Cuerno de Cabra (Kaethe Seleori)
Capítulo 1: La caída hacia un lugar desconocido
Inri llevaba dos días atrapado en la mina cuando lo escuchó, el sonido constante y chispeante de gotas que caían contra la piedra y chocaban con un pequeño "plink".
En medio de su desesperación, giró en redondo e hizo todo lo que pudo para modular su respiración y poder guiarse por el sonido. En medio de la oscuridad, sus ojos eran completamente inútiles a todo lo que lo rodeaba. Y no importaba cuánto lo intentara, jamás se sentiría tranquilo así. No sin saber qué estaba más allá de su cuerpo, o quién lo observaba en medio de su soledad; porque si de algo estaba seguro Inri, es que alguien lo observaba en medio de las sombras.
Pero su angustia se vio opacada por la desesperación que una gota de agua representaba en ese momento. Giró su cabeza de derecha a izquierda para ubicar el origen del sonido, atento a los murmullos; lo que fueran no importaba si servía para encontrar el agua.
No podría ser una ilusión, su mente no podía ser tan convincente y cruel.
El sonido brotó de nuevo, pareciendo venir del centro mismo de la tierra. Agachó su cabeza rápidamente y un cascajo de piedra se hundió en la carne de su mejilla, provocando un corte que ardió pero no dolió. Tenía la piel tan entumecida que apenas y sentía algo.
La sangre se deslizó, se hizo camino por su piel y llegó a sus labios. Inri lamió desesperado, la sensación espesa fue fácilmente ignorada. El sonido de un nuevo "plink" lo obligó a moverse. La cueva no era más alta que su cintura, así que avanzó a gatas. Más sangre manó de las nuevas heridas en sus manos y rodillas; a Inri no le importó lamer en el proceso, sintiéndose estúpido por no haber considerado aquella opción antes. Habría evitado un poco de su sufrimiento con la sangre.
La sangre era un líquido. La sangre era buena. La sangre sabía más deliciosa con cada lamida que hacía.
Descendió más en la cueva, el aire pareció atorarse en sus pulmones y provocó que un nudo se formara en su garganta. Casi al final del tramo ya no respiraba, pero no importaba, nada importaba porque el sonido del "Plink" se había sumado al olor dulce de algo, algo que no conocía pero apostaba que era comida.
Comida. Comida, ¿hace cuánto que no comía algo que oliera tan delicioso? Lo único que aunaba en las cocinas del cuartel eran sopas de harina amarilla hervidas con viseras de pollo. No es que los soldados se quejaran mientras no los mataran de hambre como cuando iban a una nueva batalla, pero el caso es que eso olía tan distinto. Como la más dulce de las cosas que hubiera probado alguna vez, lejos muy lejos de los olores que nacieron de las tripas de sus compañeros cuando fueron fusilados por...
Y la luz de pronto comenzó a aparecer. Comenzó a serpentear en pequeñas ondas sin sentido en las paredes de la pequeña cueva que ahora atoraba sus hombros y le impedía avanzar. Un movimiento brusco hizo que algo sonara como un leve "crack" y la cueva retumbó y tembló por sus gritos. Pero no le importó, siguió avanzando. Era hora de que las pequeñas ondas serpenteantes se convirtieran en chispas de luz atrapadas por fragmentos dorados, y azules, y rojos, y verdes que no alumbraban nada, pero llegaban a sus ojos. Sus ojos veían, sus ojos veían luces aunque no veían sus manos, ni la sangre, ni tampoco la ropa militar cargada de carbón y mierda.
Un hueco, otro crack en su mano que hizo que su cuerpo se tropezara hacia adelante y cayera en el hoyo que antes no estaba allí. Más temblores, más gritos y ecos diabólicos; era mejor que el silencio, el silencio que lo había envuelto cuando hundió la bayoneta del fúsil en la carne y el hueso de...
Aterrizó con un gran estruendo, las piedras y el polvo lo rodearon e hicieron figuras en el aire. Y él podía ver las motitas pero no podía levantarse. No consiguió ni siquiera alzar un poco la cabeza porque su cuello estaba roto, había hecho "crack" al caer.
Pero sus ojos veían, y sus ojos lloraron por lo que veían porque era hermoso a su manera; totalmente inalcanzable.
Había una mujer con polleras, y cueros, y mantas sentada delante de él. La tela parecía florecer a su alrededor y envolver su cuerpo como el mar que yace alrededor de una isla. La joven estaba de espaldas y tenía montones de comida a su alrededor.
Y su cabeza y cintura giraron en 180° cuando él alzó la vista. Los ojos eran blancos, sin iris. Había líneas negras que manaban de sus ojos y parecían lágrimas secas de petróleo. El rostro era juvenil, pero estaba marchito y seco. Era la cosa más horrible que hubiera visto en su vida.
Y se comió una dona de chocolate frente a sus ojos.
