ha vuelto a crecer. Cada día que pasa es más grande. Los trazos de pintalabios con los que ayer la delimité, hoy se han quedado pequeños, la mancha sobresale por todos los márgenes lo que descarta, claramente, que sea cosa de la perspectiva como creí el primer día.
Su forma también va cambiando. Hoy volveré a enmarcarla antes de acostarme...
Si me hubiese traído la cámara fotográfica o el cargador del móvil podría enseñárselo a Luís, él seguro que sabría qué hacer.
—¿Una mancha?
Luís frunció el ceño ¿cómo demonios podía una mancha crecer de un día para otro? Decidió continuar leyendo aquellos apuntes escritos con pulso tembloroso:
Le pregunté a la vecina, si sabía de dónde habían sacado el espejo los dueños, le dije que quería uno igual. Me miró como si estuviera chalada, así que insistí un poco más, hasta que me contestó que no debería querer un espejo como ese.
Me contó que era un espejo muy antiguo, y que en él estaba encerrado el espíritu de la primera dueña de la casa. Dijo que era una bruja, que a cualquiera que le preguntase en los pueblos vecinos me contarían lo mismo.
Al parecer, una muchacha llegó un día, de a saber dónde, y buscó dónde alojarse, pero en los pueblos aledaños, recelosos, le negaron asilo. La chica con una sonrisa desafiante les dijo que levantaría una casa en medio del bosque.
En el terreno más escarpado de toda la zona, pocos días después de la llegada de la joven, un cazador divisó la enorme casa de dos plantas.
El cazador, lleno de curiosidad, se acercó a la casa y llamó a la puerta, creyendo que, tal vez, se había equivocado de camino. La puerta se abrió, sin emitir sonido alguno, y del interior salió la muchacha que había solicitado asilo.
Asustado el cazador regresó al pueblo, reunió a todos los vecinos, y les contó lo que había visto. La más anciana de las habitantes afirmó que la joven era una bruja, ya que de ningún otro modo podría haber levantado casa alguna, sin ayuda, tan rápido y en aquel lugar concreto. Entre todos acordaron matarla, pero la anciana volvió a hablar y les convenció para encerrarla en un espejo.
Los vecinos cargaron con un gran espejo por el camino hasta el lugar donde la bruja había levantado su casa. La joven les abrió la puerta y al instante se vio rodeada. La anciana ordenó que le plantasen el espejo delante y empezó a debilitarse.
Sabiéndose perdida, la joven bruja juró venganza con las siguientes palabras: me llevaré la vida de todo aquel que conviva más de 3 días con este espejo.
Luís pasó la página, pero ya no había nada más escrito.
Miró su reloj de pulsera, casi era la una de la madrugada, más le valía acostarse si quería poder hacer todos los trámites por la mañana.
Subió a la planta de arriba, por un instante creyó ver a Greta en el suelo. Volvieron a invadirle las ganas de llorar, pero siguió adelante. Se plantó frente al espejo y lo miró con atención, en la parte inferior derecha había una mancha marronosa, estaba dañado por el paso de los años, ¿era aquello lo que había aterrorizado a Greta? Sintió ganas de reír, sólo ella podía temerle a un defecto en el espejo. Pasó el dedo por la mancha comprobando que no estaba en la superficie, sino dentro del espejo.
Tomó el pintalabios rojo y delineó el defecto. Greta había escrito que crecía, se sintió ridículo, pero esa era la mejor forma de comprobar que estaba equivocada, que todo había sido producto de su imaginación y la leyenda estúpida que le habían contado.
IV
Estaba atrapado en aquel lugar, hasta que la policía no le diera permiso para volver a su casa, no le quedaba más remedio que morar en el lugar en el que había perdido la vida su esposa.
Era la cuarta noche que pasaba allí y aún le inquietaba aquel extraño silencio, porque la casa era vieja, pero no se oía ningún crujido nocturno, ni los muebles protestaban por la humedad y los cambios de temperatura. El único ruido que se producía en aquella casa era el suave quejido de los escalones.
