Mientras tanto, en Madrid (II)

El calor madrileño sin duda se hacía sentir en cada tramo de la autovía del este y los conductores de los vehículos que circulaban con precaución cuidándose los unos a los otros sabían que aquel verano prometía ser aún peor. Todas las calefacciones estaban encendidas casi al máximo pues solo de esa forma podían soportar las horas de lento avance en aquellos autos que con solo unos minutos bajo aquel sol podían convertirse en verdaderos hornos.
A su alrededor el paisaje era de pasto seco y árboles achicharrados que daban la impresión, como en cada verano, que aquella sería su última estación. Las pocas casas y edificios de los alrededores no mostraban mucho movimiento y dado lo angosto de aquel carril por el que circulaban los conductores no podían darse el lujo de perder la vista en el paisaje que los rodeaba. De haberlo hecho sin embargo la sensación amarga del calor inclemente sobre la tierra no se habría hecho esperar.
De repente, dos vehículos que venía delante se detuvieron con brusquedad, dejando las líneas oscuras de sus frenos sobre el asfalto. Poco a poco los que venían detrás fueron frenando, algunos con mejor suerte que otros, y en cuestión de minutos y un par de pequeños choques después, toda aquella columna de vehículos que antes avanzaba por el tramo que se conocía como autopista número doce, se hallaba detenida. 
Ninguno había visto el motivo de aquella repentina detención, y rápidamente comenzaron a especular desde sus asientos e intentando ver más adelante, que podía tratarse de un accidente o quizá algo peor. Ninguno pudo responder con total certeza aquella duda, pero todos estaban seguros de lo mismo.
Algo había sucedido.

—¡Eh, cuidado!—
El muchacho abrió los ojos justo a tiempo para esquivar el vehículo que se dirigía a toda velocidad hacia él. Tropezando logró lanzarse hacia un costado y caer de rodillas contra el asfalto caliente. Tuvo la suerte de que el conductor de un segundo vehículo, una camioneta de doble cabina, estaba atento y frenó de improviso produciendo un sonido chirriante. Marcel Durant, así se llamaba. Aquel día había olvidado llevar a sus hijos a la escuela y antes de salir se planteó subirlos a la camioneta y salir a toda velocidad. Afortunadamente con abrazos y caras de inocentes lograron convencerlo de que por ese día los dejara quedarse en casa. De haber ido solo un poco más rápido, la muerte del peatón que de repente había apareció frente a sus ojos hubiera sido segura.
Había sido sin embargo rápido en pisar el freno, y el parachoques de aquella camioneta se detuvo a poco más de diez centímetros del rostro del joven. Este se incorporó con esfuerzo, tambaleándose y apoyándose en la camioneta. Por un segundo se imaginó sentir el golpe demoledor fruto del impacto contra alguno de aquellos veloces autos y un estremecimiento le recorrió todo el cuerpo, como si surgiera del interior de sus huesos. 
Giró la cabeza hacia todas partes, seguido por la atónita mirada del conductor de la camioneta que estaba pálido y sujetaba el volante con ambas manos.
La luz del sol le indicó que era de día, quizá media tarde pero toda otra información se le escapaba fruto de la confusión que sentía.
No hubieron un tercer o un cuarto vehículo que esquivar puesto que con el movimiento inmediato de los dos primeros, todos los autos, camiones y camionetas que transitaban por la autopista se detuvieron, algunos derrapando y otros con un poco más de tiempo para frenar.
No todos supieron lo que sucedía y esto ayudó a que fueran más precavidos, en lo que a ellos concernía, podía tratarse de un accidente de tránsito o hasta un ataque terrorista, en la Madrid de esos años cualquier cosa podría suceder. Por si acaso no se bajaron de sus vehículos.
Los insultos, gritos y preguntas no tardaron en surgir de aquellos conductores que no entendían lo que pasaba, sin embargo el sonido de las bocinas se imponía por sobre el murmullo general y el hombre no se detuvo a esperar que alguien más reaccionara. Comenzó a moverse, primero caminando inseguro, y luego ya con mayor firmeza, entre los vehículos detenidos. Veía el cielo celeste sobre su cabeza al mismo tiempo que sentía el frió del ambiente sobre su cuerpo desnudo. Sus sentidos parecían estar funcionando de una forma anormal, prestando atención a todos los elementos del paisaje sin centrarse en ninguno en específico.
La desorientación era total. No sabía hacia dónde se dirigía ni dónde estaba exactamente, pero estaba seguro de que quedarse allí sería un grave error. Tenía que salir de la calle antes de que los vehículos se pusieran en marcha. "Algo ha pasado, algo ha pasado" pensaba sin parar.
—Mierda —musitó, sin saber porqué. No podía recordar nada del día anterior y sentía un tremendo dolor en la sien. Sus recuerdos le parecían como los cristales de un espejo destrozado devolviéndole imágenes incomprensibles. Veía agua, una playa, algo que creía era un árbol y...
—Artuá —llamó una voz femenina. Le pareció cercana y conocida por lo que no pudo evitar girarse hacia ella.
—Oh mi pobre Artuá, por fin te encuentro —dijo una mujer sonriente. Se hallaba parada al lado de una gran camioneta negra parecida a las que utilizaban los periodistas, separada del hombre solo por un vehículo gris pequeño. De alguna manera su voz se imponía al constante sonido de las bocinas. La mujer extendió sus brazos hacia él en cuanto la miró, sin dejar de sonreír. Su cabello rubio ondeante y su vestido rojizo se le hicieron una combinación extraña en ese lugar, era una imagen que no se adecuaba a ese paisaje. <<Pero que hermosa>> pensó al verla.
