En la carretera (Gabriela Cabezut)
El peor error de mi vida fue no hacerle caso a mis instintos. Tal vez, si lo hubiera hecho, no me encontraría a la mitad de la carretera, en lo que se podría considerar como una misión suicida.
Todo comenzó cuando Miguel me convenció de ir a Cuetzalan, un pueblito enclavado en la sierra de Puebla, México. Sus argumentos no eran fáciles de refutar. Me enamoró con las descripciones de las montañas, de una ciudad en donde la gente sigue las costumbres de siglos pasados, de los callejones pavimentados en lajas de piedra verde y el hecho de que los domingos se hacía trueque en la plaza principal. Sabía que las mujeres seguían vistiendo faldas y blusas bordadas de colores brillantes, mismas que vendían en el mercado artesanal.
Sonaba hermoso. Y estoy segura de que así hubiera sido si tan solo hubiéramos llegado.
Lo que comenzó como un fin de semana de ensueño, se convirtió en mi peor pesadilla.
Miguel no mentía. El paisaje en la carretera era espectacular. Sobre todo, cuando entramos a la zona montañosa. Me sentía transportada a la era de los dinosaurios, rodeada de árboles con hojas enormes que fácilmente podían cubrir medio automóvil.
Era hermoso, a pesar de la constante lluvia. El bosque se mezclaba con jungla, y la brisa que entraba por la ventana era excesivamente húmeda. Por lo que había leído era un lugar extremista: o hacía un calor de los mil demonios, o un frío impresionante que te calaba hasta los huesos.
Todo era alegría hasta que comenzó la niebla. Llegó de repente. Un segundo estábamos observando el hermoso paisaje, y al otro, no se veía nada. Ni los faros de los autos que venían al frente. Nada, absolutamente nada.
—Migue, ¿no crees que deberíamos parar?
—¿A la mitad de la carretera? ¿Y qué tal que alguien nos choca? No, Sol. No podemos parar aquí. —Negó con la cabeza.
Bajó la velocidad y prendió las luces intermitentes, pero siguió avanzando.
—Mierda, no veo nada —se quejó de repente.
Miró la pantalla de su celular. No tenía señal ni datos.
Mi corazón empezó a latir muy fuerte y traté de distraernos haciendo un poco de plática.
—¿Recuerdas el día que te apareciste en la puerta de mi casa por primera vez?
Miguel rio.
—¿Cómo olvidarlo? Creo que nunca en mi vida había hecho algo tan cursi.
Siempre sonreía al recordarlo. Sobre todo porque Miguel se avergonzaba tanto.
Nos conocimos en el primer semestre de la universidad. Tomábamos clase de lectura y redacción, y por casualidades de la vida, siempre nos sentábamos cerca. Hablábamos de vez en cuando, pero no pasaba de ahí. Hasta el día en que olvidé mi cartera en el salón, y Migue la llevó a mi casa.
Llegó con un ramo de girasoles en las manos, diciendo que las flores le recordaban a mí, y que eran tan hermosas como yo. Y a partir de ese momento, quedé prendada de él. Fue algo así como amor a...enésima vista.
—Lo que tenemos que hacer los hombres para llamar la atención de las mujeres —murmuró riendo antes de parar el coche en seco—. ¿Has visto eso?
—¿Qué? —pregunté asustada, mirando para todos lados, pero más hacia atrás. El hecho de que alguien nos pudiera chocar me daba mucho miedo. Y en una de esas, vi una luz a lo lejos.
—No parece un coche. Si bien recuerdo, había un camino marcado en Google Maps, ¿te acuerdas? —preguntó sin dejar de mirar la luz, como con miedo de que fuera a desaparecer.
No, la verdad es que no me acordaba, pero era más mi urgencia de mover el auto que otra cosa. Asentí con la cabeza.
—Bien, vamos a parar ahí, ¿va?
—Ok.
Con cuidado, avanzó hasta la luz, y poco a poco, la neblina fue cediendo hasta que divisamos una cabaña en medio de la nada. Estaba construida con troncos y no tenía nada más que una puerta y una lámpara encendida. Se me hizo un poco raro que no tuviera ni una sola ventana, pero realmente no teníamos otra opción.
O parábamos ahí o nos quedábamos en mitad de la carretera. Y todo era mejor que la carretera.
—Espera aquí —dijo antes de salir del auto.
—Obvio, no. Voy contigo —reclamé. Ni loca me quedaba sola en el coche.
Tocamos la puerta y una señora abrió. Tenía el pelo casi plateado, y estaba vestida completamente de negro, pero sus facciones eran un poco raras. La nariz y la quijada le sobresalían demasiado. Sonrió, y en vez de insipirarme confianza, me hizo dar un paso hacia atrás.
—¿Están perdidos? —preguntó.
—Algo así —contestó Migue, antes de darme la mano y jalarme hacia él—. No tenemos señal en el celular y no se puede ver nada allá afuera. ¿Le molesta si nos quedamos en su jardín hasta que pase la niebla?
La anciana frunció el ceño.
