Capítulo 32. Génova

Buscador de la Tierra

Las entrañas de Génova eran muchísimo más grandes de lo que parecía. Llevaban una hora buscando la posada que Lucho les recomendó y el carro de Sadira tintineaba con sus campanitas por cada adoquín.

La calle olía a pescado debido a las cajas de sardinas y boquerones que había a la puerta de los comercios. Al doblar la esquina vieron un atún rojo de seiscientos kilos colgando monstruosamente bocabajo, mientras los genoveses se arremolinaban a su alrededor y pujaban a gritos por llevarse unos pedazos. Tonatiuh se dio cuenta de que estaban a cargo de restaurantes y tabernas.

­­­—¡Una arroba pa El Rincón de Médici!

—¡A mí, a mí! ¡Media arroba pal Perrachica!

­—¡Pa la Rana Orejona dame tres cuartos! ¡Y la cococha! —escuchó Sadira de repente.

Corrieron a preguntar al mozo dónde estaba La Rana Orejona y les dirigió a una plaza situada a diez minutos. Salieron de la multitud mientras las gaviotas, los gatos y los pelempires peleaban en las sombras por robarse alguna cabeza de bacalao.

Por el camino, Pooja se entretenía con todo y se lo contaba a sus acompañantes. Tonatiuh le respondía con refunfuños y mantenía las distancias; no estaba de acuerdo con que viniera el soldadito ni quería tener nada que ver con niños; así que era Sadira quien tenía que cargar con todo el peso de la sociabilidad.

Se apartaron para dejar pasar a un anciano con las piernas temblorosas que caminaba encorvado en su cachava, y el niño se le quedó mirando.

—¡Has visto a ese hombre! —susurró después—. ­Todo arrugao como un cacahuete, ¡qué enfermedá más rara! ¿Por qué no está en el Aire, el pobre caballero?

—¿Qué enfermedá? Lo que pasa es que tiene más años que una tortuga ―respondió la arriera.

—¿Eso es que está mayor? —se aterró—. ¿Se te cae la piel cuando cumples años?

—Claro, Pooja, hijo de mi vida. ¿No has visto tú viejos en tu Señorío?

­—No hay muchos. Mis abuelos tenían cuarenta y cinco años cuando murieron de mal respiratorio. La gente se enferma pronto de huesos y pulmones, sobre todo los que han trabajao en las minas de pequeños.

—Me cago en mi vida, tu Señorío es una vergüenza.

—Bah. Vivir tanto tiene que ser aburridísimo. Si ya has tenido hijos, no sé qué más quieres hacer. —Se giró para volver a mirar—. Buuuuuuah. Ese señor tiene que tener por lo menos cincuenta años. Parece que tiene una sábana arrebujá en la cara.

—Quillo, no. Tendrá setenta u ochenta.

—¡Hala! Lleva un montón de tiempo muriéndose.

Su cabecita no entendía por qué era mejor tener más esperanza de vida. Lo importante era que las generaciones duraran un montón de años, daba igual quién los viviera.

Entonces salieron a una placita rodeada de preciosas buganvillas rojas, donde dos hombres con el pecho impoluto como el culito de un bebé se besaban apasionadamente.

—Se han quitao los pelos —observó Pooja.

—Se llama depilación. En mi Señorío lo hacen las mujeres aristócratas ­­—Sadira puso una mueca—. Pero ya ves, a los hombres les hace parecer crías de rata...

Junto a la fuente, había otro grupo de hombres que habían copiado la moda del nuevo Señor del Mar y lucían llamativos vestidos de volantes mientras charlaban animadamente.

—¡Qué gente más curiosa, esta del Mar! —comentó Tonatiuh.

—¡Bah! Caprichosos y mariliendres. Y los toscanos más todavía —bufó Sadira—. Siempre andan a la gresca con mi preciosa Versalles, a ver quién construye la fuente más retorcida o la torre más alta. Pero no solo compiten con mi Señorío, sino también entre sus propias ciudades. Ahora se han fijao en los londinenses y también quieren criar perros deformes con el hocico aplastao que ni siquiera respiran bien. Tú te crees.

—Qué bárbaro.

