Habitación 737

La mudanza había resultado un paso muy difícil de dar, pues aunque necesaria llegaba en un momento importante en la vida de Maia. De hecho ella no se había percatado de lo mucho que odiaba aquella palabra hasta el día en que su padre la mencionó por primera vez. Aquel hombre, con quien las discusiones habían sido constantes desde los últimos tiempos solía utilizar la palabra "paso" en vez de mudanza y siempre intentaba que ella también. Lo argumentaba con el gesto serio, en el hecho de que no se trataba de una decisión cualquiera. No estaban huyendo decía él. Era más bien la única forma que se le ocurría de ir hacia adelante, a por algo mejor. Poder estar más unidos como familia y tener estabilidad. Allí afirmaba él, estaba lo importante.
Maia, por su parte, no entendía porqué la estabilidad tenían que buscarla alejándose del lugar en el que desde siempre habían vivido.
Estancados. Esa era otra expresión que solía utilizar el hombre en las frases repetidas, que empleaba cada vez que ella iniciaba la discusión sobre la mudanza.
Los motivos claro está, eran más que nada una formalidad. Inevitables cuando la niña preguntaba en busca de respuestas. La decisión sin embargo, estaba más que tomada y mientras el vehículo avanzaba por la carretera en plena tarde calurosa, cargado de cajas y objetos preciados y necesarios, padre e hija viajaban inmersos en sus propios pensamientos y conflictos internos, sin hablarse. Los separaba esa pared invisible de padres que tomaban decisiones cuyos hijos no entendían.
La radio estaba prendida pero ninguno escuchaba.
Era difícil que Maia se formulara reflexiones tan amplias y, según ella, rebuscadas como las de su padre. Desconocía muchas cosas de la vida adulta y esto hacía que no pudiera tener una visión amplia del panorama.
En parte porque a sus once años no había tenido que buscar trabajo, ni mucho menos trabajar. No conocía el valor monetario que se ocultaba detrás de las cosas con las que normalmente se divertía y pasaba el tiempo. El celular, Internet, cable, y otras tantas "distracciones", como solía decir su padre, cuya hija las encontraba sin embargo muy entretenidas.
Deudas y fin de mes tenían valor y peso solo en la mente de aquel hombre y para ella eran nada más que el significado de algo lejano y extraño, parte del "mundo de los adultos" en el cual pensaba poco y nada. Los adultos eran, como Maia bien sabía, demasiado complicados.
Su mente juvenil estaba inmersa en otros aspectos de la mudanza y tenía otras prioridades. Apenas hacían unas horas que se habían marchado del pueblo pero el pensamiento de la joven se hallaba sumergido en los recuerdos.
No podía sacarse de la cabeza el motivo que la impulsó a negarse de inmediato cuando la posibilidad de "trasladarse" -esa era la palabra que su padre había usado al principio- fue mencionada casualmente una tarde. Maia sentía la mudanza casi como la muerte de su vida anterior. La pérdida de todo lo que conocía.
No solo estaba siendo alejada de su ciudad, sus amigos y los lugares que frecuentaba, sino que además y principalmente se apartaba de sus posibilidades de salir, por fin, con el chico del que tan perdidamente enamorada estaba.
Gran parte del año escolar ella y sus amigas, Jimena y Andrea, se lo habían pasado mirado en el recreo o en la clase, entre suspiros y comentarios, al muchacho de cabello rubio y ojos marrones, sonrisa cálida y cara angelical.
Una semana antes de la mudanza, ese chico, EL chico, Maicol Colima, le había escrito a ella -sí, solo a ella- una carta que dejó sobre su banco. ¡Tan romántico! cuando otros sólo enviaban mensajes con terceros o lo hacían a través de sus celulares... En las pocas palabras allí escritas él le decía lo inteligente y linda que le parecía Maia, lo mucho que la miraba durante el recreo y la invitaba a salir algún día si es que ella así lo quería.
Y claro que lo quería, lo deseaba, la verdad sea dicha. Desde hacía tiempo había notado que los chicos y las chicas eran diferentes en muchas cosas, no solo en que ellos eran más tontos, sino también en sus cuerpos y solía encontrarse a sí misma preguntándose por esas diferencias. Eran cosas de las que no hablaba con su padre, y la hacían desear poder ver a su madre, a quien por lo general odiaba el resto del tiempo, pues los había dejado a ambos desde hacía ya varios años.
¿Cómo se sentiría dar su primer beso? Tal vez hubiera llegado el momento de descubrirlo.
Sin embargo ella no se atrevió a dar ninguna respuesta de inmediato. Escuchando los consejos de sus amigas, resolvió que lo mejor seria, por unos días, fingir indiferencia para que él no pensara que ella era "una de esas", como solían decirle a un cierto grupo de chicas, que tenían en común el hecho de no caerle bien ni a Maia ni a sus amigas.
Notó como Maicol la observaba en las clases, y se dedicaban mutuamente sonrisas y miradas, sin llegar a dar ese primer paso que ambos deseaban.
Y entonces, el final, la angustia, la noticia. Papá había decidido dar un "paso". Uno hacia adelante, en forma de meter las pertenencias en cajas y avanzar, con toda literalidad, más de 300 kilómetros al sur de donde toda su vida habían vivido.