—¿Quien...? —empezó a decir el hombre, pero se detuvo al ver a las dos figuras que descendían de la camioneta negra. Sus cuerpos enormes debían de medir unos dos metros y medio y estaban cubiertos por unas gabardinas azuladas que les llegaba hasta las suelas de los zapatos. Sobre sus cabezas llevaban sombreros oscuros de ala ancha, de esos que normalmente ya no se veían y las prendas que utilizaban cubrían sus brazos hasta taparles incluso las manos. A pesar de esto el joven pudo ver que tenían guantes de un color negro cuando el primero en descender sujetó a la mujer por el brazo y la subió hasta la camioneta. Aquellos hombres le hicieron retroceder un paso sin que se diera cuenta y al notarlo decidió dar otro, movido por la creciente repulsión que sentía hacia esas figuras. No, no era repulsión, le susurro una voz en su mente, era miedo.
—No huyas más Artua, tu camino solo te llevará donde no puedes estar. Olvida Artua, no mires más lejos— oyó que alcanzó a gritarle la mujer antes de que la metieran en la camioneta. Por algún motivo su voz le transmitió una sensación de pena muy grande, como si le acabasen de dar la noticia más trágica.
Aquellos hombres.... o mastodontes, ya se dirigía hacia él, cruzando con esfuerzo su enorme cuerpo por sobre el hueco entre los autos y el muchacho no se arriesgó a quedarse en el lugar para comprobar que buscaban. Sus piernas, pisando ahora con mayor seguridad, lo llevaron corriendo por la dirección contraria.

Dos policías que venían en uno de los coches no habían sido de los afortunados que al derrapar evitaron chocar algo, sino que por el contrario, se encontraban examinando la luz delantera que partieron al impactar el costado de un autobús cuando vislumbraron a aquel sujeto corriendo entre los autos. Tal vez no lo hubieran perseguido de no ser porque el tipo iba completamente desnudo, pues fuera de ese detalle, con su cabello castaño corto y piel extremadamente pálida no llamaba la atención. Tal vez la manera de caminar, como si hubiera fuego bajo sus pies, pero para dos policías acostumbrados a interactuar con todo tipo de adictos, eso no era nada nuevo. Uno de los agentes dio la alerta por la radio, mientras el otro profería la voz de alto y comenzaba a caminar rápidamente, circulando entre los coches detenidos, hacia el tipo que tropezaba y caía.
—¡Alto ahí! —gritó el agente al ver como su perseguidor se le escabullía por entre la multitud de vehículos. Su compañero se había sumado ya a la persecución y juntos corrían hacia el sospechoso. Solo por hacerlos correr en ese día que aparentaba ser tan tranquilo decidió que le daría alguna lección. Extrajo el arma eléctrica reglamentaria, y la puso en máximo voltaje.
¿Ahí? ¿Donde es ahí? pensaba el joven mientras corría por entre los vehículos. Algo no estaba bien, sabia eso, pero no sabia que era lo que no estaba... ¿en su lugar? ¿donde? El árbol, pensó de repente, el Árbol tenía algo malo. Algo malo había pasado, recordó.
Miró rápidamente hacia atrás, los hombres altos lo seguían y a ellos se le habían sumado dos más. Por su vestimenta estaba claro que eran policías pero eso no lo tranquilizó en lo más mínimo. Si tan solo pudiera recordar algo, cualquier cosa. ¿Acaso trabajaría juntos esos hombres? ¿Quién era aquella mujer y porque lo llamaba Artua? ¿Era ese su nombre? ¿Qué era... es, el Árbol?
—Sus frutas ya no son de vida —susurró a sí mismo sin percatarse.
Uno de los conductores estacionados, que tenía baja su ventanilla, lo escuchó al pasar por sobre las bocinas y silenció sus insultos de inmediato. Se quedó serio, callado, y por todo ese día no sonreiría ni siquiera una vez. Su mente había registrado la posible situación del Árbol y aunque no sabía a qué se refería, una angustia irrefrenable le asaltó desde lo más profundo de su ser.

El joven se volteó solo para comprobar si lo seguían y donde se hallaban. Le dolía mucho la cabeza y sentía la necesidad de cubrir su cuerpo desnudo de las miradas de todos. Era ridículo las cosas sobre las que podía preocuparse. Sin recuerdos, perseguido por una calle desconocida rodeado de peligrosos vehículos y le preocupaban sus partes íntimas.
—Joder, joder, joder —repetía frenético al comprobar que la calle llegaba a su fin. No pudo frenar del todo y chocó contra algo sólido y al concentrarse comprobó que era una baranda de cemento de casi un metro de alto, cruzada por anchos cilindros metálicos dispuestos de forma horizontal. De inmediato entendió que aquello no era una calle como cualquier otra, sino más bien una de esas autopistas que se construían las unas sobre las otras y que adornaban las afueras de Madrid como gigantescos cadáveres de cemento. Al asomarse por la baranda vio que debajo, además de haber dos calles más que se cruzaban y bullían repletas de vehículos solo quedaba el agua oscura y agitada de algún mar. Podían verse incluso por momentos pequeños barcos pesqueros que surcaban dichas aguas y se perdían tapados por las calles que impedían seguirlos con la mirada. <<Fin del camino>> pensó viendo que los policías estaban cada vez más cerca. Ambos llevaban las manos cuidadosamente cerca de las caderas y el joven entendió muy bien qué significaba eso. Los dos hombres de gabardina se habían perdido entre la multitud y ya no podía verlos.
El Árbol -pensó de repente- el Árbol está muriendo. Un fuerte dolor de cabeza le cruzó desde la sien izquierda y cayó sujetándose el cráneo con fuerza. Noto que la piel estaba más suave en la zona de su cabeza, como si estuviera tocando una cicatriz.