Entraron a la placita. Bajo los soportales encontraron el hostal de La Rana Orejona: un edificio grande con tres alturas de ventanas que debía albergar por lo menos a cincuenta huéspedes. Atravesaron la entrada en forma de arco y la cortina, llegando a un recibidor regentado por un hombre rubio y espigado detrás del escritorio. Estaba reunido con un negro tan negro que parecía azul.

—¡Buenos días, caballeros! —anunció Tonatiuh de buen humor—. Estamos buscando alojamiento; venimos de parte de Lucho.

—¿De quién? —el rubio aplastó las cejas.

—De Lucho. Es marinero en La Dragona.

—¡Ah! ¡Luccio! —se le iluminó la sonrisa y salió del escritorio—. ¡Cago en la mamma! Esa terneruca vino a Génova y no se pasó ni a visitarme, ¿viste, Carlo? ¡Galopina!

Entonces se acercó a Tonatiuh con pies livianos y le besó el dorso de la mano, para después hacerlo con Sadira.

—Todo el que venga de parte de ese pendón está invitadísimo a mi hostal, por supuesto. —Tenía una cara espabilada pero amable, y llevaba unas medias hasta la cintura que le estilizaban el trasero como un melocotón—. Me llamo Andreas. ¿Y vosotros sois...?

—Y yo soy Sadira.

—Yo soy Sir Tonatiuh Castañeda, Buscador de la Tierra.

—¡No! —Se llevó las manos a la boca—. ¿Oíste, Carlo? Qué risa. Pero yo te invito aquí porque eres amigo de Luccio, no porque seas Buscador, ¿eh, cariño?

Y se echó a reír.

En ese momento, Pooja descubrió un gato atigrado y gordo, que estaba tirado en el pasillo, pachorro y con las patas escondidas bajo el cuerpo como un paquete de Correos. Corrió a acariciarle y el gato le respondió con ronroneos, para después acercarse al grupo. Olisqueó la pernera de Tonatiuh y se restregó lentamente, hasta que el Buscador se apartó con una mueca de asco y los pelos salieron flotando.

—¡Mira! Le caíste bien a Silvio —resopló de risa—. Ten cuidado con las cosas suaves, que guardan la furia debajo. Tiene el nombre de un amante mío de hace años que también me arañaba la espalda, ¡ja, ja!

Tonatiuh mantuvo una distancia prudencial con el gato y luego miró al enorme acompañante de Andreas, sin atreverse a saludarlo. Así que fue él quien rompió el silencio, con una voz suave y una hilera de dientes luminosos:

—Yo soy Carlo, encantado.

Fueron a estrecharse y Tonatiuh se sorprendió.

—¡Qué mano tan negra tenéis!

—¡Y usted, qué dedos más peludos! —respondió Carlo, asombrado por igual.

Tonatiuh se miró el envés de los dedos. Nunca antes se había fijado. Pensó que la gente oscura se fijaba en cosas sin importancia.

—¿Y qué hacéis vos aquí? ¿Hospedaros también?

—Sí —respondió Carlo—. Soy remero en el Arno, así que cuando bajamos el cauce y acabamos en Génova, me alojo en el hostal de Andreas, que es mi amigo desde hace años.

—Vi remeros antes. Tiene sentido.

—¿Por qué?

—Hombre, porque siendo vos negro aguantáis mejor el calor y tenéis más resistencia que un blanco.

—Trabajo con blancos también, señor —respondió Carlo—. Mi hermana es blanca.

—Debéis de ser un ejemplo a seguir. Sois muy trabajadores en este Señorío. Jamás vi tantos negros.

—¿Hay muchos? —alzó las cejas, con sinceridad—. No me había percatado.

—Ya lo creo. Y también hay rubios como pollos. ¡Y pelirrojos, qué gente tan mística! —agitó la mano—. En el norte de mi Señorío todos somos morenos y ya, y alguna morrita de ojos azules que encuentra pronto marido.

—Qué color más aburrido, ¡oiga!

Tonatiuh se encogió de hombros. Luego pensó que para ser negro, Carlo parecía un tipo bastante simpático y comunicativo.

Sadira paseó la vista por la recepción y luego se acercó a la pared, donde el retrato del Señor del Mar sepultaba los retratos de los anteriores Señores.

—Y este hombre, ¿es el famoso Pimentel Favalier?

—Sí, cariño.

—Está por toda la ciudad. ¿Qué opináis de él?