Y ella lo odiaba por eso, o al menos eso se decía a sí misma, aunque en verdad solo estaba muy pero que muy enojada y triste a tiempos iguales.
Por eso había decidido no hablarle y viajar con los ojos cerrados fingiendo que dormía, por si él intentaba entablar conversación.
Hasta el momento sin embargo, su padre no había pronunciado ninguna palabra.
La camioneta comenzó a disminuir velocidad.
Maia estaba segura que habían estado viajando por unas horas pero no sabía con exactitud cuántas y podía, con abrir los ojos y mirar hacia afuera, comprobar si habían llegado, por lo que así lo hizo.
De inmediato se arrepintió de eso. Fue como si por un segundo se le detuviera el corazón, tensándole todos los músculos del cuerpo. La sensación le recordó, sin saber porque, a esos momentos en que caminando por una vereda silenciosa, un perro le ladraba de repente desde alguna casa cercana. Estuvo a punto de alejarse de la ventana de un salto pero se contuvo con esfuerzo. Esperaba ver muchas cosas. Tal vez una estación de servicio o la entrada de la ciudad a la que se dirigían, pero en verdad no aquel rostro mirándola fijamente a través del cristal.
Su padre alargó el brazo y comenzó a bajar la ventanilla.
Detrás de ella se encontraba, pensó Maia, la mujer más fea del mundo. Aquella anciana podría tener fácilmente doscientos años, pues su cara era arrugas sobre arrugas y uno de sus ojos, pudo comprobar la joven, era totalmente gris. Su pelo no llegaba a verse ya que estaba cubierto por un ridìculo gorro de lana color rosado descosido y sucio, si bien algunos mechones despeinados y grisáceos salían desde debajo del mismo y parecían enmarcar su rostro en alambres retorcidos.
—¿A dónde va señora?—preguntó el padre de Maia sacándola de su ensimismamiento.
La mujer no respondió, tras observar a la joven más tiempo del que a ella le parecía aceptable, giró su viejo cuello y miro hacia adelante en la carretera, señalando con una mano delgada y huesuda. Un dedo índice, extrañamente alargado y fino, acabado en una uña que daban la impresión de no haber sido cortada en mucho tiempo, indicó la dirección.
¿Y que era ese olor? Un hedor que se filtraba por la abertura de la ventanilla y se sentía como la mezcla de todas las cosas podridas o en descomposición. Además, no había nada delante, o al menos nada que pudiera verse a simple vista, cualquier parte hacia la que la señora se dirigiera, implicaba viajar un tramo bastante largo, temió Maia. El padre miró a la niña, confundido, aunque esta solo lo vió por el rabillo del ojo pues no podía quitarle la vista de encima a aquella perturbadora mujer que por algún motivo tampoco dejaba de mirarla.
—Venimos bastante cargados —. Dijo el padre. Maia suspiró, tranquila. —Pero podemos hacerle un lugarcito atrás si no le molesta viajar un poco apretada —agregó enseguida, para disgusto de la joven que hubiera al menos pellizcado la pierna del hombre si no fuera porque la vieja no le quitaba los ojos de encima. La anciana caminó muy lentamente, como si midiera cada paso, hasta la puerta trasera y la abrió, al mismo tiempo que su padre descendía del vehículo y acomodaba algunas cajas moviéndolas como podía hasta dejar un pequeño lugar, en el que se sentó, sin decir nada, la extraña mujer.
—Está medio apretado pero es mejor que caminar sola con este calor ¿no le parece? Además a media hora de acá ya debería estar el pueblo, ¿usted va hasta ahí? —preguntó su padre.
La señora asintió y Maia pudo jurar que veía los pliegues de su rostro moverse hacia abajo y hacia arriba en ese movimiento de cabeza.
—Nosotros también vamos hasta allá —comentó en seguida el padre, que parecía no estar perturbado por lo extraño de la situación. ¿Es qué se había vuelto idiota? ¿Qué hacía esa señora sola en el medio de la carretera? se preguntaba Maia. Rápidamente escribió en su celular "desde cuando levantamos gente en la carretera? Esto es raro" pero se detuvo antes de enviar el mensaje a su padre, pues aun seguía molesta por todo lo ocurrido.
Además sabía que a esa altura jamás echaría a la mujer del vehículo.
—De hecho nos mudamos hoy, al complejo de edificios de Mussela. No se si lo conoce—. Nuevamente, solo un asentimiento, esta vez aún más enérgico que el anterior. El gorro se cayó de su cabeza y la mujer lo levantó y se lo colocó rápidamente. Maia pudo ver por el retrovisor una calva y manchada cabeza, cubierta de esporádicos y largos cabellos grises que eran los que antes salían por debajo del gorro.
Se revolvió en su asiento.
El padre puso primera y el vehículo comenzó a ganar velocidad en la solitaria carretera.