Entonces, mientras se preguntaba porqué, comenzó a llorar.

La cosa se complicó, pensaba el agente Martez mientras se acercaba al sospechoso, no sabia como alguien que parecía apenas poder caminar se movía tan rápido. El tipo había cruzado la calle en un santiamén para llegar hasta el otro extremo y ahora estaba parado, sin moverse, justo en la baranda del puente. Los miraba a ellos con frenesí y de repente se sujetaba la cabeza con las manos.
Al verle allí, desnudó, desesperado, Martes se preguntó cuál sería su historia. Ser policía lo había llevado a enfrentarse a los aspectos más irreconocibles y terribles, del comportamiento humano, y por su propia experiencia sabía que detrás de todo suceso siempre había algo que lo desencadenaba.
—Lo que faltaba, problemas en el tránsito por tipo drogado se transforma en suicida se lanza desde un puente —le comentó su colega, José Mirez, al llegar a su lado. Tenía razón, si el tipo llegaba a saltar, la cosa se pondría fea en verdad, pensó Martez mientras se acercaba preocupado al hombre desnudo.

Stefanía Solanas lo vio desde su asiento. El autobús escolar se había detenido por una llanta  pinchada. El chófer había mencionado que parecía estar atravesada por un clavo pero cuando dejó el objeto sobre el suelo del autobús Stefanía pensó que más bien aquello parecía una espina, una muy grande. La textura de la madera era inconfundible pero sobre todo ese olor, la frescura que solo la madera húmeda transmitía. O podrida, pensó Stefanía, también la madera podrida huele de esa manera. 
Los chicos se bajaron del autobús y se quedaron todos juntos mientras los vehículos pasaron lentamente a su lado. Stefanía no se preocupaba, tenía batería de sobra en su teléfono y canciones para escuchar por horas. El tema "El fantasma" de Árbol particularmente le resultaba agradable y lo busco en su carpeta de música. ¿Donde estará? Pensó al no encontrarlo. ¿Lo habría borrado por accidente? <<En fin, da igual>>. Le dio play a lo primero que encontró y se dejó llevar. Esperaba un mensaje de Tonni, confirmándole a que hora sería la salida de esa tarde, sin embargo, Tonni aún no había respondido.
Entonces fue que lo vio. Levantó la mirada y entrecerró los ojos para mirar con atención. Notaba el jaleo desde donde se encontraba pero no le había prestado mucha atención hasta ahora. Y allí estaba. Parecía un hombre, Stefanía se acomodó los lentes que afortunadamente se oscurecían al recibir la luz del sol y le permitían mirar sin que la luz la molestara. Si, era un hombre. Un hombre desnudo.
Stefanía pensó en desviar la mirada de inmediato, pero no podía, estaba subido a la baranda del puente y
—Va a saltar —dijo, pero nadie le prestó atención. Sin que ella se percatara, la canción que escuchaba se detuvo y el aparato comenzó a reproducir de inmediato la siguiente en su lista. De Árbol, "el fantasma".

Era el fin del camino. El joven se incorporó y observó que los policías ya estaban casi a su lado. Era lo mejor, dejarse atrapar por ellos no podía ser más peligrosos que dejarse atrapar por los hombres de gabardina que de repente habían desaparecido.
Sin embargo... el Árbol. El Árbol lo era todo.
Con movimientos veloces trepó por la baranda del puente. Quizá aún había una oportunidad, tal vez todavía podía evitarse. Su cuerpo se movía de forma instintiva al mismo tiempo que su mente sufría intentando poner en pensamientos las sensaciones que experimentaba. El joven cerró los ojos, a pesar de estar sujetándose a los cilindros de acero. El cemento de la pared le raspaba la piel. El aire se sentía más fuerte allí, parado al borde del abismo. <<Recordar, recordar>> se decía, esforzándose como nunca antes en que su mente rota recompusiera los eventos. No necesitaba todo, solo lo que hubiera vivido en los últimos días. Algo que pudiera servirle como una respuesta, algo de lo que él sabía que debía estar allí adentro.
Las imágenes llegaron primero. Y con ellas las palabras. Una playa, un sueño, un encuentro en un bar. Artuá, un nombre. El suyo. Y ahí está el Árbol.

—Señor, lo que esté pensando hacer, espere, piénselo bien. No tiene porqué terminar así —dijo Martez al llegar a su lado, sin perder tiempo. El joven ni siquiera lo miro.
—Yo le disparó y tu lo agarras —susurró su compañero apuntando con el taser. El otro lo detuvo sujetándole el brazo, y agregó:
—Demasiado arriesgado, si resbala y cae la cosa se pondrá peor para nosotros —.
Eran las 2:03 de la tarde cuando el joven se detuvo, allí, frente al puente.Entonces comenzó a recordar -No, no, no- dijo, pero ya era tarde- recordó todo de golpe y su mente se apagó, sus últimas palabras fueron una inaudible mezcolanza de sonidos y extrañas letras unidas que los oficiales escucharon sin comprender, por algún motivo, tras eso se quedaron inmóviles y ni siquiera el griterio de la gente a su alrededor logró sacarlos de ese estado de estupor en que ambos se encontraban tras captar lo que el suicida había dicho.
Jose Mirez viviría once años más, sin olvidar ni por un momento aquellas palabras. No podía pronunciarlas ni tampoco entenderlas, pero aquello no importaba. Finalmente sólo, en un agudo cuadro depresivo, se suicidaría de un disparo en la cabeza. Su cadáver presentaría dos agujeros de entrada de los cartuchos pero tres de salida, dado la potencia y cercanía del disparo. Sus últimos pensamientos serían las palabras que salieron de la boca de aquel muchacho.