Tonatiuh se escandalizó ante la pregunta de Sadira; los Señores no eran gente de la que se pudiera opinar a la ligera. Pero Andreas hizo una mueca de incógnita, con naturalidad, y respondió:

—No está mal. Es arquitecto. No me fío yo de alguien que se queda mirando el entramado de los adoquines y las uniones de los frisos. Siempre lo dije; dedicar tu vida a diseñar cosas simétricas tiene que dejarte mal de la testa. —Alzó la mano con gracia—. Aunque es moderno y saleroso, y la ropa le queda divina. Quizás un poco idealista para afrontar esta crisis que le ha tocado. No sé, no sé.

—Mejor que el anterior Señor del Mar, Roderico Perini —apuntó Carlo—. Era capataz en el astillero de Venecia, así que se gastó todo el dinero en organizar regatas y construir fragatas de desfile.

—La anterior era más comedida, Fernanda de Villar, de Cádiz. Aunque tuvo suerte de no tener ningún conflicto que chuparse, la chiquinina.

—Y el anterior... ¿Cómo se llamaba? —Carlo se rascó la barbilla—. ¿Ese de Flandes que subió los impuestos a todo el Señorío para remodelar el puerto de su ciudad?

—De quién me hablas.

Coglione, Andreas, el de las orejas desabrochadas.

—Ah, sí. Figlio di puttana.

Carlo se quedó pensativo.

—Y tuvimos esa otra de hace un par de siglos, que era maestra y construyó la Universidad de Lovaina. Tremendo pepino de edificio.

—Ay —se emocionó Andreas—, ¿y te acuerdas de Robertito? ¿Aquel tunecino moreno de dieciocho años con la cara bonita? ¡Cómo traía a todos los mozos, mojando la cama por las noches! ¡Y qué pájara tenía en la cabeza, que casi nos mete en guerra con el Señorío de la Sangre!

—Uy, sí, sí. Aquí puede salir elegido cualquiera, así que cada cual está más zumbado que el anterior —explicó Carlo, mirando a los invitados—. Todos son medio competentes porque han estudiado, pero siempre barren para su terreno. Los que son pescadores arreglan los puertos, los que son constructores ponen patas arriba las ciudades, los banqueros alteran los precios... Al final nos equilibramos, ¡oiga! Aunque a veces sale uno bueno, y cómo se le echa de menos después...

—Bueno. No aburras, Carlo, y deja a estos animalitos descansar. —Entonces miró a Tonatiuh—. ¿Queréis cenar aquí? A ver cómo lo hacemos contigo, reina. Puedo mandar hacerte unas algas con limón...

—Me parece bien. Nunca probé las algas.

­­—Pues id a instalaros. Vuestros aposentos están en el tercer piso a la derecha.

Pooja salió al patio a hacer pis. Mientras tanto, Tonatiuh agarró del brazo a Sadira.

—Ey, debo ir a la biblioteca por un mapa del continente. ¿Puedes quedarte acá y descargar las cosas del carro?

—Claro —sonrió ella.

Tonatiuh salió de la posada y se introdujo en las calles de Génova.

Se notaba rápidamente que no era una ciudad muy pescadora y que se apoyaba básicamente en el comercio. No había gente ruda limpiando pescado por la calle, ni mariscadores volviendo con sacos de percebes al hombro, sino que eran habitantes de carácter fino y humor ingenioso.

En las paredes había carteles que decían "¿Merced tuya y de quién más?" para burlarse del resto de los Señoríos, donde no se usaba el tratamiento de Usted. En algunos establecimientos se anunciaba una especie de invento que llamaban "condón". Lo habían visto ya varias veces, pero ni Sadira ni Tonatiuh entendían para que servía.

Preguntando a los viandantes, no tardó demasiado en encontrar la biblioteca. Le llamaba la atención que ciudadanos de cualquier clase social supieran indicarle dónde se encontraba aquella reina de la cultura.

Era un edificio altísimo de color crema, diseñado en forma de cuña para hacer la esquina entre dos calles. La fachada estaba constituida por cuatro columnas y sus respectivos arcos, y en lo alto había un grabado en piedra donde se leía "BIBLIOTECA NAZIONALE DI GENOVA", traducido al esperanto debajo. Sobre el letrero, yacían los balcones cuadrados y simétricos y sus barandillas de piedra.