—Si llega a estar incómoda o cualquier cosa me dice. Pero no se preocupe que ya en cualquier momento llegamos —recomendó el hombre sonriendo. Como única respuesta Maia pudo observar una sonrisa, si es que así podía llamarse a aquella mueca, que le hizo erizar la piel. Los labios arrugados, se abrieron para mostrar algunos dientes de oro, otros marrones, podridos y algunos pocos en aparente estado de normalidad.
¿Por qué no pronunciaba ninguna palabra? Y, ¿Que era ese espantoso olor que le quemaba la nariz y le provocaba un creciente deseo de alejarse de aquel lugar a toda prisa? Maia sentía como cuando pasaba cerca de un basurero y la podredumbre comenzaba a volverse insoportable. Algo de todo aquello no le agradaba para nada.
O mejor dicho, todo le parecía demasiado extraño.
¿De donde había salido la mujer, en primer lugar? Con su olor, no le parecería extraño si alguien la hubiese abandonado en medio de la carretera.
Sin embargo lo que más perturbó a Maia, fue la certeza de qué al mirar por el retrovisor y observar directo a la vieja, esta sonrió y fijó sus ojos, el gris y el sano, justo en la mirada de la joven.
Cuando Maia desvió la vista, podía jurar que la mujer todavía no lo había hecho.

La supuesta media hora que faltaba para llegar se hizo más larga de lo que Maia esperaba desde el momento en que el coche comenzó a avanzar con la nueva pasajera detrás. Un incomodo silencio se había apoderado del vehículo pues el padre, observando que la mujer no respondía más que con movimientos de cabeza y en ocasiones ni siquiera eso, optó por dejar de buscar temas de conversación y concentrarse en la ruta que se extendía casi intransitada. Tampoco hablaba con su hija, adivinando que ella seguiría molesta; y la radio, que hasta ese momento funcionaba perfectamente, había comenzado con interferencias que hacían imposible escucharla.
—Maia, sube la ventanilla —dijo por fin su padre. La joven lo miró incrédula, pues con ese espantoso olor, ¿como era posible que le pidiera tal cosa?
—Pero papá, ¿no sientes ese olor espantoso? —protestó enseguida, haciendo énfasis en las últimas dos palabras. El hombre la miró fijamente y luego realizó un leve y rápido movimiento con su cabeza hacia atrás, dirigido al asiento trasero. Lo que sea que eso significaba respondía dos cosas, la primera, que el padre en verdad no estaba sintiendo el olor a putrefacción total que invadía el vehículo, y la segunda, que si Maia no subía la ventana, la acabaría subiendo él, pues conocía esas miradas.
Resignada, comenzó a girar la manivela hacia arriba. Mientras aquella ventanilla subía, de igual forma lo hacían sus ganas de vomitar.
Sin saber exactamente porqué, la presencia de esa pasajera la molestaba profundamente y le producía un cosquilleo en la nuca cada vez que la sentía moverse en el asiento trasero.
Si Maia cerraba los ojos, podía incluso escuchar la respiración proveniente de aquella mujer, que parecía tener un respirador artificial escondido en algún lado por el sonido que emitía cuando el aire entraba y salía de su nariz arrugada y cubierta de venas muy visibles.
La joven intentó distraerse mirando el camino o utilizando su celular, pero algo le decía que no lo hiciera, como si una parte de su mente sintiera que debía estar, de alguna manera, alerta. <<Absurdo>> pensaba la muchacha, y sin embargo había algo no podía explicar con palabras, pero que podía pensar, o mejor dicho sentir con todo su cuerpo, era como si la atmósfera del vehículo se hubiera vuelto más pesada.
Maia estaba segura de que se debía a aquello que le producía esa creciente sensación de repulsión, el olor. Mientras más respiraba más se convencía de lo imposible que era que su padre no lo oliera. El olfato, al igual que los restantes cuatro sentidos, permite en ocasiones a los seres humanos recordar situaciones del pasado en que un olor, o un sonido o tal sabor estuvieron presentes, le había dicho a Maia uno de sus maestros. Y en este momento ella no podía quitarse de su cabeza la imagen de los contenedores de su barrio, a rebosar de basura, parte de la cual estaba desparramada por el suelo, y cuya putrefacción penetraba por las fosas nasales hasta provocar arcadas. Aún peor que eso, era lo que emanaba, creía Maia, desde el asiento trasero y se preguntaba cómo era posible que una persona pudiera oler tan mal, como era posible que cualquier cosa pudiera oler tan mal.
A treinta minutos de trayecto, cuando ya la ciudad se divisaba a lo lejos y ella agradecía el estar por llegar y rogaba mentalmente que su padre se apresurara, no pudo resistir más y tuvo que abrir la ventanilla, sacar la cabeza para afuera y escupir su desayuno.
—Maia, ¿que...? —Fue el comentario del padre, sorprendido por la situación, mientras disminuía la velocidad hasta detener el vehículo. Maia descendió de inmediato y vomitó lo poco que quedaba, junto con saliva y ácidos estomacales que le provocaron una quemazón en su garganta al pasar y la hicieron toser.
Su padre también bajó y se acercó a ella preguntando:
—¿Que te paso? ¿Porque no me dijiste que te sentías mal? —. Maia respondió con un gesto de su mano, como si dijera que todo estaba bien y se incorporó.