Martez por su parte no tendría tanto tiempo, pues desde ese momento y durante todas las noches de su vida, en los próximos setenta y tres días, soñaría siempre al dormir, con un árbol dorado, lumínico, en el cual logra encontrar la paz eterna y sensaciones similares a volver a lo mejor de la infancia. El árbol comenzaría entonces a secarse y Martez murmurando que debía regarlo bajaría sonámbulo a la cocina y se cortaría las venas de ambas muñecas, "no puede secarse" atestigua su esposa que decía con una sonrisa en su rostro pálido. Moriría a las 2:03 de la madrugada.
El caso sería cerrado bajo el rótulo de suicidio, uno más en la gran ciudad de la desesperación, y con la afirmación de que el cuerpo había caído al mar, perdiéndose para siempre. Uno más en la gran ciudad de los cuerpos perdidos.

Artuá abrió los ojos por el tremendo dolor de cabeza, acompañado de una sensación molesta, como si el despertador se hubiera activado antes de tiempo y con un volumen mucho mayor de lo esperado. Había estado soñando algo pero las imágenes y palabras se desvanecían rápidamente como arena arrastrada por la ola de la conciencia. Giró un poco sobre las sábanas y no pudo evitar caer, con un grito de sorpresa, al suelo frío y duro de madera.
Escuchando la fuerza de la lluvia en el exterior abrió del todo los ojos, buscando despertarse, y miró al techo.
Lo primero que pensó fue ¿dónde estoy? pero de inmediato se interrumpió, ¿qué había pasado? fue su nueva prioridad. Estaba claro que esa no era su cama, se dijo al observarla. Y en verdad aquel lugar no era su cuarto, ni mucho menos su casa, entendió al pasar la mirada por la habitación. ¿Cómo había llegado hasta allí?.
Aun sintiendo algo de mareo se incorporó y decidió analizar el lugar en que se encontraba.
Lo primero que comprendió fue que no estaba escuchando el sonido de la lluvia sino de la televisión que no transmitía ningún canal y solo era una mezcla de rayas blancas y negras y el característico sonido que las acompañaba. Se acercó a ella y buscó algún botón para apagarla. Tras esto regresó a la cama y sentándose sobre la misma intento pensar en frío la situación.
Un frío, sin embargo, literal, comenzó a correrle por la espalda, expandiéndose hasta sus muslos y Artuá volvió a elevarse de un salto de aquella cama. Al darse la vuelta comprobó con asombro que si bien la cama era como cualquier otra que hubiera en pequeños hoteles y moteles de mala muerte de Madrid, con sus sábanas de colores apagados que disimulaban posibles manchas y un colchón que parecía hundido aunque nadie se estuviera acostando en él, esta se encontraba visiblemente mojada. Artuá se acercó y tocó con la punta de los dedos el lugar donde él había estado durmiendo. De inmediato comprobó que sus sentidos no lo engañaban, estaba empapado tanto el colchón como las sábanas y no pudo evitar pensar en una piscina vacía, con pequeños charcos de agua rebeldes desparramados en su superficie.
Se llevó los dedos a la nariz y olfateó el líquido. No era sudor, aunque ese olor salado le recordó por algún motivo al agua del mar.
—Al carajo —dijo y buscó con la mirada su ropa. Ya la cosa estaba bastante rara como para quedarse desnudo y mojado en medio de quien sabe donde, pensó.
Observó la vieja silla de madera pero no había nada allí, ni tampoco sobre el destartalado mueble sin cajones que ocupaba un lugar a su lado. La habitación era pequeña, incómoda para más de dos personas y solo quedaba un ropero en que revisar. Al dirigirse hacia el se percató de que no habían ventanas en la habitación. Aquello en sí mismo no era extraño, muchos hoteles de baja categoría solían construirse con un estilo alargado, hacia adentro, que impedía a las últimas habitaciones tener alguna ventana, sin embargo Artuá se sabía un gran claustrofóbico y estaba seguro de que él no se habría hospedado en un lugar así ni siquiera borracho.
Como fuera, ya vendría el momento de responder las preguntas luego, con un buen café y un poco más de claridad. Mientras armaba en su cabeza los planes para ese día -tenía que encontrarse con su editor, recordó-, buscó en el armario gris que se encontraba junto a la puerta abierta del baño las prendas de ropa y allí las encontró. Doblados sus pantalones y prolijamente colgada en una percha su camisa. ¿Quien había hecho eso? se preguntó. La cosa se ponía cada vez más rara por lo que se apresuró a vestirse, sin preocuparse por la ropa interior, y se dirigió a la salida tras una última mirada. No vio nada llamativo sobre los pocos muebles del lugar o en el suelo de vieja madera, por lo que decidió que lo mejor seria salir.
Cuando su mano sujetó el picaporte, el teléfono de la habitación comenzó a sonar. Artuá se sobresaltó y lo miró de inmediato sin saber muy bien qué hacer. Quería irse de aquel lugar al que no recordaba cómo había llegado, pero al mismo tiempo quería saber qué hacía allí. Quizá el gerente lo llamara para preguntarle si ya iba a abandonar la habitación y entonces él podría preguntarle. Con el gesto serio se acercó hasta la mesa de luz sobre la que aquel teléfono de un blanco algo grisáceo no dejaba de sonar. Lo tomó con cierta precaución, como si fuera un arma peligrosa y colocó el tubo cerca de su oído.
—Hola —dijo.
Silencio.