Tonatiuh atravesó la entrada entre las columnas, admirando el techo. Le recibió una alfombra granate y una escalinata de piedra, que hacía resonar sus suelas por todo el vestíbulo. Después tomó un pasillo bien iluminado, con el techo de vidriera y el suelo de mármol, por donde taconeaban varios señores vestidos de punta en blanco.

Continuó andando por el pasillo, hasta que llegó a un portón de roble abierto de par en par. Apenas se había dado cuenta, pero el sonido había disminuido casi hasta lo absoluto durante el recorrido, y ahora solo se escuchaba el sonido las páginas al pasar y los pasos ahogados.

Le recibió una gran bóveda pintada con ángeles surcando los cielos, agarrando lazos rosados y retozando entre magníficos buques celestiales. A nivel de suelo, altísimas estanterías de caoba albergaban libros de todos los colores y tamaños. Fascinado, fue recorriendo las estanterías intentando identificar algún tipo de orden.

—Aquí tienes tu puto mapa. —Sadira le estampó un papel en la cara al doblar la esquina—. Ya nos podemos ir.

—¡Shhhhhhhhhh! —espetó, en voz baja—. ¡Sadira! ¿Qué chingados haces acá?

—¿Por qué me estás dando de lao? —gruñó ella en voz normal—. ¿Tú que te crees, que yo he nacío ayer?

—¡Shhhh! ¡Baja la voz! —la regañó Tonatiuh. Luego cogió el mapa que le tendía y susurró—: ¿Dónde lo encontraste?

—Me lo ha dao el viejo raro que dirige la biblioteca. Que no sé qué problema tenéis los hombres con preguntar. —Sadira observó a Tonatiuh suspirar y darse la vuelta, mirando de reojo los títulos de los libros que asomaban por el lomo—. Estás buscando algo, ¿verdá?

Tonatiuh vaciló un largo minuto antes de responder, y cuando lo hizo, pareció que se llevaba todo el esfuerzo en sus palabras:

—¿Recuerdas lo que te conté sobre una escuadra en la bodega del barco, cuando estábamos borrachos?

—No. Estaba borracha —dijo Sadira con obviedad.

Tonatiuh suspiró.

—Un alquimista en la Costura me dijo que pertenecía a la Orden de Babel y que podría encontrar más información en las bibliotecas.

—¿Y pa qué quieres saber de eso?

No pudo seguir hablando, puesto que un anciano vestido de franela negra se acercó hasta ellos con ayuda de un bastón de cabeza plateada. Tenía la peluca recogida en una coleta gracias a un lacito, la barba teñida de morado y unas gafas minúsculas sujetándose en el puente de la nariz por arte de magia.

—Es posible que esté buscando esto —dijo. Traía un libro entre sus manos.

—¡Oh! El bibliotecario —lo reconoció Sadira, aliviada—. ¡Por Saica! Menos mal que viene este anciano solemne siempre ahorrarnos tiempo, que yo en los sitios donde hay muchas letras me aturullo.

El anciano no contestó ni apartó la mirada de Tonatiuh. Cuando el Buscador fue a agarrar el libro, lo retiró de repente. Miró a Sadira con sugestión.

—Pero ella tiene que salir.

—¿Cómo? —Sadira frunció el ceño, desconcertada.

—La Verdad solo puede revelársele al portador de la escuadra.

—¿Qué escuadra? —empezó a elevar la voz—. ¿Y por qué yo no puedo portar esa escuadra?

Al bibliotecario estuvo a punto de escapársele un bufido.

—En primer lugar, porque las mujeres no tienen permitido el acceso a este tipo de conocimiento.

—Cómeme el coño.

—Sadira, por favor —le reprochó Tonatiuh. Y le dedicó su mirada más conciliadora—. Escucha, ¿puedes hacerme el favor de esperar fuerita?

—Lo que voy a hacer es salir y mearme en el puto pasillo —espetó ella. Acercó su rostro al de Tonatiuh con una determinación estoica, le miró a los ojos y le hizo recogerse como una tortuga—. Si os acojono ahora, imaginaos cuando sí tenga acceso al conocimiento.

Se dio la vuelta y se marchó.

El bibliotecario la siguió con la mirada unos segundos, para asegurarse de que no causaba problemas, y luego se giró hacia Tonatiuh.