Le dolía el estómago y el pecho y notaba como unas lagrimas caían por su rostro.
Aun así ahora que estaba fuera de la camioneta y podía respirar aire puro y ya no sentía más ese espantoso olor, podía sentir que el mareo iba pasando.
—Nada —dijo y tosió un poco. —Fue de la nada. Algo de lo que comí antes de venir —agregó de inmediato. Su mirada sin embargo, estaba fija en la ventanilla del asiento trasero, donde se encontraba la señora. Tras observarla unos segundos, volvió a sufrir arcadas mientras su padre le sostenía el cabello y le frotaba la espalda. Claro que esta vez las arcadas no fueron producto de la putrefacción que emanaba la mujer, o sus vestimentas, o lo que fuera de ella.
Vino más bien de una corazonada totalmente aterradora. Pues al mirar hacia el asiento trasero, comprobó que la vieja la estaba mirando fijamente, inmóvil, imperturbable, con su cuello delgado y cubierto de arrugas vuelto directo hacia ella, con el ojo muerto completamente gris y el otro de un marrón oscuro puestos fijamente en cada movimiento que realizara. La sensación de algo húmedo presionando su nuca y bajando hasta su estómago se hizo presente al tiempo que un frío le heló los huesos y le produjo un temblor, que ella atribuyó a los vómitos aunque sabía que no se trata de eso, sino más bien a la idea que se había formulado entonces en su mente, ¿Desde cuando? ¿Desde qué momento en que el viaje comenzó la señora la había estado mirando fijamente? Acaso... ¿Le había quitado la vista de encima si quiera un solo segundo?

Después del viaje agotador, por fin llegaron al lugar en que, a partir de ese momento, vivirían por quien sabe cuanto tiempo. Quizás para siempre, pensaba la joven y eso no hacía que su ánimo mejorase en lo más mínimo.
Su nueva casa, en el tercer piso de un complejo de apartamentos céntrico le parecía poco prometedora, pues detestaba todo lo que tuviera que ver con la mudanza.
Sin embargo, aceptó de buena gana ayudar a su padre a desempacar, pues se encontraba de mejor humor desde el momento en que la señora los había abandonado. Sin decir nada, de la misma extraña forma en que llegó, cuando el vehículo se detuvo para que el padre le preguntara hasta donde iba, sin decir ni una sola palabra de agradecimiento, accionó la puerta y bajo, alejándose a paso lento, sin mirar atrás hasta que cruzó la calle y ya no la vieron más.
Maia se alegró por dentro de que su padre no la llamara o le dijera que la llevaba hasta donde necesitaba ir. De alguna forma  la niña notó que también el hombre se veía más alegre y tranquilo, aunque cansado, era probable, pensó en el momento, que la presencia de la anciana también lo perturbara.
Durante el resto del día sin embargo ya no pensó en ello, y con la llegada de la noche y el momento de dormir, sus pensamientos se hallaban muy lejos ya de los acontecimientos pasados.

—No... no quiero —murmuraba Maia mientras estiraba su mano para apagar el despertador. Concebir el sueño había sido difícil en la nueva casa, aunque no fuera este el motivo. Extrañas y terribles pesadillas la habían perseguido esa noche.
En sus  sueños se encontraba mirando por la ventana de un edificio alto y desde allí podía ver a la gente ir y venir. Había sin embargo una figura que llamaba su atención.
La anciana, la misma de la carretera estaba parada de pie, inmóvil, en la acera y, en el exacto momento en que Maia se percataba de esto levantaba la vista hacia arriba y, de alguna forma, la muchacha podía sentir ese ojo gris observándola. Solo que ya no era gris, ni era un ojo, ahora había dos huecos profundos y oscuros en las cavidades oculares y cuando la muchacha asustada se daba la vuelta para alejarse de la ventana, la mujer aparecia justo delante suyo y de los huecos oscuros que eran sus ojos brotaba una espesa sustancia negra que salía también de su boca abierta en un grito que estremeció a la Maia del sueño... y también a la de la realidad. Con aterradoras imágenes como esa había estado soñando casi toda la noche y se encontraba muy cansada para remontar su falso primer día de clases. Sabiendo que en verdad no quedaba otra opción y que nada bueno sacaría de quedarse dormida, se levantó y comenzó a prepararse.
Había pasado casi una semana desde su llegada a ese nuevo hogar y era esta la primer noche en que experimentaba pesadillas semejantes. De repente la imagen de la mujer de la carretera había regresado a su mente, junto con el recuerdo del sueño. Sabía que se encontraba sola en casa, y eso no hacía más que ponerla algo nerviosa, por lo que intento alejar de su mente los pensamientos y concentrarse en su día.
El primer día de clases, a pesar de ser mediados de julio lo era para ella, comenzaba a las ocho treinta de la mañana por lo que contaba con poco más de media hora para desayunar y salir hacia la nueva escuela que por cuestiones geográficas solo le quedaba a unas cortas tres cuadras.
Su padre, que había ido a su nuevo trabajo, le dejó una bolsa de bizcochos sobre la mesa y Maia se preparó un café con leche.