No, no silencio, algo parecido a un murmullo lejano, incomprensible, se escuchaba desde el otro lado. Como cuando de niño se ponía un vaso o una concha marina contra la oreja para escuchar el ruido del mar. Había sin embargo algo extraño en ese murmullo, algo siniestro, como si ese mar se oscureciera de pronto.
—Hola, hable —insistió Artua.
Y ante estas palabras desde el otro lado de la línea se produjo un solo grito que, de tan súbito, tomó al joven por sorpresa. Lo único similar que Artua había escuchado en su vida eran los gritos agonizantes de los toros en las corridas e incluso eso parecía agradable en comparación al chillido de ultratumba que había surgido desde el teléfono. Artua soltó el tubo como si este quemara. Retrocedió incluso antes de darse cuenta de que lo estaba haciendo y acabó cayendo al suelo otra vez al enredarse con las sábanas. Allí se quedó, con las manos apoyadas en el piso y sus ojos desorbitados por la sorpresa fijamente clavados en el teléfono, como si esperara que de repente este cobrara vida y pusiera a todo volumen otro grito como el que había escuchado. El corazón le latía a mil por hora y sabía que las piernas no temblaban por la caída.
Fue entonces cuando su mente, que trabajaba a toda velocidad le permitió entender que el grito no había sido solamente una vociferación pronunciada con fuerza descomunal, no había sido un incomprensible quejido proveniente de algún bromista idiota. Por el contrario, dos palabras se habían escuchado con claridad en medio de aquel aullido. "No salgas", eso le habían dicho, fuera quien fuera, del otro lado del tubo.  

Artuá ni se molestó en recoger el teléfono o volver a llamar. Como un niño pequeño que recibiera una descarga eléctrica, no quería ni tocar de nuevo aquel aparato. Lo que optó por hacer fue calmarse y revisar un poco más la habitación antes de irse. "Solo para estar seguro" se dijo al percatarse de que con el apuro no sabia donde estaban su celular, o su billetera, o hasta las llaves de su casa. No se había preocupado por ellos antes pero ahora caía en la cuenta de que no podía irse de allí sin esos objetos esenciales. Lo preocupaba sin embargo el hecho de que no recordaba haberse ido de su casa con ellos y mientras cerraba los ojos para intentar visualizar los eventos de la noche anterior llegó a la conclusión de que ni siquiera recordaba haberse ido de su casa.
Con paso ligero recorrió la pequeña habitación sin que ninguno de aquellos muebles le resultara familiar, inútilmente abrió cajones y pequeñas puertas en la mesa de luz o el ropero. Parecía que nadie se hubiera quedado en ese lugar desde hacía mucho tiempo y apreciando mejor la habitación Artua no se sorprendió de eso. Él también estaba cada vez más ansioso por marcharse y tras una última mirada al suelo, con la que se aseguro de que nada había tirado por allí, se convenció de que lo mejor sería irse cuanto antes. Quizá había dejado los objetos con el portero, se repetía desganado rezando internamente porque no estuvieran perdidos.
Se dirigió hacia la puerta pero antes de avanzar esos pocos pasos se detuvo y volvió hasta la cama. Se agachó entonces para revisar bajo la misma, pues en ese momento se la había ocurrido que quizá la noche anterior sus cosas podían habersele caído. Nada, solo unos pocos charcos de agua que se formaban fruto de las pequeñas gotas que caían desde el otro lado del colchón, poco a poco, como las goteras que uno esperaría encontrar en un lugar tan descuidado como aquel. La imagen disgustó a Artua quien se dispuso a, esta vez sí, marcharse.
Fue entonces cuando desde alguna parte le llegó un sonido. Como si alguien murmurara desde lejos, Artua aun arrodillado, se detuvo a escucharlo. Aquellas palabras, mitad silencio mitad ruido lo inquietaron por su cercanía y lo indescifrable del discurso que parecían decir algo como "afuera la sombra, el hueco... la nada" y otras palabras que se perdían pero también se repetían constantemente. Entonces vio desde donde provenían y un frío peor que el del agua helada le recorrió la espalda. Se levantó de un salto y se alejó del tubo del teléfono caído mientras se aseguraba a sí mismo que no había escuchado nada, que solo era el sonido del teléfono descolgado y nada más, que nadie estaba hablando desde allí. Decidido, esta vez sí abrió la puerta y salió de la habitación sin mirar atrás.
El pasillo no le resultaba familiar y se preguntaba cómo era posible. Él no era de los que tuvieran mala memoria y tampoco solía descontrolarse -ya no- con drogas o fiestas hasta la madrugada. ¿Cómo era que no recordaba ningún detalle de aquel lugar en el que había pasado toda la noche? Mirando a mano izquierda comprobó que el pasillo era bastante largo y al menos tres puertas más aparecían repartidas a lo largo del mismo. Junto con otras tres frente a ellas contó seis y sumando la suya siete. Al darse la vuelta pudo ver que había dos más, una a cada lado del pasillo pero eso fue todo lo que vio pues su atención rápidamente se centró en lo que había más allá, o mejor dicho, en lo que no había, pues el pasillo terminaba ahí, o al menos eso fue lo que pensó, como si de repente se hubiera encontrado con una carretera que se cortaba por un enorme precipicio. La diferencia era que aquí una sombra enorme se expandía y cubría todo ese extremo derecho del pasillo, desde el suelo hasta el techo y las paredes, como la habitación a oscuras de una casa por demás iluminada. Artuá por algún motivo pensó en la entrada oscura de un sótano o un ático y esa imagen le hizo retroceder. La sombra era extraña, anormal, y la forma en que comenzaba daba la impresión de un gran parásito que se hubiera pegado a las paredes violetas y al piso floreado de aquel pasillo. Adherido como una garrapata enorme y negra que parecía moverse levemente al respirar. Artuá comenzó a pensar que de tanto mirar hacia esas sombras algo daba la impresión de estar moviéndose en ellas y desvió la vista. Le había parecido que dos puertas más se encontraban en ese lado del pasillo pero ocultas por las sombras y por algún motivo mientras miraba tuvo la sensación, más que la certeza, de que ambas se abrían levemente. Despacio, casi con cuidado, como si desde el otro lado alguien quisiera observarlo a él sin ser visto. Hasta podía escuchar el suave ruido de la madera contra los goznes oxidados y el "click" del picaporte al bajar. La línea recta que se formaba en ese pequeño espacio entre la puerta abierta y la pared, más oscura que las mismas sombras que la tapaban pues las habitaciones tenían las luces apagadas en su interior. ¿Quién podría mirarme desde habitaciones con las luces apagadas? pensó pero no dejó que aquella imagen jugara con sus nervios ya de por si exaltados. Se alejó de la oscuridad del pasillo pasando velozmente por las demás puertas cerradas respirando con esfuerzo en un intento por calmarse. Sentía unos ojos clavados en su espalda y no paraba de imaginarse formas que podían observarlo desde allí, desde las sombras.