—¿Y quedarse afuera con este frío? —Sacudió la cabeza—. Tonterías. Deben pasar. He horneado pan esta tarde y en un momento les preparo una taza de café.
No pude dejar de mirar su boca mientras hablaba. Tenía unos dientes demasiado grandes, inclusive los llegué a ver afilados.
Entramos a su casa y nos invitó a sentarnos en la pequeña sala que tenía frente a la chimenea. El calor del fuego era reconfortante, pero aun así me sentía incómoda. No sabía por qué, pero había algo que no se sentía bien.
Lo achaqué a las estatuas sobre las repisas. Era obvio que su animal favorito era el unicornio, porque era lo único que adornaba el lugar, y en cantidades excesivas. Los había grandes y pequeños, pero todos blancos o negros. Sin embargo, se veían raros. No representaban al animal místico que siempre adoré de niña. Estos unicornios eran siniestros.
Tomé uno de la repisa y lo observé con mayor detenimiento. La estatua era horrible. De cerca, parecía que el animal tenía miles de cicatrices, como si lo hubieran quemado. Los ojos se veían hundidos y tenía colmillos que sobresalían de la boca. Dejé la deformidad en el estante y me acerqué a Miguel.
—¿Y si mejor nos vamos? —susurré tocando su mano.
—¿A dónde? —Negó con la cabeza dando un ligero apretón a mi mano.
La señora regresó con una canasta de pan dulce y la dejó en la mesa. Nos dio a cada uno una servilleta de tela.
—En un momento les traigo su café. Coman, y les prometo que se van a relajar y se les va a olvidar todo. Lo horneé yo misma con la receta de mi bisabuela.
Le dimos las gracias y un momento después, la anciana regresó con dos tazas humeantes y nos dio una a cada uno.
Mi novio le sopló a su café antes de probarlo, se asomó a la canasta de pan dulce y se comió una dona de chocolate en dos bocados.
Yo no tenía hambre. Mi corazón se sentía pesado y mi estómago revuelto. Algo no andaba bien.
—Vamos, Sol, toma tu café. Te vas a relajar —dijo la anciana mirándome fijamente.
Escuché a mi novio bostezar antes de suspirar sintiéndome derrotada. Tomé la taza de café en mis manos y la probé.
Sabía que esta gente podía tomarse muy a pecho si no comías sus alimentos. Es como la regla implícita de todos los pueblitos en México, nunca desaires la comida.
El sabor era amargo, pero diferente al café. Cuetzalan es una zona cafetalera, y lo achaqué a que era un café de la región. Le di varios sorbos antes de quedarme completamente quieta.
<<Un momento. ¿En qué momento le dijimos nuestros nombres?>>.
Busqué a Miguel con la mirada, pero parecía que en lo que yo había tomado mi café, él se había acomodado en el sillón y ahora estaba profundamente dormido. Se me hizo bastante raro, porque no era de tomar siestas.
—¿Miguel? —Lo jalé del brazo para despertarlo, pero ni se inmutó.
Con un nudo en el estómago, lo volví a intentar.
—¡Miguel, despierta por favor! —Nada. Estaba completamente ido.
En ese momento, traté de levantarme, pero todo mi cuerpo se sentía demasiado pesado y los párpados se me cerraban. Sabía que no los iba a poder mantener abiertos por mucho tiempo.
Solté la taza de café y a lo lejos escuché cómo cayó al piso, pero ya no sentía nada en mis piernas. Ni siquiera el líquido caliente que se había derramado. Con un gran esfuerzo, volteé hacia la anciana, y un escalofrío me puso los pelos de punta.
En vez de la señora, había algo parecido a un monstruo. Tenía un hocico como de animal, y algo que le salía de la cabeza, algo...como un cuerno. La piel estaba llena de cicatrices, tal como una de las estatuas que nos rodeaban, con los dientes afilados y los ojos negros y hundidos. Eso es lo último que recuerdo.
Ahora deambulo por la carretera, tratando de avisar a todas las personas que pasan por aquí, que no sigan la luz blanca, que la niebla es solo una trampa, y que el monstruo que habita la cabaña, es un demonio. Si esa cosa los alcanza, jamás saldrán con vida.
Sé que los dormirá y despertarán sobre la mesa de su cocina, y se los empezará a comer vivos, hasta que pierdan el conocimiento. Y como trofeo, les cortará la cabeza y la pondrá en una habitación especial, donde guarda los cientos de cráneos de las personas que ha matado. Es como su colección. Hay tantos como las estatuas en su sala.
Yo pude escapar porque me prometí que no podía permitir que el demonio ganara. Alguien tenía que detenerlo y avisarle a los demás. Claro, el hecho de que tenga que cargar mi cabeza en la mano derecha, no me ayuda mucho en mi misión de proteger a los demás.
Sin embargo, de las pocas personas que me han visto en la carretera y que han huido despavoridas, solo la mitad ha sobrevivido a pesar de los choques o caídas en el barranco. Pero por lo menos, todos conservan su cabeza, y eso ya es ganancia para mí.
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