Mientras comía y bebía desganada pensando en lo poco que la entusiasmaba presentarse a una clase donde a esta altura ya todos se conocían y serían amigos, sopesó la idea de continuar fingiendo que estaba enferma para evitar ir. Pero la descartó de inmediato, al recordar la advertencia de su padre sobre ir con un médico si no mejoraba.
Un sonido la quitó de su ensimismamiento, provocandole un sobresalto.
Alguien estaba golpeando la puerta. Uno de los vecinos, pensó de inmediato, mientras se dirigía a abrir, y entonces se detuvo.
Seguían golpeando la puerta, sin demasiada fuerza pero sin detenerse.
¿Por qué uno de sus vecinos iba a golpear si no conocían a nadie? Tal vez quería presentarse se dijo, ¿a las 7 30 de la mañana? preguntó de inmediato otra voz en su mente. Además, había algo extraño en la forma en que estaban tocando, aún no se había detenido quien quiera que estuviera afuera, ¿acaso no sabía llamar tres veces y luego esperar? Maia se debatía parada a unos pasos de la puerta, sin decidirse por abrir o seguir esperando en silencio hasta que la persona decidiera que no había nadie en casa.
Enfrascada en esas posibilidades iban pasando los segundos y el llamativo hecho de que la persona del otro lado no dejara de golpear la puerta comenzó a transformarse en un hecho extraño y provocó que la joven finalmente se decidiera por no abrir. Pero al comprobar que la persona seguía en su insistente llamado, optó por seguir el consejo de su padre y preguntó en voz alta, sin acercarse a la puerta.
—¿Quien es? —El temblor de su voz hizo que la pregunta se entrecortara por lo que, ante la ausencia de respuesta, la repitió.
—¿Si? ¿Quien es? —dijo con un poco más de seguridad. Los golpes se detuvieron de repente, pero nadie respondió del otro lado.
Maia se quedó unos segundos esperando y entonces se percató de la mirilla sobre la puerta, en su antigua casa no tenían algo así, por lo que no la había recordado.
Con ella podía ver hacia afuera y comprobar de una buena vez quien estaba en el pasillo. Debido a la altura de la mirilla tuvo que traer una silla y pararse en la misma para poder usarla. Claro que ahora la diminuta abertura le daba por el pecho, por lo que subida a la silla se inclinó un poco y pego su ojo a la misma mientras cerraba el otro en un intento de ver mejor.
Fuera todo estaba en orden, el mismo ascensor de ayer, sin pasajeros dentro, las paredes blancas con algún cartel de "prohibido fumar", las puertas de las otras habitaciones, seis en total respectivamente numeradas, unas macetas con plantas en buen estado y el pasillo por el cual se accedía a la escalera, en este momento oscuro pues los sensores de las luces no detectaban movimiento. No había ni rastro de nadie por lo que Maia bajó despacio de la silla y la devolvió a su lugar para continuar su desayuno, contrariada.
Estaba por llegar a la mesa cuando los golpes comenzaron de nuevo. Tres golpes rápidos y luego silencio. La situación ya sobrepasaba los límites de lo extraño y la niña, nueva en el edificio y sola en casa, comenzó a sentir la sensación con la que se había despertado esa mañana, tras las pesadillas.
Sudor frío, mirada clavada en la puerta, temblores en sus piernas y un abismo en su estómago. Miedo.
Pensó mirar por debajo de la puerta pero la misma llegaba totalmente al suelo. La inmóvil Maia no sabía qué hacer. ¿Llamar a un vecino? Pero si no conocía a nadie, no tenía ningún número de teléfono. ¿Llamar a su padre? ¿A la policía? ¿Por unos golpes en la puerta? Eso estaba fuera de discusión.
Con pocas posibilidades y casi ninguna idea la niña optó por regresar con la silla hacia la puerta lo más rápido y silenciosamente posible para, esta vez, intentar captar a quien fuera que estuviese del otro lado.
Los golpes se retomaron mientras ella volvía a subir a la silla y solo pararon en el preciso momento en que ella se inclinó nuevamente y observó hacia afuera.
Esta vez sin embargo no había nada que ver del otro lado. Todo estaba completamente oscuro y aunque una parte de su mente le decía que se alejara de la mirilla, que dejara de observar, no podía, ¿a donde habían ido todas las cosas? La negrura era total y Maia, aunque no lograba entender del todo que ocurría, no podía despegarse de ese lugar intentando observar hacia afuera.
Había algo en esa oscuridad repentina.
Algo que no podía entender, porque no podía ver del todo. De repente la sombra se fue haciendo más leve, mientras la luz penetraba por los costados de la mirilla, a medida que ella percibía como poco a poco se iba formando lo que antes veía levemente sin entender de qué se trataba.
Una pupila, completamente gris, rodeada de un iris de un color similar era lo que se encontraba del otro lado, pegada con tanta intensidad a la mirilla que no dejaba pasar la luz y ahora, a medida que se alejaba un poco, permitía ver a la niña que quien fuese la persona de afuera, al igual que ella, intentaba ver. Intentaba mirar hacia adentro de la casa.