El ascensor se encontraba justo en el extremo del pasillo y mientras llegaba hasta él Artua se preguntó si sería de día afuera de aquel lugar y aquello lo llevó a plantearse otra vez donde coño estaría. Sin dinero encima y sin su celular, estaba jodido para volverse desde el medio de la nada a su casa. Mientras tocaba el botón para llamar al ascensor se convenció de que pensaría en eso después pues ahora solo le interesaba salir de aquellas asfixiantes paredes. Miraba al frente, con el cuello casi tenso por el esfuerzo pues por algún motivo no quería observar hacia esas sombras que antes lo habían turbado. ¿Serían producto del mal funcionamiento de las luces y la ausencia de ventanas? se preguntaba para hacer tiempo.
Las mismas parecían de alguna forma estar más cerca, ¿o acaso su mente le jugaba una mala pasada? ¿o acaso el pasillo no era tan largo como había parecido? Estar entre cuatro paredes era difícil para un claustrofóbico, pues el ambiente parecía moverse con vida propia, torciéndose para que los espacios parecieran más pequeños y los pasillos más estrechos... y sombríos.
La puerta del ascensor abriéndose lo interrumpió y Artua lo agradeció con un suspiro mientras daba un paso para entrar en el.
Tuvo que usar todas sus fuerzas y sus reflejos para no entrar y ser empujado del ascensor por sus brazos que se habían movido como guiados por vida propia y se habían sujetado de los extremos en la abertura para impedirle entrar, o mejor dicho, caer en el. La boca del ascensor se hallaba tan oscura como lo había estado el pasillo anteriormente, y si no fuera porque había descendido o subido hasta allí, cualquiera juraría que no estaba funcionando. Artua no recordaba haber visto en su vida una cosa así. Era como el fondo del océano más profundo, donde la luz del sol no llega y mientras más observaba esa abertura tenebrosa sentía como si su propio calor interno lo abandonara. Como un abismo pero dentro del ascensor, al mismo tiempo que podían verse partes del reluciente metal de la cabina daba la impresión de que ésta no tenía un límite hacia abajo por el cual caer, como un macabro tobogán al infierno. Artuá se había pegado sin darse cuenta a la pared contraria al ascensor y desde allí sentía como ese miedo que había ido creciendo poco a poco se escapaba al férreo control de su voluntad. No fue sino hasta el primer golpe que este miedo escapó del todo.
Sucedió al mismo momento que el ascensor se cerraba y Artua desviaba la mirada en un intento de buscar escaleras. Un destello llamó su atención entonces y se giró para darse cuenta de que la oscuridad del pasillo efectivamente había, de alguna manera inexplicable, avanzado. A pesar de que con esa palabra le daba a las sombras connotaciones que no quería, no pudo evitarlo cuando ante su atónita mirada, como si de repente alguien apagara las luces, el pasillo fue quedando poco a poco, palmo a palmo, más y más oscuro. Como niebla sombría que avanzara por un estrecho lugar así la sombra se expandía cubriendo las paredes, devorando como una peste terrible y atroz y entonces Artuá sintió con horror un golpe seco a sus espaldas acompañado de un terrible cimbronazo y gritó espantado al tiempo que salia corriendo del lugar. Se detuvo más adelante y volteó para comprobar que había sido, con el corazón latiendole a mil por hora y observó que se había estado apoyando en una de las puertas, la cual ahora, alguien, quien fuera, estaba golpeando con gran violencia desde el interior. "Tum, tum, tum" la madera repiqueteaba sobre sí misma y los golpes continuaban frente al aterrado Artuá que con desesperación comenzó a notar que detrás de todas las puertas, desde las más cercanas hasta las más alejadas, ocurría lo mismo. "Tum, tum, tum", los golpes como puños furiosos contra muros huecos o como prisioneros que golpearan las paredes, así escuchaba Artua sin entender nada de lo que ocurría pero sintiendo que un miedo atroz lo atenazaba en aquel pasillo desconocido de aquel hotel desconocido. ¿Era siquiera un hotel? Optó, sin pensarlo mucho, por regresar a su habitación y cuando se percató ya estaba corriendo en esa dirección, sin embargo el pasillo parecía ser cada vez más largo y la oscuridad de antes estaba más cerca. Si no se apresuraba llegaría antes que él a la puerta de su habitación, se dijo, la cubriría como la garra de un depredador a su inocente presa proyectando una sombra de muerte y entonces... pero no quiso pensar en ello, solo corrió, sintiéndose en un campo de batalla en que las explosiones eran los golpes interminables contras las puertas "¿Quien hace eso?" repetía una voz en su mente una y otra vez y sus ojos atentos miraban el avance imparable de las sombras que estaba casi sobre su puerta al tiempo que observaba a su lado como las otras puertas se sacudían sin parar. "Tum, tum, tum". No podía evitarlo pero miraba como hipnotizado por un cielo nocturno como esas sombras se encontraban cada vez más cerca y al ver aquello le pareció incluso que las puertas de antes, esas desde las que se había sentido observado, se estaban abriendo de par en par y unas figuras delgadas, difusas, salían desde allí dirigiéndose hacia donde él se encontraba amparadas por la oscuridad creciente. Estuvo a punto de gritar pero entonces llegó a la puerta de su habitación y casi dio un salto de alegría al sentir el frío del picaporte en su mano. La mueca de su desesperación sin embargo aumentó cuando al girar el picaporte la puerta no abrió, y al hacerlo una segunda vez tampoco obtuvo ningún resultado. Comenzó a golpear y aporrear la puerta desde afuera de la misma forma que lo hacían quienes ocupaban las otras habitaciones, con fuerza y desesperación golpeando la madera hasta que sus nudillos sangraran. La sombra estaba casi sobre él, podía sentir el frío que recorría su espalda, bajando por su cintura hasta las pantorrillas, como la última exhalación de un moribundo y entonces, como si su mente fuera cómplice de todo aquel asunto, recordó que la puerta abría hacia el otro lado y de un tirón la empujó, lanzándose más que entrando en la habitación desde la que había salido fruto del miedo y que ahora se le aparecía como su única salvación.