—Acompáñeme. —El bibliotecario le llevó a un despacho donde poder hablar a solas, con un ventanal semioculto por unas pesadas cortinas—. Espero que sepa apreciar esto, o se irá detrás de esa mujer.

El Buscador por fin pudo coger el libro que le tendía. En la portada aparecía una escuadra en la parte inferior y un compás en la superior, que cruzaban sus extremos formando un rombo con una G en su interior. Sobre el dibujo, podía leerse el título: Historia de la Francmasonería.

—Soy el Gran Maestro Rayado —murmuró el bibliotecario. Entonces esbozó una mueca terrible con las cejas, seria y reprobadora—. Y usted, Tonatiuh Castañeda, es una decepción andante. Ha estado a punto de revelar el Secreto Masónico al mundo profano, que está reservado a nuestra intimidad.

El Buscador perdió el color.

—Yo lo... lo siento mucho —tartamudeó—. Pero pues Sadira es de confianza, ¿sabéis? Llevo mucho tiempo viajando con ella y...

—En quien no confiamos es en usted —replicó el anciano, con dureza—. No es uno de los nuestros. Esa es la razón por la que le hablamos con nombres en clave. No estamos dispuestos a revelar nuestra identidad, pero tampoco es necesario: cuando habla con uno de nosotros, habla con todos.

Tonatiuh soltó una risita.

—No confiáis en mí, pero me habéis dejado una escuadra para que vaya preguntando por vos. Dejad de disfrazar mis preguntas como una súplica, cuando sois vosotros los que claramente me necesitáis para algo.

El bibliotecario sonrió mesándose la barba morada, complacido por su astucia, pero no dijo nada al respecto. En su lugar, señaló la portada del libro.

—Estas son las respuestas que busca, ¿verdad? Qué significa la Escuadra —murmuró—. Para la Masonería, la Escuadra equivale a la rectitud, la virtud y a la igualdad. Es el instrumento que nos conecta con la Tierra y que simboliza las raíces del árbol del conocimiento, que se internan en el mundo material y acotan nuestros límites. Es la medicina contra el desamparo que usted lleva por la vida —expresó sin delicadeza. Señaló arriba—. Por otra parte, se complementa con el Compás, que capta toda la movilidad que la Escuadra no puede medir. La Escuadra simboliza la Tierra y el Compás el Aire, y ambos son los instrumentos que nos permiten expresar las complejidades del mundo encima de un papel. Cuando se nos presenta junto... —abrió la mano—, nos habla del equilibrio de fuerzas entre el mundo material y espiritual. Entre lo dinámico y lo inamovible. Entre el progreso y la tradición. ¿Entiende?

—Creo que sí... —respondió Tonatiuh, no demasiado convencido.

—Usted ha recibido la Escuadra porque está en la fase rígida, la fase en la que forja el espíritu —explicó solemnemente—. Recibirá el Compás cuando esté preparado.

Tonatiuh frunció el ceño.

—¿Preparado para qué?

El anciano ladeó la cabeza con una mueca críptica y, a continuación, respiró en un silencio cargado de intención. Arrancó con voz templada y segura:

—La Francmasonería es una sociedad secreta piramidal que nació hace solo unos cuantos siglos, pero tiene sus raíces en los antiguos pueblos mesopotámicos. Esa gente eran los sumerios, que fueron los primeros humanos y que se asentaron entre el río Tigris y Éufrates, en lo que hoy es La Costura y los Cerros de Cambalache. Acogemos a personas sin importar lo bajos que sean sus orígenes, siempre que sus aspiraciones sean las más altas de la humanidad.

—¿Qué tiene que ver la Orden de Babel con vosotros?

—Que son masones también —contestó el anciano, con una chispa desconocida en los ojos—. La Orden de Babel recoge a los mejores alquimistas de los continentes y fue creada en la antigua ciudad de Babilonia, hoy desaparecida. Pero hay muchas Órdenes más.

Tonatiuh entrecerró los ojos, comenzando a inquietarse.

—¿Y qué es lo que... hacéis los masones?

—Servimos al mayor Arquitecto de todos los tiempos —declaró el Maestro tranquilamente—. Él tiene un plan para nosotros, y suyo es el hipocornio.

El Buscador sintió la rabia burbujear en su garganta.