Instintivamente sus manos fueron a comprobar que el cerrojo estuviera bien puesto y entonces los golpes comenzaron de nuevo con una intensidad antes inexistente, la puerta se sacudió por la fuerza de los mismos. Maia no pudo evitar gritar y sus piernas le fallaron, resbaló y cayó de la silla, golpeándose la pierna y la espalda en el frío suelo del hogar.
Un rayo de dolor le recorrió desde la pierna derecha y provocó que estallara en lágrimas mientras subía por su cuerpo.
Miró hacia abajo y lo que vió le provocó náuseas y una llanto aún mayor que nubló su visión, el tobillo estaba inflamado, parecía deformado, y moverlo le producía un sufrimiento intolerable. Ya no le importaba nada, no pensaba en nada, tenía que llamar a su padre.
El dolor del tobillo era creciente al igual que los golpes de quien fuera que se encontraba del otro lado de la puerta. Arrastrándose por el suelo, intentó llegar hasta la mesa y alcanzar su celular. Gimoteando de dolor y miedo miró de nuevo su pie y, con la vista borrosa, creyó ver sangre, y creyó ver otra cosa.
Le pareció que la silla, apostada contra la puerta, se movía. Ilógico, pues solo podría pasar si la puerta se abría, dijo una voz en su mente acallada velozmente por el sufrimiento y la desesperación, deseo con todas sus fuerzas que su padre estuviera allí y empujándose con los brazos siguió avanzando, ya casi estaba por alcanzar la mesa donde se hallaba el teléfono. Escuchó el sonido de la silla siendo arrastrada por el suelo y comenzó a perder fuerzas. Un viento frío la cubría, pero no era el provocado por su miedo. Entraba por la puerta, que en ese momento estaba abriéndose. Un olor espantoso a podredumbre y cien animales muertos lo acompañaba. Su mente no paraba de bombardearla con imágenes de horror, pero se esforzaba por descartarlas, pasos que avanzaban, una silueta que la observaba fijamente.
Por fin llegó a la mesa, sin mirar hacia atrás, no quería, no podía hacerlo. Intentó levantarse pero su pierna le dolía demasiado y al pararse sobre la otra volvió a perder fuerzas y resbaló, con esfuerzo sujetó el teléfono de la mesa y cayó al piso con él en la mano. Su vista se nublaba, ya no por efecto de las lágrimas que caían en su ropa y en el suelo.
Su mente no pensaba con claridad. Y había alguien en la casa. Sus piernas ya no tenían fuerza y el dolor del pie era lacerante. Solo deseaba que ese dolor cesará, estar lejos de allí y que ya no doliera de esa forma. Casi a punto de perder la consciencia, como en un último acto de rebeldía miró hacia la puerta, con sus ojos fijos en la figura y vió entre borrones lo que esperaba encontrar. Era la anciana, la misma de la carretera, con un vestido rosado largo, cubierto de manchas negras, grises y rojas, con su piel manchada y abultada por las arrugas y sus brazos y manos cubiertas de venas, alargándose hacia ella. Los dedos parecía extensiones inhumanas de una mano y el ojo gris miraba fijamente hacia Maia. ¿Había una sonrisa en su rostro? la mirada de Maia estaba borrosa y en un último esfuerzo de conciencia sus dedos buscaron los números 911.
No supo si llego a marcarlos, de repente entró en un mundo donde ya no dolía su tobillo o su espalda. Ya nada dolía.

Luz...destellos de luz... mareo... desorientación... Maia se preguntaba muchas cosas mientras las palabras venían a su mente en forma de pensamientos. Le dolía la cabeza.
Lo primero que reconoció fue el rostro de su padre visiblemente preocupado. Al mirar a su alrededor cayó en la cuenta de que se encontraba en su cama, en el cuarto de su nueva casa en aquel complejo de edificios. Se había mudado hacía una semana. Iba a comenzar su primer día de clases.
—Que... —Intentó preguntar, que pasa, pero lo suave de su propia voz la interrumpió. Entonces el padre la observó y le dio un fuerte abrazo mientras la tranquilizaba.
—Un desmayo fruto de un golpe —mencionó una voz que Maia no reconoció, aunque sí se fijó en los ojos rojos y húmedos del hombre. Un señor de bata blanca estaba parado en la puerta de su cuarto y sonreía mientras entregaba a su padre una hoja. A Maia le dolía la cabeza y mucho más la pierna derecha, al mirarla la vio vendada y levantada con algunas almohadas.
—No te preocupes —dijo entonces el doctor con su sonrisa tranquilizadora. Y entonces agregó al ver su rostro dolorido —Será más o menos una semana en la cama para ese tobillo, tuviste suerte esta vez, un poco más y se hubiera quebrado...
—¿Como paso? —Interrumpió su padre, mirándola. Maia tardó en responder. —Había una silla en la entrada y la puerta estaba abierta. ¿Tienes idea del susto que me llevé cuando entré y te vi tirada en el suelo? —Siguió el hombre.
—¡La vieja! —chilló de repente Maia —Ella estaba... ¿Donde? ¿Dónde está ahora? —preguntó a su padre que en ese momento frunció el ceño e intercambió miradas con el doctor.