Cayó al piso y al cerrarse la puerta tras de sí, todo quedó en silencio.  

Artuá no sabía qué hacer. Quería levantarse pero su cuerpo temblaba incontrolable y no lograba reunir la fuerza suficiente para tenerse en pie. Parecía que hubiera corrido una maratón y entonces supo, con todo el peso de aquel pensamiento, que así se sentía haber corrido para salvar su vida. No era que estuviera cansado, pero necesitaba un momento de quietud para que su mente pudiera asimilar lo que fuera que había sucedido en ese pasillo.
"Donde mierda te metiste Artuá" pensaba con los dientes apretados intentando recordar, pero los eventos de su día pasado se le aparecían tan rutinarios y normales como siempre, como cualquier otro día en que se levantara y dedicara un par de horas al trabajo de oficina. Un par más para la escritura, algunas charlas casuales con personas de toda la vida y la planear lo que haría el día siguiente, como si al hacerlo se dijera a sí mismo que él era el dueño de su vida cuando en verdad sabía que aquellas cosas planificadas sucederían así lo quisiera él o no. Se reprochó por estar pensando en semejantes tonterías en esa situación pero no podía evitarlo. Entonces el sonido que lo había hecho salir de la habitación comenzó a escucharse otra vez.
—Artuá...Artuá —llamó una voz lejana. Como por acto reflejo Artua miró directamente al único objeto de la habitación que antes le había traído una voz. Aun en el piso se acercó al teléfono y recogiendo el tubo lo puso cerca de su oído, pero sin pegarselo.
—Artuá... el espejo Artuá, el espejo... —dijo la voz entrecortada por la estática y un ruido blanco de fondo que parecía imponerse. Era como si se estuvieran comunicando por una radio en vez de un teléfono.
—¿Hola? ¿Quién habla ahí? ¿Qué es lo que sucede?
—No queda tiempo... el espejo...—Y entonces la comunicación se terminó con un grito atroz que subió de intensidad y Artuá, recordando la sensación del grito que antes había escuchado, volvió a dejar caer el tubo en el piso. Esta vez no tuvo tiempo de pensar en nada más sin embargo pues escuchó con toda claridad como alguien, algo, comenzaba a golpear su puerta. Esta se sacudió como impactada por un arete y volvió a hacerlo con cada nuevo impacto.
Sin dudarlo se acercó a esta y colocó sus manos sobre la madera, empujando en un intento de evitar que los golpes siguiera haciéndola retumbar pero el miedo le fue ganando y cuando sus pies comenzaron a retroceder supo que le faltarían fuerzas para cualquier cosa. Recordando las escenas del pasillo sabía que su miedo no le permitiría hacerle frente a lo que fuera que acechaba del otro lado. Paso a paso se fue alejando de la puerta mientras los golpes aumentaban de intensidad. Su gesto era tenso, con la mirada fija en la puerta y líneas de sudor corriendo por su sien, sentía los nudillos blancos de lo apretado que tenía los puños.
"Tum, tum, tum", quién fuera querría entrar a toda costa.
—Atrás, tengo un arma y estoy ya mismo llamando a la policía —gritó Artua desesperado. Escuchar su propia voz aumentó su miedo, pues sabía que nadie se creería eso.
Los golpes aumentaron de intensidad, como respuesta a su falsa amenaza y el muchacho no pudo evitar retroceder aún más. Respirar se volvió un ejercicio difícil cuando se giró en busca de alguna abertura por la que escapar y sintiendo ese dolor en el pecho volvió a clavar la vista en la puerta cuando la madera produjo un sonido hueco, al romperse.
"Tum, tum, tum", quizá no recuerdes los otros días, pero de este no te olvidarás nunca.