Los tres primeros días había pintado el contorno de la mancha del espejo, pero como ya suponía no había habido cambio alguno, todo había sido fruto de la desbordante imaginación de Greta.
Se lavó los dientes, agotado, sin prestarle atención al espejo. Y se metió en la cama.
Se despertó de pronto, con la sensación de que le faltaba el aire, como si alguien le hubiese tapado la cara con la almohada, pero no había nadie allí, tampoco tenía nada sobre la cara entorpeciéndole la respiración. Se frotó los ojos y encendió la luz de la mesilla de noche para mirar la hora, eran las dos de la mañana y todo seguía en calma.
Se levantó, orinaría antes de volver a intentar conciliar el sueño. La luz del fluorescente le cegó. Tras orinar se movió frente al espejo para lavarse las manos, vio la mancha, parpadeó un par de veces confuso, creyéndose presa del ensueño.
La miró otra vez con una punzada de miedo, la mancha era más grande que el día anterior, era una diferencia grande, imposible de ignorar. Rascó con las uñas la superficie reflectante produciendo un leve chirrido. Nada. Estaba por dentro, por más que rascase no podía tocarla.
«Eso no es nada normal» pensó, tomó el pintalabios y la delineó antes de volver a la cama, todavía cabía la posibilidad de que fuese un mala jugada de su adormecido cerebro.
Fue incapaz de conciliar el sueño, estaba aterrado y no le avergonzaba reconocerlo. Dando vueltas en la cama había tomado la decisión de marcharse, le daba absolutamente igual lo que dijese la policía, no pensaba pasar más tiempo allí, aquella casa le ponía los pelos de punta. Puso música, tan alta como pudo para acallar el silencio de aquella maldita casa, y se encerró en el baño.
Llenó el lavamanos de agua para afeitarse, mientras lo hacía miró la mancha en el espejo. Tal y como había escrito Greta, había crecido y cambiado su forma, casi parecía la silueta de una persona acercándose. No pensaba quedarse a comprobar cómo iba cambiando, esa era la última hora que iba a pasar allí.
Pasó la cuchilla cuidadosamente, rasurando la barba a su paso, dejando su piel desprovista de vello facial. Miró su reflejo, desviando de vez en cuando la vista a la mancha, que parecía observarle. Abrió el grifo y tomó el agua entre las manos para enjuagarse la cara.
Vio algo reflejado en el agua, algo que parecía un par de manos oscuras, se irguió bruscamente oteando a su alrededor. Allí no había nada, sólo él, el espejo y la música.
«Están pasando cosas raras» la voz de Greta resonó en su mente. Cosas raras. No podía estar más de acuerdo.
Volvió a revisar el espejo, la mancha seguía ahí, no parecía haber cambiado. Llenándose de valor, tomó agua de nuevo entre sus manos para acabar con los restos de la espuma de afeitar. La imagen de las dos manos reflejadas se dibujó en el agua otra vez. Luís no tuvo tiempo de volver a incorporarse, aquellas dos manos fantasmales se cerraron sobre sus hombros impidiéndole moverse.
Empezó a hiperventilar presa del miedo, «están pasando cosas raras» repitió la voz de Greta, ¿era esa una de las cosas raras de Greta? ¿era eso lo que la había matado?
Trató de moverse, de huir, de incorporarse, sin éxito. Giró el cuello, aquellas dos manos que le apresaban salían del espejo.
—¡¡So... socorro!! ¡Qué alguien me ayude! —chilló mientras forcejeaba.
Pero las manos se movieron rápidamente y le hundieron la cara en el agua del lavamanos. Luís batalló para librarse, intentando aguantar la respiración, luchando contra el instinto de supervivencia. Las manos provistas de una fuerza sobrehumana mantenían su cara sumergida, él chapoteaba, inútilmente, queriendo achicar el agua, pero el grifo seguía abierto.
Empezó a tragar agua, hasta a ahogarse. Las manos le empujaron con fuerza, haciendo que el cadáver del hombre retrocediese hasta reposar contra la puerta cerrada del cuarto de aseo.
Las manos regresaron al interior del espejo y, la mancha, regresó a su tamaño inicial a la espera de su próxima víctima.
Fin
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