Capítulo 2: La promesa de amor que inicia una historia
Inri había desaparecido de la faz de la Tierra hacía más de un año. Inri ya no figuraba en las listas de soldados que se mataban entre sí en la guerra. Inri era sólo un nombre más entre los muchos difuntos que llenaban los cementerios. Y había vuelto a la cueva.
Había vuelto porque tenía regalos para ella, para la cosa más horrible que sus ojos hubieran visto. Volvía para cumplir la promesa que había jurado y que no podía romper.
Se internó de nuevo en la cueva, la boca de mina que era custodiada por un monumento al que siempre le hacían sacrificios para que cuidara a los mineros de sus desgracias. Había huesos humanos y animales, hojas de coca y licor regados a su alrededor. Su cuello estaba rodeado por serpentinas y sus cuernos relucían por el fuego de una vela. Tenía el cuerpo rojo y los ojos negros, y su sonrisa pareció extenderse al verlo ingresar.
Inri se detuvo en el la entrada del hoyo porque sentía el extraño aire que fluía de éste, se descargó el bulto que llevaba en la espalda y que resguardaba el regalo para ella. Para la criatura que residía en la profundidad de la tierra y que parecía sufrir en silencio porque su padre no llegaba y probablemente nunca llegaría.
Tiró el bulto que, después de un gran silencio, cayó en la tierra que otrora tiempo había recibido a su cuerpo. Él, por otro lado, descendió escalando sin importarle el líquido que se borboteaba en sus manos en cada deslizar y toque contra la piedra. El saco de tela y su ropa lucían del mismo color también.
Aterrizó con un salto casi agraciado, la luz que hace tanto había visto brillar en las paredes de esa cueva seguía allí, tan etérea y extraña como la recordaba de sus inicios allí, cuando no solamente tenía el cuello roto, sino que toda la mente y el cuerpo. No había sido más que un muñeco inservible que se había aferrado a la vida de forma desesperada.
Y ella lo había curado. La criatura que no tenía lógica alguna de ser pero si de existir.
Inri se arrodilló frente a ella, añoraba perderse otra vez en la paz que emanaba de la nada blanca de sus ojos. Ella era física y terrenalmente ciega, pero podía ver.
—Te traje un regalo —le dijo mirándola directo a los ojos. Los colores que brillaban en las piedras preciosas cambiaron a una tonalidad azul.
Inri llevaba un ramo de flores en las manos, y una declaración de amor filial en el saco de tela manchado de un color que lucía azul, pero cuyo color era más parecido al rubí.
Ella ladeó la cabeza en un ángulo extraño, parecía que los tendones no tenían razón para quedarse quietos y pegados a los músculos de su cráneo. Le ofreció una sonrisa estirada, labios aplanados y tirantes a los costados.
El sacó la cabeza de uno de los comandantes de su antiguo batallón. El rictus de horror estaba petrificado y despedía un olor a canela y azufre, porque Inri había procurado limpiarlo y quemarlo con incienso perfumado antes de que diera su último suspiro.
La cabeza tenía un detalle extra muy característico, el cuerno de una cabra estaba incrustado en su frente. Después de todo, él sabía que su animal favorito era el unicornio.
—Aún conserva su brillo de vida —susurró ella mientras con sus manos oscuras y secas palpaba la arrugada piel de la cabeza decapitada.
—Lo hice ayer, y tengo toda una colección con distintos colores y tamaños que puedo mostrarte. Te los daré todos. Haré una en cada noche donde la luna se vuelva roja por la sangre de las brujas. Todo lo que quieras, yo lo cumpliré, sólo si me dejas quedarme contigo.
Inri quería quedarse por amor, porque no la amaba en el sentido sucio que hacían los humanos; él ya no era humano.
La amaba con todas las fuerzas de su existencia, con cada latido e hilo que lo ataba a la Tierra. La amaba porque lo había salvado cuando nunca había tenido necesidad de hacerlo. Y quería quedarse a su lado por siempre.
—A mí me gustas, y si a mí me gustas a mi padre también —susurró ella con un suspiro mientras estrechaba en sus manos la imitación de unicornio—. ¿Puede quedarse, padre?
Un par de manos callosas se cerraron en torno a su cuello y apretaron, presionaron hasta que los ojos de Inri se tornaron blancos como los de ella. Cada parte de su alma ardió hasta que estuvo unida y atada con una cadena hacia la vida de la criatura frente a sus ojos.
Ya no necesitaba respirar, o ver, o siquiera sentir. La presencia de todos ellos estaba conectada por algo más que la física y el tiempo.
—Sólo si cumple su promesa y trae todos los años tus regalos. Yo quiero verte contenta —respondió una voz que hizo temblar algo más que la tierra. El color de su piel era como el líquido que alguna vez inundó las manos de Inri.
—Gracias, papá.
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