—Ese pinche Arquitecto del que hablas se mandó al hipocornio quebrar a Sagastta. Asesinasteis al único rey que podía unificar la...

—Sagastta era masón también.

Tonatiuh se quedó de piedra.

—Pero... entonces... —balbuceó, confundido—, ¿ordenasteis matar a uno de los vuestros?

—No intente entender, cuando es un ignorante —replicó el Maestro duramente—. El mundo cambia deprisa, y lo único que podemos hacer para enfrentar todo lo que se avecina, es estar bajo Sus disposiciones. Solo así alcanzaremos el Nuevo Orden Mundial.

—¿Y cómo será el Nuevo Orden Mundial?

—Si pudiéramos concebirlo en nuestras mentes, ya no sería Nuevo, ¿no cree? —sonrió el Maestro—. Y, sin embargo, hacia ahí es donde nos dirigimos inexorablemente. «Libertad, Igualdad y Fraternidad». Recuérdelo, porque esta se convertirá en la frase más importante de los tiempos venideros.

El Buscador se quedó callado, por lo que el bibliotecario continuó:

—Tiene que espabilar, Tonatiuh. Anda usted jugando a los comisarios, cuando lo que debería estar haciendo es buscar al hipocornio. Apenas queda tiempo; todos los Buscadores están recibiendo ayuda externa para encontrarlo.

—¿Pero eso no es ilegal?

—Aquí el que no corre, vuela —rio el bibliotecario—. Escuche, señor Tonatiuh, siempre le dicen a uno que debe tener cuidado con los extraños, pero yo le doy el consejo contrario: confía en los desconocidos, y verá hasta dónde puede llegar.

El Buscador se agobió de repente.

—Es que no sé por dónde empezar.

—Estoy seguro de que lo conseguirá.

Suspiró. Observó el libro y el mapa que tenía entre sus manos y se giró lentamente.

—Por cierto, señor Tonatiuh —inquirió—. Ella le está esperando fuera para preguntarle sobre esto. Si se lo dice, usted quedará fuera del círculo. Y ya sabes... las respuestas siempre están dentro del círculo.

Y no dijo una palabra más.

Aturdido, Tonatiuh asintió y salió de la cámara. Por el pasillo, abrió el mapa que le había dado el Gran Maestro Rayado y entornó la vista. Había dibujada una línea de grafito que iba desde Génova hasta un punto del desierto, cruzando la cordillera junto al río Arno.

Emocionado por la ruta revelada, caminó a toda prisa y estuvo a punto de pisar un charquito en medio del pasillo que desprendía un olor fuerte. Al atravesar el portón de la entrada, se encontró a Sadira apoyada en una columna, con un cigarro encendido entre los labios.

—¿Qué te ha dicho ese viejo chalao? —preguntó sin mirarlo.

Tonatiuh tardó un momento en contestar, pero finalmente dijo, con todo el dolor de su corazón:

—Nada.

Sadira se quedó inmóvil, herida; pero por alguna razón, aquello no le supuso ninguna sorpresa.

—Ya veo. Cosas de hombres —dijo escuetamente.

Gélida como el hielo, se apagó el cigarro en el muslo y se lo guardó. Mientras Tonatiuh bajaba la escalinata con la presencia cruda de Sadira a su lado, fue capaz de escuchar a la perfección la barrera que volvía a reconstruirse entre ellos, implacable e irrevocable como la sangre tuberculosa: era la barrera del género.

Tonatiuh emprendió el camino sin dirigirse la palabra con su compañera, mientras abría el libro que le había dado el bibliotecario. Entonces frenó en seco. Todas las hojas estaban en blanco. Todas salvo la última, en la que alguien había escrito: "La historia de la Francmasonería no puede encontrarse en un libro".

Con unas ganas de golpear a alguien que nunca había sentido, cerró el volumen furiosamente y alzó la vista al cielo.

Sadira prácticamente quemaba a su lado, pero estaba demasiado distraído con la idea que le rondaba la cabeza para prestarla atención: solo había un Gran Arquitecto que era conocido en el mundo entero y que tenía el poder para cambiar las cosas. Un Arquitecto que dirigía a los masones y que tenía el hipocornio a su servicio.

Ese Arquitecto se llamaba Pimentel Favalier, y era el Señor del Mar. 

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