—Maia ¿de que vieja estas hablando? —inquirió el padre tomando su mano entre las suyas.
—¡La de ayer! La de la ruta que olía espantoso y no paraba de mirarme —respondió haciendo gestos con las manos, visiblemente perturbada. Su padre la miraba serio pero confundido y no parecía entender lo que la niña quería decirle. Esto la desesperaba, ¿como era posible que no la recordara?
—Tu padre me comentó que venias sintiéndote mal estos días. Seria bueno que en cuanto estés mejor se den una vuelta por la clínica —interrumpió el médico, mientras recogía sus cosas. —¿No recuerdas si te sentiste mal antes de desmayarte? —preguntó.
—No... Puede ser, no se —respondió Maia, mientras los eventos de ese momento se difuminaban en su mente.
—Tienen el número de emergencias, por las dudas les dejo el mio y cualquier cosa me llaman —dijo el doctor con voz tranquilizadora, alargando una tarjeta al padre de Maia. Antes de irse le sonrió, pero ella, por algún motivo, no pudo sentirse tranquila.
Para cuando el doctor se retiró, tras asegurarse de que todo estaba en orden, el padre aún no había recordado el encuentro con la tétrica señora y el doctor, explicándole que un episodio de inconsciencia temporal como el suyo podía causarle alucinaciones logró convencer al hombre más que su propia hija.
Como debía pasar en cama aproximadamente una semana, el padre averiguó con el doctor acerca de alguna niñera y para el día siguiente ya había conseguido lo que buscaba.
Maia finalmente no se daba cuenta si lo que había vivido era real o no, pues admitía que creía haber visto algo pero, mientras el episodio se alejaba cada vez menos real le parecía aquello.
¿Habían golpeado su puerta? No lo dudaba. ¿Había entrado la misma señora, abriendo de alguna manera la puerta cerrada y se le había parado al lado para luego irse sin decir ni hacer nada? ¿La había visto ella mientras perdía la consciencia? Era dudoso y todo apuntaba a que no, aunque al mismo tiempo, no podía silenciar esa voz en su mente, una que le decía que tuviera cuidado al dormir, pues la puerta podía abrirse y entonces, tal vez no escucharía los pasos lentos de una invitada no deseada y al abrir los ojos, ya sería demasiado tarde.

Al otro día la niñera llegó unos minutos antes de lo previsto y su padre la recibió en el living para, según escuchó Maia desde el cuarto, aclarar algunas cosas.
Temas de horario para los remedios, otro por si el dolor, temas de cuidados para su pie, números de teléfono importantes y el pedido de que "Cualquier cosa me avises" respondido con una "Sí, cómo no, quédese tranquilo que está en buenas manos".
La muchacha, Nancy, era joven, veintiséis años según respondió cuando Maia se lo preguntó, y realizaba el trabajo para ayudarse en los estudios de veterinaria.
Le gustaba mucho conversar y se notaba que tenía cierta experiencia cuidando niñas, por lo que no le fue difícil entablar conversación con Maia y mantenerse ambas de esta forma entretenidas. La charla se fue extendiendo mientras corría el día y entre remedios, risas y desayunos fue abarcando todo tipo de temas hasta que, como suele ocurrir en conversaciones que se prolongan en el tiempo, Nancy dijo:
—¿Crees en fantasma? —. Maia se quedó seria, el tema no le gustaba y aunque recordaba apenas lo pasado, de repente no se sentía cómoda.
—No —respondió cortante, e intentó buscar otro tema de conversación, pero la niñera parecía empecinada en seguir con esa línea por lo que agregó:
—Entonces no te molestaría escuchar... la historia —Estaba jugando con la curiosidad de la niña pero Maia no lo notó.
—¿La historia? —preguntó tímidamente mientras se tapaba más con sus frazadas. Era plena tarde pero dentro de la habitación corría un frío húmedo que se ganaba por quien sabe donde. —Sí —dijo Nancy —La de la habitación setecientos... setecientos treinta y siete, creo —continuó y ante la negativa de Maia agregó —de hecho me sorprendería la conozcas ya que pasó aquí mismo, en este pueblo, por lo que es una historia nuestra, por así decirlo—. Y sin preguntar si le interesaba oírla, comenzó a contar con voz firme y mirando a los ojos de Maia en todo momento.
—Hace muchos años vivía en un edificio en construcción, tal vez este, una señora. Los vecinos nada sabían de ella y algunos aseguraban que salía solo una o dos veces al mes.
Ellos afirmaban que la mujer vivía sola y estaba muy enferma, motivo por el cual todo el pasillo cercano a su habitación, así como también esta, tenían un extraño hedor, casi como si se tratase de una tumba abierta o de un hospital donde los enfermos abundaran por doquier.