Entonces Artua vio un destello, como una pequeña luz en medio de la oscuridad, y se percato del baño de la habitación. Sin dudarlo se lanzó hacia allí y cerró la puerta tras sí colocando el pasador. Un fino y alargado cilindro metálico que se cruzaba desde la puerta a la pared. Aquel objeto, entendió, no lo protegería de las manos, si es que lo eran, que estaban golpeando con violencia su puerta desde afuera. Con el miedo en su rostro de ojos desorbitados y labios tensos buscó en el lugar alguna posible salida pero el baño era tan hermético como la propia habitación en la que antes había estado, con la diferencia de que desde allí no podría huir hacia ningún lado. El sonido de las maderas siendo resquebrajadas le indicó que la puerta finalmente había cedido del todo. Se sintió como si escuchara el sonido de las campanas de condenación. "Se lo encuentra culpable y se lo sentencia a la oscuridad" dijo una voz en su cabeza. Aterrado, retrocedió hasta pegarse a la pared de aquel baño cuyos azulejos blanquecinos prontos serian teñidos con su sangre. Artua escuchaba los pasos del otro lado de la puerta, pequeños movimientos que iban y venían, arrastrándose por la madera y dejándola marcada. Pasos que lo buscaban bajo la cama, dentro del ropero, pasos que iban hasta la puerta del baño e intentaban abrirla. Observó desesperado como el picaporte se movía inútilmente por la tranca que antes había colocado y supo que los golpes no tardarían en llegar. Desesperado, sintiendo las lágrimas humedecer sus mejillas, buscó en los alrededores al menos un arma o algo que pudiera utilizar para, en último término, defender su vida. Sabía que probablemente se desmayaría del miedo si veía a las cosas que se encontraban del otro lado, amparadas en esa oscuridad que todo lo había devorado, pero aun así no podía pensar en otra forma de enfrentar ese momento. Fue entonces cuando su vista se fijo en el enorme espejo del baño. Con un estilo ovalado estaba enmarcado en blanco y suspendido quizá con clavos justo sobre el lavamanos. "El espejo" había dicho la voz a través del teléfono, la misma que le había pedido que no saliera de la habitación. Rápidamente se acercó al objeto y se colocó frente a él. Este le devolvió su reflejo y Artuá estuvo a punto de olvidarse del peligro en que estaba y de las terribles amenazas que se encontraban fuera de allí. De hecho la puerta comenzó a ser golpeada, aporreada con la misma violencia desesperada de la vez anterior, como si aquellas cosas sintieran su desesperación y supieran que desde allí no había escapatoria. Artua sin embargo tenía la mirada fija en su reflejo y al principio no se percató de esto. En la imagen que le devolvía aquella superficie inmaculada y en la que podía ver un rostro que era y al mismo tiempo no el que esperaba tenia centrada toda su atención. Torcido, esa era la mejor palabra para describirse pues al mismo tiempo que la mitad derecha de su rostro se encontraba como él esperaba, como él se recordaba, la otra mitad tenía todo un poco... torcido. Su frente estaba un arrugada hacia abajo como si fuera de goma y el calor la hubiera achicharrado y junto con ella el resto del rostro. Su ojo izquierdo se hallaba un poco más abajo que el derecho transmitiendo una imagen casi de pena. El labio y hasta la fosa nasal izquierda se encontraban simplemente fuera de su lugar, un poco más abajo de lo que físicamente deberían. Artuá no pudo ver el resto de su cuerpo por la ropa pero el reflejo era claro, toda su mitad izquierda estaba horriblemente, inexplicablemente, torcida. Como un árbol con sus ramas caídas o un hombre que hubiera sufrido un terrible accidente, Artuá se observó y contempló con incredulidad como su mitad izquierda se movía poco a poco, torciéndose cada vez más. Mirándose más de cerca se dio cuenta de que lo sentía y sujetándose la mitad del rostro con ambas manos intentó detener aquel proceso terrible, los golpes seguían sin detenerse y Artuá sintió que la situación lo superaba, quería gritar y llorar al mismo tiempo y rostro quedó como trabajo en ese medio gesto entre abrir la boca y cerrarla. Las maderas poco a poco estaban crujiendo bajo la fuerza incansable de aquellas manos que iban a hacer con el lo mismo que la puerta, o quizá cosas peores. Y sin embargo Artuá no paraba de mirarse en el espejo donde contemplaba esas dos mitades en que se había convertido su cuerpo y en ese momento de infarto observó que la superficie reluciente del espejo comenzaba a empañarse y poco a poco, como una mancha de tinta sobre papel, comenzaba a volverse de color negro, desde el centro hasta los extremos, borrando el reflejo de Artuá hasta estar del todo cubierto de ese color. Las maderas ya cedía y Artua desvió la mirada hacia la puerta solo para ver como esta se sacudía una vez más bajo los golpes. Estaba a punto de caer. Su mirada iba de la puerta al espejo y del espejo a la puerta, del otro lado de ambos se encontraba la oscuridad absoluta, esa negrura terrible que enfriaba los corazones de los hombres y él tenía que tomar una decisión. Las sombras que aporreaban la puerta o el espejo que lo reflejaba deforme, Artua se sintió como un prisionero condenado a muerte que pudiera elegir entre la horca o la silla eléctrica. Y entonces recordó el pasillo y el ascensor y el miedo que había experimentado allí, y la voz del teléfono diciéndole "el espejo, el espejo", escuchando como las maderas terminaban por ceder y sin atreverse a mirar en esa dirección, se impulsó ayudándose por el lavamanos y se arrojó contra el espejo. Hasta el último momento esperó que este es rompiera en mil pedazos y los vidrios le atravesaran el cráneo quizá matándolo en el acto, pero esto no ocurrió. Como una gran boca sin dientes ni fondo el espejo se tragó su cuerpo que comenzó a caer por las sombras, como por un espacio infinito, hasta que ya no pudo distinguir si tenía los ojos cerrados con firmeza o la oscuridad lo rodeaba totalmente.  

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