>>Era conocida por todos como "la sucia" del siete, número que colgaba medio torcido sobre su puerta. Claro que, cuando se trata de adultos, saben callar en presencia de ciertas circunstancias y las habladurías suelen realizarlas entre aquello que estén dispuestos a escucharlas. Los niños, sin embargo, son diferentes. Ellos no conocen lo suficiente como para saber cuando callar y si escuchan a sus padres hablar de ciertos temas, intentan imitarlos y hablan también, sin cuestionarse acerca de lo que se dicen. Fue así que los hijos de algunos vecinos no tenían problemas en llamar "sucia" a la mujer enferma cada vez que la veían en el pasillo o se acercaban a su casa. Las burlas y provocaciones eran constantes, y cada intento de la mujer por dar con los padres de los niños, terminaban en fracaso, pues sus golpeteos a las puertas eran ignorados. Los muchachos no paraban en su constante provocación, y llegaron incluso a tallar sobre su puerta dos números cercanos al siete, un tres y otro siete, pues decían que la mujer que vivía en esa habitación había vivido más de setecientos años y por eso olía tan mal.
Al final, nadie supo cómo pasó. Algunos afirman que acosada por unos muchachos, como todos los días, intento agarrarlos y tropezó demasiado cerca de las escaleras. Otros simplemente creen que la vejez y la enfermedad le jugaron una mala pasada. En lo que todos están de acuerdo, sin embargo, es en que después de la trágica muerte, nadie, sin importar qué productos o con cuánto empeño lo intentara, podía limpiar el olor putrefacto que inundaba la habitación de la antigua dueña, por lo que esta se hubo de mantener cerrada, puesto que nadie deseaba rentarla.
Las versiones mayoritarias afirman que paso una semana, o casi, desde el fallecimiento en esas misteriosas circunstancias, cuando, de repente, en las noches más tranquilas, o las mañanas más luminosas, alguien llamaba a la puerta. Al principio comenzó como un cuento de niños que afirmaban que alguien golpeaba sus puertas sin detenerse, cuentos que los padres no escucharon, por considerar eso, cuentos. No pasó mucho hasta que el primer padre, tal vez en un feriado, o en vacaciones, escuchó que golpeaban la puerta. Toc, toc, toc, toc, toc, toc, toc. Exactamente siete veces, sin detenerse. Fue entonces cuando el hombre extrañado la abrió, y no había nadie del otro lado. Se había alejado unos pasos cuando escuchó tres golpes nuevos. Nadie del otro lado, pero por si acaso, salió hacia afuera y reviso en los alrededores. Nada. Regreso a su casa, y cuando estaba por encender el televisor, nuevamente escuchó el llamado. Veloces, seguros, fuertes, siete golpes a su puerta. Tal vez algo primitivo en aquel hombre provocó que su mente sumase los primeros siete golpes con los tres siguientes y los siete finales, tal vez simplemente decidió que eso era una broma y que él no quería participar, pues si eran niños, ya se cansarían. El punto es que no abrió la puerta. Para cuando el niño llegó a casa, antes que los demás miembros de su familia, la puerta no solo había sido abierta, sino que en lugar del padre, solo una mancha enorme, roja y húmeda, y un olor pútrido rodeaban toda la casa.  Dicen que desde entonces...—Nancy se interrumpió, pues había creído escuchar que alguien llamaba a la puerta, por lo que rápidamente se levantó y se dirigió hacia el living.
Maia hubiera deseado poder decir algo, pero estaba ensimismada en sus pensamientos de forma tal que ninguna palabra salía de su boca y su mirada se hallaba perdida en recuerdos, un encuentro extraño en la carretera, golpes incesantes a su puerta, en el fondo, la joven estaba mirando a los ojos del más fino terror, ese que sentía como propio por estar segura de que lo había vivido. De repente un sonido la sacó de sus ensoñaciones. Fue un golpe. Y luego otro, y finalmente un tercero. Las lágrimas caían de los ojos de la joven, que había caído en la cuenta de que la niñera ya no estaba con ella y su celular estaba en la cocina.
—¿Nancy? —llamó con voz entrecortada. Sentía una presión en su garganta  y su estómago que le hizo imposible hablar más fuerte. En parte no quería hablar más fuerte, solo cubrirse con la manta y desaparecer.
Esta vez el llanto se hizo más fuerte mientras más se cubría con las mantas, pues los golpes que ahora escucho ya no se encontraban en lejanos, sino que por el contrario, parecían venir, -imposible, imposible- se dijo a sí misma, -Nancy me debe estar jugando una broma-, pero eran tan cercanos, casi como si la persona que golpeaba -tiene que ser ella-, estuviera del otro lado de la puerta... de su cuarto.
Maia no supo exactamente cuando se detuvieron los golpes a la puerta. Solo que por un segundo creyó que en verdad era Nancy quien tras contarle esa historia había decidido divertirse asustandola un poco, y esto lo pensó pues cuando la puerta de su cuarto comenzó a abrirse fue la figura de una mujer la que se dibujó lentamente, mientras la luz penetraba en el lugar. Fue un segundo, solo eso, lo que duró su esperanza y la débil sonrisa que se había formado en su rostro al creer por un segundo que de verdad vería entrar ahora a la niñera. Fue el olor sin embargo lo que la alertó al tiempo que destruía sus esperanzas de una broma.
—Hola Maia —dijo aquella voz tan potente, espectral, inhumana.  Y mientras la niña concentraba todas sus fuerzas en un chillido, desde aquella boca sonriente y deforme salió un último comentario:
—Déjame que te cuente el final de la historia.

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